Göttinger Predigten im Internet
hg. von U. Nembach

Predicación para el 2° Domingo de Adviento, 4 de diciembre de 2005
Texto según LET serie B: Mc 1, 1-8, José Luis Avendaño

(-> A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


¿Anunciadores o anunciados?

I. La lucha por ser el primero:

Nuestra sociedad se caracteriza, cada vez más, por aquella desquiciada tendencia consistente en poner sobre cada uno de nosotros la pesada carga de tener que resultar siempre exitosos en cada una de nuestras empresas, actividades, disciplinas. Ciertamente, tal aspiración, que a la sazón resulta más bien en una condición sine qua non, si se pretende no quedar al margen del sistema, y de paso hallar la autogratificación propia y la legitimación de nuestros pares, adquiere actualmente componentes que rayan casi en una lucha encarnizada por la sobrevivencia. En efecto, en una sociedad cada vez más tecnificada como la nuestra, a la vez que delirantemente competitiva, los conocimientos que aprendimos ayer, tan sólo un poco tiempo atrás, debemos actualizarlos con urgente premura, si es que no queremos quedar al margen de la vida, pues la ultra especialización de los oficios y profesiones así lo demanda y requiere. Según las reglas de esta desquiciada carrera por el éxito impuestas por esta sociedad, lo que no es actualizado queda obsoleto, se envejece, no sirve, muere.

Si Ud., piensa que esta descripción tan alarmante de los hechos es sólo una estrategia retórica con el fin de captar la atención del lector, piense, por ejemplo, en las veces que ha sabido de algún familiar, un amigo, simplemente un conocido, incluso Ud., mismo, que en el intento de encontrar empleo se ha hallado en la penosa situación de que las exigencias de la empresa, del empleador, para la obtención de aquel puesto solicitado, son de tan altas demandas que ha tenido que presenciar con gran frustración y decepción cómo el apetecido empleo se lo ha adjudicado, un supuesto competidor más calificado. Y es así, entonces, que observamos desfilar por la vida toda una procesión de títulos, cargos, grados, etc., cuya posesión, se nos dice, nos han de garantizar el prestigio, el éxito, la seguridad en esta sociedad. Pues bien, si tras aquel finalmente, obtenido “éxito”, reparamos en que a éste le ha precedido toda aquella frenética carrera de sacrificios, afanes, esfuerzos, etc., es de comprender, entonces, que nadie quiera compartir el logro conseguido con otra persona, con alguien que pueda eclipsar el mérito de su propia gestión, ¡ni hablar de quedar en un segundo sitial después de tanto esfuerzo comprometido!, lo único que cuenta es ser el primero y nada más. ¿Qué reacción podría provocar entonces la inusitada idea de realizar un trabajo gratis, casi anónimo, para otra persona, de modo que sea ésta la que finalmente reciba los beneficios de nuestro esfuerzo y el foco de toda la atención de los demás? Sencillamente, la sola sugerencia de una idea tal, provocaría el más enérgico de los rechazos, simplemente, la locura misma.

II. Juan, el anunciador

Sin embargo, en nuestro texto para hoy, le corresponde precisamente a Juan realizar aquella particular tarea que a los ojos de nuestra sociedad tan individualista y competitiva no resulta más que en locura, estupidez, un esfuerzo vano, a saber: Esforzarse con tanto esmero en un trabajo para que finalmente otro sea el que reciba los beneficios de nuestra labor, convertirse en un persona cuya función lisa y llanamente estribe en anunciar el advenimiento de una figura superior, y luego de aquello quedarse tras bambalinas, puesto que todo el foco de la atención ha de centrarse ya en el anunciado y no en el anunciador. ¿Locura? ¿Estupidez? Sí, si ajustamos nuestra conducta y pensamiento a las reglas que imperan en nuestro actual y desquiciado sistema. No, si nuestro modo de ser y actuar ha de regirse por aquella nueva existencia y visión de la vida a la que nos sitúa el evangelio. Y es que la dinámica del evangelio no se condice con la lógica del sistema del mundo. Para aquella, sólo el que se humilla será enaltecido, para ésta, es enaltecido sólo aquel que nunca se humilla. Para aquella, para tener hay que entregarlo todo, para ésta, para tener nunca se debe entregar nada. Para aquella, el que quiera ser el primero, deberá ser antes el servidor de todos, para ésta, el quiera ser el primero, nunca deberá servir a los demás, sino tan sólo servirse a sí mismo.

III. ¿Anunciadores o anunciados?

Y, sin embargo, no cabe duda de que la lógica de este sistema actual, amenaza extender sus desquiciados tentáculos aun dentro de la propia Iglesia, cuya dinámica, se ha de esperar, funciona con otras directrices, con otras pautas valóricas de ser y actuar, esto es, de acuerdo a la dinámica del evangelio del reino y no con la lógica deshumanizante de esta sociedad actual. Con cuánta frecuencia como pastores, líderes, maestros, etc., nos seduce el aplauso, nos cautiva el que se nos reconozcan nuestros títulos, trayectoria. En otras palabras, qué gran tentación resulta, en vez de convertirnos en el anunciador de aquel que es el Mayor, de modo que toda nuestra vida, palabras y acciones lo proclame a él, transformarnos más bien nosotros mismos en el anunciado, sobre quienes se dirija la preocupación y atención de los demás. Juan, en cambio, asume con plena decisión su función de portavoz y heraldo, pues en ello reside su alegría al tiempo que su propósito y encargo: “Tras de mí viene uno más fuerte que yo, ante quien no soy digno para postrarme para desatar la correa de sus sandalias. (Mc 1, 8).

Pudiera parecer, a primera vista, para nosotros, hombres y mujeres de Iglesia, un cometido tan placentero a la vez que básicamente natural, constituirnos en heraldos de Cristo, portavoces de su mensaje para este mundo tan deshumanizado y confundido. Es más, entrando ya en esta nueva sección del año litúrgico, como es adviento, sin duda no habrán de faltar alusiones, lecturas bíblicas, cánticos y sermones que nos recuerden aquello, y de las que participaremos con toda seguridad gustosamente. Y, sin embargo, más allá de los alcances litúrgicos, el compromiso temático de la festividad, etc., todos bien sabemos, cuántas cosas eclesiásticas y culturales, incluso, íntimas, propias, se confabulan para frustrar el propósito de convertirnos en heraldos y portavoces que con nuestra vida toda testifiquemos y anunciemos de Jesucristo y su evangelio: Una Iglesia que, muchas veces, ha confundido el testimonio de Jesús y la proclamación de su mensaje con el activismo eclesiástico, con el anunciar una liberación y salvación hacia fuera, “las grandes causas sociales”, aun cuando en lo íntimo, en lo propio, reine la decidida y el compromiso sólo en tanto se nos ve y reconoce. Una cultura en las que los discursos salvíficos y redentores, sean estos políticos, económicos, etc., han perdido ya toda su consistencia y credibilidad, por cuanto evidencian aquella profunda desintegración entre, por decirlo así, la profecía y su cumplimiento, el slogans y su aplicabilidad.

Pues bien, y en lo que respecta a nosotros mismos, y haciéndonos cargo también de aquella profunda zanja entre el discurso y su aplicabilidad, ¿no es cierto que, más allá de lo que digamos, prediquemos y sepamos, cuán difícil nos resulta anunciar a Jesús y su evangelio en lo más práctico de nuestra vida, que en el fondo constituye la esencia de la vida cristiana? Me refiero a aquel anuncio de Jesús y su evangelio que ofrecemos más allá de las actividades eclesiásticas, del púlpito, de la liturgia, de nuestro rol visible como pastores, líderes, profesores, etc., y que tiene que ver precisamente con el anuncio vivencial de que efectivamente Jesús es nuestro Señor, tanto en lo público como lo privado, en el momento de tomar las decisiones pequeñas y grandes de la vida, en el modo de relacionarnos con los demás. Por último, ¿y qué decir de adviento? ¿Anunciadores o anunciados? Quizá antes de responder a aquello habría que pensar detenidamente cuánta relación tiene en nuestra vida las palabras de Juan: “Yo os bautizo con agua, pero El os bautizará en el Espíritu Santo” (Mc 1, 8).

José Luis Avendaño
jlam_85@hotmail.com
Viña del Mar, Chile


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