Göttinger Predigten im Internet
hg. von U. Nembach

Predicación para el 2° Domingo de Pascua, Fecha: 3 de abril de 2005
Texto según LET serie A : Jn 20, 19 - 31 por René Krüger
(-> www.predigten.uni-goettingen.de)


Hermanas y hermanos en Cristo:

Miedo y encierro: ésta es también nuestra situación.

Todos sabemos que la euforia ligada a las cosas externas suele apagarse. La vida vuelve a lo “normal”. Eso pasa en todos los ámbitos. Así también nos sucede en la vida cristiana. Después de la más linda y emotiva celebración pascual que cada cual habrá vivido, vuelven a hacerse presentes las preguntas, los problemas, los sufrimientos, las angustias.

Y ahí tenemos a los discípulos de Jesús. E stán encerrados, con las puertas trancadas. El miedo los aísla. Temían la represalia de las autoridades porque eran seguidores de un condenado a muerte y ejecutado. Ahí en ese encierro no los iban a encontrar. Pero ellos tampoco pueden salir. El temor predomina sobre la esperanza y los paraliza totalmente. Con cuanta razón dice la Escritura que el temor se opone al amor (1 Jn 4,18).

¿Cuáles son las realidades que nos mantienen encerrados a nosotros? La lista es larga. Hay mucho temor en todo nuestro país. Temor a la violencia, a la inseguridad, al encierro, a la falta de salida como país. Hay millones de personas que temen perder su trabajo, no poder jubilarse, no poder costear su salud, no poder sobrevivir, no tener vivienda. Nuestros jóvenes tienen miedo porque no se vislumbra un buen futuro por ninguna parte. Ésta es la realidad del Viernes Santo: traición, mentiras, violencia, corrupción, odio, condena y muerte.

¡Cuántas angustias, cuánta desesperación, cuanta falta de luz! Realmente nuestra realidad es la de los discípulos: encerrados, inseguros, trancados por el miedo.

En esa situación se presenta el Resucitado.

Los discípulos ya habían escuchado el testimonio de María Magdalena, pero les faltaba una experiencia personal. Vivían totalmente sumidos en sus propios problemas.

El Señor resucitado vence esa traba que el temor de los discípulos había puesto. Rompe las barreras impuestas por el miedo para hacer realidad en medio de los suyos la certeza de su victoria sobre la muerte. Cumple su promesa y se hace presente (Jn 14,19; 16,22).

Jesús les anuncia una vez más su paz.

Era el saludo judío habitual, Shalom, pero en los labios de Jesús adquiere una nueva significación. No es un mero deseo, como para quedar bien o decir “Está todo bien”, cuando realmente nada está bien. El saludo de Jesús es una oferta. Su paz es un don. Expresa la reconciliación de Jesús con el mundo a través de la victoria sobre la muerte y el pecado.

La paz de Jesús aparece como una certeza que permite sobrellevar la adversidad sin perder la confianza en la presencia continua del Señor que vence al mundo. Por eso es una paz que el mundo no puede dar. En aquella época se hablaba mucho de la Pax augusta o Pax romana. Era la “paz” que había impuesto el imperio romano y que se mantenía a la fuerza mediante legiones fuertemente armadas, que garantizaban un sistema de dominación, tributos e impuestos que enriquecía a los poderosos de Roma y empobrecía a campesinos, artesanos, pequeños comerciantes y amas de casa en todo el imperio, sin hablar de los millones de esclavos que se torcían de dolor por la miseria espantosa que pasaban. La paz romana era la paz de la bota, la espada, el sometimiento y el cementerio. No era la paz de Dios.

En cambio, los profetas de Israel habían puesto en el Shalom todas las bendiciones del reino de Dios. Estas expectativas se habían realizado en los hechos redentores del Hijo encarnado de Dios, crucificado y resucitado para la salvación del mundo. Su Shalom en Pascua complementa ahora esa profunda frase en la cruz: “Todo se ha cumplido”.

Ahora puede extenderse una nueva paz. Nunca una palabra común como Paz estuvo tan llena de tanto significado como cuando Jesús la profirió en la tarde de aquella Pascua. No sorprende que Pablo incluya esa palabra junto con gracia en el saludo en sus epístolas.

El Resucitado transforma los encerramientos desde dentro. Se presenta, se revela, se acerca, se ofrece, se encuentra con nosotros en nuestra realidad cotidiana marcada por el miedo y la depresión. Él ofrece paz allí donde ésta no existe. La realidad más humana de todas es la del Viernes Santo; en cambio, la de la Pascua es una realidad divina.

La paz y las heridas forman una realidad inseparable.

Qué importante: el Resucitado se identifica mostrando sus heridas. Esa identificación clara del Resucitado con el Crucificado era extremamente importante para la Iglesia. Su Señor era un crucificado resucitado. El Mesías debía pasar de la cruz a la gloria. La gloria incluía ese paso por la profunda humillación de la cruz. No era una gloria etérea y desencarnada.

Esas terribles marcas eran el reflejo del pecado humano. Vinculados al saludo de paz, las heridas relacionan la muerte de Jesús con la superación del pecado. Lo nuevo que acontece no es una ilusión, sino la continuidad del ministerio de Jesús. El Resucitado no es un “alma en tránsito”, un fantasma, un invento o un tigre de papel. Es el mismo Jesús del ministerio terreno, de la encarnación y la historia. Es el Crucificado rehabilitado públicamente por Dios. Es el Jesús que se solidarizó con marginados, enfermos y pecadores; el Jesús que criticó a poderosos, egoístas y orgullosos, éstos que en vez de escuchar su llamado a la conversión, lo llevaron a la muerte. Las heridas son el testimonio de la oposición de Jesús al pecado.

También son las mismas manos que lavaron los pies de los discípulos tres días antes. Ahora ellos las contemplan heridas. También por su culpa y por la nuestra. Pero no hay reproche. Hay paz y perdón. Hay un nuevo comienzo. Hay una nueva oportunidad.

Las heridas son las de Cristo, no las nuestras. Él sufrió por todos; y ya nadie tiene derecho a exigir nuevos sufrimientos, a imponer cargas terribles, a justificar el dolor ajeno diciendo que es necesario. Como cuando para justificar algún sistema económico se dice que es necesario hacer un gran sacrificio para que en algún momento se pueda andar mejor. Mentira, porque los sacrificios hacen los de abajo, y son los poderosos los que siempre andan mejor. Basta de exigencias insoportables. Debe haber dignidad y libertad para todos.

Y Jesús los saluda por segunda vez con su paz.

El segundo saludo supera la situación original y encamina a la pequeña comunidad a algo realmente grande: al envío, al poder del Espíritu y al perdón de los pecados. ¡Qué transformación impresionante: un puñado de miedosos encerrados pasa a tener una misión universal!

La misión de Jesús se prolonga en la tarea que tienen que hacer sus seguidores y seguidoras. La boca, el corazón, las manos, los oídos, los pies, la mente de esos seguidores pasan a ser la boca, el corazón, las manos, los oídos, los pies, la mente de Jesús. La iglesia y cada uno de nosotros representamos a Jesús ante los demás. La iglesia es el cuerpo mismo de Jesús en esta tierra. ¡Qué responsabilidad inmensa y hermosa: ser Jesús para quienes nos rodean!

Para ello el Señor nos da su Espíritu Santo.

Así como Dios en la creación sopló su aliento para que el ser humano tuviera vida (Gen 2,7), Jesús sopla sobre sus discípulos el Espíritu de esta nueva creación para darle vida a esta comunidad. Vida en el origen de la humanidad – vida nueva en el origen de una nueva humanidad: eso no es una mera coincidencia, sino una realidad.

Hay muchas formas de experimentar esta fuerza que nos viene de Dios. Cada uno de nosotros puede experimentar el Pentecostés que Dios quiera darnos, y Él lo hace de distintas maneras. Sea como fuere, pero sin el Espíritu no hay iglesia, no hay vida cristiana, no hay misión.

Gracias al perdón de los pecados, la paz es posible.

El Espíritu les permite realizar a los discípulos la tarea del perdón que Jesús encarnó en su propia vida. El llamado a la fe no puede ser eficaz si no viene acompañado por la capacidad de liberar del dolor cotidiano y de las estructuras internalizadas del poder opresor. El dejar atrás el mundo de pecado es una decisión donde se juega la vida del ser humano. Hay quienes deciden permanecer en el pecado ya que no están dispuestos a reconocer su esclavitud de los mecanismos que los someten. Pero la oferta está ahí; y el perdón es gratuito.

En el contexto de la Pascua, el perdón de pecados se relaciona con la pacificación de la vida. Es un nuevo tiempo, una nueva oportunidad. Quien se siente reconciliado por Cristo también reconcilia en el mundo. La dimensión vertical de nuestra relación con el Señor – si queremos usar esta imagen – se traslada a la dimensión horizontal. Nuestra misión no es la transmisión de un poder egoísta, del ejercicio de dominio jerárquico sobre otras personas; sino que es un servicio de amor, paz y reconciliación. Es una tarea dura, porque va de contramano con todas las tendencias y con la sociedad misma; pero es la tarea que nos encarga el Señor. Ella es posible porque Cristo mismo toma la iniciativa de colocarse en medio nuestro. Con eso, transforma realidades. Nos transforma a nosotros y a través de nosotros quiere transformar a otras personas. Gracias a su presencia, la iglesia puede ser como un “espacio liberado” en medio de una sociedad sin paz, terriblemente violenta y egoísta, marginadora y excluyente. Gracias a él, podemos creer que la paz es posible. Ésta es mi profunda convicción y éste es mi deseo para todos ustedes.

Amén.

Prof. Dr. René Krüger
Rector del Instituto Universitario ISEDET
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