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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

Decimoquinto Domingo después de Pentecostés, 06.09.2015

Sermón sobre Marcos 7:31-37, por Marcelo Mondini

Jesús volvió a salir de la región de Tiro y, pasando por Sidón, llegó al Lago de Galilea, en pleno territorio de Decápolis. Allí le llevaron un sordo y tartamudo, y le pidieron que pusiera su mano sobre él. Jesús se lo llevó a un lado, aparte de la gente, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua. Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo al hombre: «¡Efatá!» (es decir: «¡Ábrete!»).

Al momento, los oídos del sordo se abrieron, y se le desató la lengua y pudo hablar bien. Jesús les mandó que no se lo dijeran a nadie; pero cuanto más se lo mandaba, tanto más lo contaban.  Llenos de admiración, decían: «Todo lo hace bien. ¡Hasta puede hacer que los sordos oigan y que los mudos hablen!»

 

Una de las características de la sociedad moderna, en especial en las grandes ciudades en las que vivimos, es el creciente nivel de ruidos al que estamos expuestos. Así, nos estamos acostumbrando a convivir con la contaminación auditiva, tan nociva para los seres humanos. El ruido de nuestras ciudades nos impacta, nos molesta, y pocas veces nos detenemos a pensar cómo sería el mundo en que vivimos si hubiera un silencio absoluto, o si por algún motivo no podríamos oír lo suficiente.

Porque el sentido del oído, además de hacernos escuchar esos ruidos tan desagradables, es fundamental en lo que tiene que ver con la comunicación. Y esta es una de las principales características que nos identifica como seres humanos: la capacidad de comunicarnos a través de las palabras, en esta articulación entre oídos y labios.

Las dificultades para oír en realidad nos impactan intensamente porque implica la dificultad de entender, de saber lo que pasa a nuestro alrededor. No se trata solamente de oír los sonidos, sino que va mucho más allá: es entender lo que está aconteciendo, lo que se está diciendo, lo que se quiere informar, lo que se está comunicando.

Para quienes todavía escuchan bien, o medianamente bien, la experiencia de no oír se puede comparar con lo que experimentamos cuando estamos en otro país en el que se habla un idioma que no es el nuestro, y no se entiende nada. En algunos casos, hasta puede parecer que la gente se está peleando, o que discute. Como no entendemos lo que se dice, no sabemos qué es lo que está pasando ni podemos evaluar si hay algún riesgo o todo está bien, hasta que nos damos cuenta que se trata simplemente de la forma de hablar de ese lugar.

En el caso en que estas dificultades para oír estén presentes en un niño, seguramente también implicarán dificultades para hablar. El idioma, el habla, se adquiere por imitación y repetición, escuchando sonidos y tratando de reproducirlos hasta formar palabras. Tal vez por esto resulta tan agradable escuchar a un bebé cuando empieza con sus primeros gorjeos, luego cuando dice alguna sílaba, y finalmente cuando habla “a media lengua”, con palabras nuevas y extrañas, con frases inconclusas y hasta con una acentuación que nos hace pensar en que se está creando un lenguaje nuevo. Por esto, un bebé que no pueda oír muy probablemente será un adulto que no pueda hablar, o si lo hace, esto será con grandes dificultades.

Es así que el relato de Marcos nos presente el caso de un hombre con estas características, sordo y simultáneamente con problemas para hablar. Y con solo estas dos palabras –sordo y tartamudo- nos podamos formar la imagen de una persona tal vez mayor, que ya desde pequeño o desde el nacimiento mismo traía estos inconvenientes. Podemos imaginar muchos años de limitaciones y marginación, más aún en medio de una sociedad como la de entonces, sin tecnología ni ayudas que permitieran mitigar, aunque sea en algo, estas falencias.

Notamos que este hombre no va por su propia iniciativa hasta donde se encontraba Jesús, sino que es llevado hacia él por un grupo de personas. Son varias personas las que lo llevan, aunque no sabemos si son hombres o mujeres, si son sus padres, sus hermanos, sus hijos, sus vecinos, o todos ellos juntos. En este sentido, el texto del Evangelio también nos propone silencio, un silencio similar al que este hombre estaba viviendo -y sufriendo- desde ya hacía varios años. Y seguramente lo llevaron porque ellos sí habían escuchado de Jesús, ellos sí se habían enterado de las cosas que estaban ocurriendo en Galilea, ellos sí sabían de la fama creciente de este Maestro. Los que habían oído de Jesús llevaban a aquel hombre. Los que podían oír llevaban al que no podía oír.

Nos podemos imaginar a este grupo, avanzando en medio de toda la gente hasta llegar cerca de Jesús. Y el Evangelio relata que al estar frente al Maestro le piden que ponga sus manos sobre el hombre, es decir, le piden que lo cure de sus dolencias. En este sentido, también el texto del Evangelio habla. Habla con muy pocas palabras, sin dar mayores detalles ni precisiones acerca de lo que se dijo en ese momento. Habla de un pedido que se hizo utilizando la voz, con las palabras de ese grupo esperanzado, que además de haber oído, tenía confianza suficiente en Jesús como para llegar hasta él. Es así que los que podían hablar, hablaban en lugar de aquel que no podía hablar.

Pero a partir de ese momento, del encuentro de Jesús con el hombre, la situación cambia. Jesús lo toma, y se lo lleva aparte de la gente. El grupo que lo había traído ya es dejado a un lado, y ahora sí hay un contacto directo entre Jesús y el hombre. Sin intermediarios, sin facilitadores; los dos solos, cara a cara.

Así, en este encuentro se produce lo tan esperado: por la palabra del Maestro, los oídos son abiertos, y la lengua es desatada. El hombre ahora escucha y habla; y no solo habla, sino que habla bien. Lo que hasta hace muy poco hacía a través de terceros, del grupo que lo había guiado hasta Jesús, ahora lo podía hacer él por sus propios medios: podía oír, podía hablar.

Para finalizar, el relato nos sorprende nuevamente: esta capacidad de hablar, de comunicar, no solo le es dada al hombre que es sanado, sino que a partir de ese momento todo el grupo comienza a hablar, a contar lo que había ocurrido, y a hacerlo de una manera muy intensa. Podemos decir que aunque este grupo no tenía problemas en el habla desde lo relativo a las posibilidades físicas, ahora sí se les suelta la lengua y tienen una nueva capacidad y actitud que los lleva a no poder dejar de contar lo que había ocurrido. Todo nos dice que no solo quedó desatada la lengua del hombre, sino también la del grupo de acompañantes.

Al reflexionar sobre este pasaje e identificarnos con los distintos personajes, no podemos dejar de reconocer el gran servicio prestado por ese grupo de personas desconocidas, que movidas por una gran compasión y amor por el hombre discapacitado son, en el momento de necesidad, el puente indispensable en el camino de la salud integral. Un grupo anónimo pero eficiente, que logró ser oídos y palabras del que no tenía conocimiento ni voz para expresarse. Un grupo que siempre quedará así, sin reconocimientos ni acumulación de logros ni prestigio, pero que en lo profundo siempre será recordado como aquellos que movidos por el amor al prójimo y la fe en Jesucristo colaboraron para que ocurra lo que simplemente parecía increíble.

También nos identificamos con este hombre necesitado. Es que muchas veces hay tanto ruido a nuestro alrededor, la ciudad nos aturde tanto, las ofertas y cantos de sirena de nuestras culturas hablan tan fuerte y con palabras tan atractivas, que no podemos escuchar lo que realmente necesitamos escuchar. La Palabra hecha carne, que habitó entre nosotros, sigue activa hoy y hablándonos todavía; pero el ruido a nuestro alrededor nos ha transformado en sordos. Como dice una canción popular, “Oh, no puedes ser feliz, con tanta gente hablando, hablando a tu alrededor”. Y como hay tanto que habla –y confunde- a nuestro alrededor, no sabemos qué decir; no sabemos dónde buscar ni qué pedir. Estamos tartamudos, o directamente mudos. Balbuceamos con gran dificultad las cosas que sentimos, tratamos de contar nuestras necesidades, pero no podemos hacerlo. Pero tal vez lo que sí podemos hacer en algún momento, es reconocer que estas necesidades están presentes en nuestra vida, y a partir de allí es que nos dejamos llevar, nos dejamos ser guiados.

Pero lo que en definitiva produce el cambio, la transformación, la posibilidad de la vida nueva, es el encuentro con Jesucristo. Y tal como lo detalla el evangelio, el momento del encuentro se produce a solas, en la intimidad, en el contacto personal con el Autor de la Vida, capaz de dar nueva vida, sonidos y palabras a nuestra existencia.

Y al ver el poder de Dios obrando en las vidas de las personas, en el aquí y ahora, nuestros corazones tampoco se pueden quedar callados.

Como nos recuerda un antiguo himno, oramos para que el Señor abra nuestros oídos y nuestros labios. Queremos escuchar esas palabras de vida eterna, que solo Jesús nos puede dar, y re consagrar nuestras vidas al servicio del Reino.

Que así sea.

Abre mi oído a Tu verdad,

Yo quiero oír con claridad

Bellas palabras de dulce amor,

Oh, mi bendito Salvador.

Consagro a Ti mi frágil ser;

Tu voluntad yo quiero hacer,

Llena mi ser, Espíritu Consolador.

 

Abre mis labios para hablar,

Y a todo el mundo proclamar

Que Tú viniste a rescatar

Al más perdido pecador.

La mies es mucha, ¡Oh Señor!

Obreros faltan de valor;

Heme aquí, Espíritu Consolador.



Pastor Marcelo Mondini
Buenos Aires
E-Mail: marcelo.mondini@hotmail.com

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