Göttinger Predigten im Internet
hg. von U. Nembach

Predicación para el 2° domingo después de Epifanía, 16 de enero de 2005
Texto según LET serie A: Jn 1, 29-34 por David Manzanas, Alicante

(-> A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


En el evangelio de Juan, al igual que en el de Marcos, Jesús irrumpe en el relato de manera brusca, inesperada. No hay una historia previa, que sí es recogida en Mateo y Lucas, con los detalles del nacimiento, del exilio, de la presentación, etc. Deliberadamente, Marcos y Juan nos privan de los detalles anteriores. Para nuestra mentalidad occidental, tan acostumbrada a la lógica y a las cadenas acción-reacción, los antecedentes son necesarios, casi imprescindibles, para comprender las situaciones. ¿Dónde estaba Jesús antes de su bautismo? ¿Qué había estado haciendo hasta ese momento? ¿Qué relación tenía con Juan? Preguntas, cuyas respuestas conocemos por Mateo y Lucas, se quedan sin responder en Marcos y en Juan ¿Dónde nació? ¿Quiénes eran sus padres? Nada de eso importa, no es lo esencial. Es cómo si tuvieran prisa en presentar a un Jesús en actividad, inmerso en su labor. ¿Para qué especular sobre orígenes y momentos? Jesús está aquí y es revelado como el Hijo de Dios, el Mesías largamente esperado, eso es lo que importa, lo que debe centrar nuestra atención.

Jesús se acerca…
«Juan vio que Jesús se acercaba a él…» (v.29) ¿Nos damos cuenta de que el relato de Juan nos dice que fue Jesús quien se acercó a Juan y no al contrario? El Bautista estaba cumpliendo con su misión, estaba realizando la tarea para la que había sido llamado, esto es, anunciar a todos los que acudían a él que el Mesías se acercaba, que la salvación estaba cerca, y que por ello era necesario que hicieran actos de arrepentimiento y purificación de pecados. Y vio que Jesús venía hacia él.
¡Jesús acercándose a nosotros! Es Jesús quien viene a nosotros, recorriendo el camino que nos separa de Dios para acercarnos a Dios. La Salvación que viene a nosotros porque nosotros no podemos ir a la salvación. Y llega de repente, sin avisos, ni campañas, ni una cohorte de emisarios que calienten el ambiente. Es él, el Salvador, quien viene a nuestro encuentro. ¡Ufff…! ¡Que descanso!, porque nosotros, en nuestro esfuerzo para acercarnos a Dios, a lo más que hemos llegado es al ritual, a la construcción de lo que llamamos “religión”. Se ha dicho que: “La religión es el esfuerzo supremo del hombre por acercarse a Dios.” Pero el planteamiento que nos presenta el evangelio de Juan no entra en el marco de lo religioso, ya que ante nuestra imposibilidad de hacer solos el camino es él quien lo hace por y para nosotros. Nuestro esfuerzo ya no ha de ser el de “acercarnos a Dios”, sino el de estar atentos para poder verle y reconocerle. Como el Bautista, que «vio a Jesús que se acercaba a él»

…aunque no le conozcamos
Lo maravilloso es que Jesús se acerca a nosotros aunque nosotros no le conozcamos. Juan reconoce que no le conocía (v.31) ¿Cómo era posible eso? ¿No se dice en Lucas que eran parientes? Juan conocía al hijo de María, la que era prima de su madre, pero no sabía quién era Jesús, mejor dicho, no conocía qué era Jesús. Le anunciaba, decía de él que “es más importante que yo; no soy digno siquiera de desatar las correas de su zapato”; pero no le conocía.
No estamos muy lejos de esa experiencia. ¿Quién, en nuestra sociedad occidental, no conoce a Jesús? Incluso en otras sociedades alejadas de la nuestra, en este mundo globalizado e intercomunicado, ¿quién no conoce a Jesús? Ponemos su nombre a nuestros hijos, y es uno de los más populares en el registro civil; en su honor se realizan fiestas, celebraciones sociales, actos culturales, etc; su figura y su obra han inspirado páginas y páginas de literatura, han sido el motivo central de innumerables lienzos y de las más bellas melodías. Incluso a nuestra sociedad la llamamos “cristiana”. Pero... ¿se le conoce? No. Se puede hablar mucho de él y seguir desconociéndole. En una ocasión conocí a un anciano gitano, miembro de una congregación de la Iglesia de Filadelfia. No era un hombre de una gran cultura, más bien lo contrario, ni poseía un gran don para hablar; tenía otro tipo de sabiduría, mucho más verdadera y genuina que la académica. Tenía un puesto de venta ambulante en uno de los mercadillos al aire libre de mi ciudad, y en un lugar visible, tenía colocado un cuadro con el salmo 23. Le pregunté si era creyente y respondió que sí, y él, a su vez, me preguntó a mí si conocía a Jesús. Yo le contesté rápidamente que sí, desde mi niñez. Entonces, con una sonrisa, me dijo «me alegro mucho, pero ¿“le tratas”?» Esa es la pregunta clave ¿tenemos trato con Dios? Él sí quiere tener trato con nosotros, por eso viene hasta nosotros, se acerca a nuestro lado… aunque aún no le conozcamos.

Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo
Juan descubrió quién era su primo Jesús. Más allá del trato familiar, más allá de lo que otros le podían haber contado (su propia familia, su madre Isabel o Zacarías, su padre), Juan descubrió él mismo quién era ese Jesús del que había hablado a otros. Y le presenta como “el Cordero de Dios que quita el pe­cado del mundo” ¿Había sido una deducción propia?, ¿una frase aprendida? Juan nos responde:
« Juan también declaró: “He visto al Espíritu Santo bajar del cielo como una paloma, y reposar sobre él. Yo aún no sabía quién era él, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que el Espíritu baja y reposa, es el que bautiza con Espíritu Santo.’ Yo ya le he visto, y soy testigo de que es el Hijo de Dios.”» (v.32-34)
De nuevo podemos respirar tranquilos, porque es Dios mismo quien señala a Jesús como su Hijo, como el Mesías, el Cordero que quita el pecado del mundo.
Cuando oímos hablar del Cordero que quita el pecado, inevitablemente nos situamos en la escena del sacrificio en el templo. Y esa imagen nos lleva a ver a Jesús en la cruz. Jesús es el Cordero del sacrificio, inmolado por todos. Y no estaremos equivocados, pero cabe pensar ¿es el único camino posible para entender la imagen del Cordero de Dios? Podemos verlo bajo la luz que nos aporta la exhortación del apóstol Pablo:
«Por lo tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro verdadero culto. No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.» (Rm 12:1-2)
Pablo aprendió de Jesús que el sacrificio tiene el valor del compromiso de vida y que la entrega final (en el caso de Jesús, la cruz) ha de ser entendida como la culminación coherente del compromiso de vida mantenido hasta sus últimas consecuencias. El sacrificio de Jesús fue el de presentarse él mismo como cumplidor de la voluntad del Padre en un mundo alejado de Dios. Y se manifiesta en el Jesús que acoge a los niños, que sana a los leprosos, que da vista al ciego y resucita al hijo de la pobre viuda. El sacrificio de Cristo tiene lugar cuando se enfrenta al poder despótico de Herodes y al “pasotismo” de Poncio Pilatos; en la soledad de Getsemaní y paliando el hambre de los miles que habían acudido a escucharle. Es una entrega de vida para mostrar la cercanía de Dios.
Y ese sacrificio quita el pecado del mundo. No sólo porque actúa a modo de jabón (que también; y gracias a Dios por ello, por poder sentirnos limpios ante Él) sino principalmente porque rompe con la lejanía de Dios. El pecado es vivir “sin Dios y sin esperanza”, es vivir alejado de la “fuente de la vida”. Y Jesús, con su vida, con su sacrificio vivo, hace a Dios cercano y visible.

Y yo lo he visto y testifico que éste es el Hijo de Dios
Ahora todos nosotros estamos en disposición de aceptar nuestro llamamiento, de ofrecer nuestro sacrificio vivo. Porque, como Juan el Bautista, podemos decir «Yo también lo he visto, y testifico que Jesús es el Hijo de Dios» Reconocer en Jesús al Salvador es algo más que un cántico de Navidad; es aceptar que somos llamados a proclamar esa salvación para todos en un mundo que no quiere ser salvado. Y no contando con nuestras fuerzas, sino con las que se reciben del Espíritu del mismo Dios que se proclama. Las fuerzas que nos ayudan a testificar de lo que no comprendemos, ni conocemos totalmente, ni dominamos siquiera en una pequeña parte. Son las fuerzas que recibió María para poder responder «Aquí está la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra», o las del mismo Juan el Bautista para aceptar ser quien bautizara a su Señor.
Que sea así en nosotros por la acción del Espíritu Santo. Amén

David Manzanas, Alicante
alcpastor@iee-levante.org


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