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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

6º Domingo después de Epifanía, 11.02.2007

Sermón sobre Lucas 6:17-26, por David Manzanas

Permitidme que comience mi reflexión de hoy con una historia. Sucedió en un Hospital, en la sala de descanso del personal sanitario del Servicio de Urgencias, dónde se desarrolla una conversación entre un joven Diplomado en Enfermería y un cardiólogo, Jefe del Departamento de Medicina Intensiva. Los Jefes de Departamento no hacían guardias, eso les correspondía a los Residentes o a los Médicos Adjuntos. Y todos se preguntaban la razón por la que aquel ?bata blanca? pasaba dos noches a la semana en el Servicio de Urgencias.

Las primeras horas de la noche siempre son frenéticas, como si la llegada de la noche invocara los dolores ocultos en unos, y en otros la oscuridad fuera acompañada del convencimiento de que con el final del día también legaría su propio final. Pero entre las 3 y las 4 de la madrugada parecía que se hacía la calma, y, las llegadas al Servicio se espaciaban y, a veces, desaparecían hasta el amanecer. Entonces, en esas dos o tres horas de relativa calma, el personal de enfermería y los médicos podían descansar del ajetreo de las horas anteriores. Nuestra historia ocurre en uno de esos momentos de calma, cuando quedaron solos, en la sala de descanso, un médico y el enfermero que, minutos antes, habían luchado, con éxito, por sacar adelante un caso de parada cardiaca. En la soledad de la sala, quizás llevados por el cansancio y la tensión acumulados, se estableció una corriente de ?confidencia?, y poco a poco la conversación fue entrando en temas cada vez más transcendentes e íntimos. Al poco tiempo aquél médico, de unos 45 años de edad, con lágrimas en los ojos, comenzó a decir: «¿Que he hecho de mi vida?» Y ante el sorprendido enfermero, inició el relato de su vida. Había estudiado con las mejores notas, con gran sacrificio de tiempo y una absoluta dedicación. Ahora recordaba con añoranza aquellas amistades que nunca pudo profundizar, porque para él, en aquellos momentos, eran más importante sus estudios que las personas que le rodeaban. Al término de sus estudios volvió a su ciudad, Alicante, y se casó con su novia de siempre, a la que casi nunca pudo ver mientras estudiaba. Y entró a trabajar en el Hospital General de la ciudad. Destacó como un cirujano hábil e intuitivo, y pronto pudo entrar a colaborar con otros médicos en sus clínicas privadas. Eso le supuso trabajar por las mañanas y por las tardes, hasta bien entrada la noche, por lo que a penas si podía ver a su joven esposa más que unos breves instantes mientras cenaba y antes de irse a la cama a descansar del agotador día entre el Hospital y la clínica privada. Pronto pudo comprarse una casa en la playa, pero casi no iba, ya que cuando o tenía guardia en el Hospital General, la tenía en la Clínica, de la que ya era socio. Tuvo su primer hijo, nunca le cambió los pañales, ni le baño, no estaba en casa; y casi sin darse cuenta le nació el segundo hijo, con el que repitió la misma historia: no tenía tiempo, no estaba en casa. Su mujer comenzó a recriminarle la falta de atención, pero él siempre contestaba lo mismo: «se trata de una situación provisional, cuando esté su posición en la sociedad de la Clínica esté consolidada y sea nombrado Jefe de Departamento del Hospital todo cambiará y tendrá tiempo para ella y los niños.» El tiempo pasó, y a la casa de la playa, para las vacaciones de verano, siguió una segunda casa en la montaña, para esquiar los fines de semana del invierno. Pero él nunca podía acompañar a su familia, ya que siempre había una urgencia en el Hospital, el la Clínica o en su recién abierta consulta en la ciudad. Había alcanzado todo lo que siempre soñó: un puesto de reconocimiento, ser Jefe de Departamento y socio principal de la Clínica, que la gente le admirase y envidiara su posición. Había llegado, ahora podría descansar del largo camino, compartir con su esposa sus logros, ser ejemplo vivo para sus hijos.

Y entonces se dio cuenta. Poco a poco las recriminaciones de su esposa se habían ido espaciando, hasta que ya nunca le pedía que le acompañara los fines de semana; y sus conversaciones telefónicas eran en secreto, siempre se levantaba y, con el pretexto de no oír bien, se marchaba a otra sala; sus hijos nunca le contaban nada, y que habían hecho su vida al margen del padre. En pocos meses sus dos hijos se marcharon de casa, y casi al mismo tiempo su esposa le comunicó que también se iba, con aquella persona con la que hablaba por teléfono en secreto. Ella fue honesta, no le pidió pensión, ni la casa de la playa ni la de la montaña, sólo que siguiera ocupándose de los estudios de sus hijos. Se fue sin nada, pues nada necesitaba para ser feliz con la persona que amaba. En menos de un año desde que alcanzó sus sueños había perdido a su mujer y a sus hijos. Ahora tenía una gran casa? vacía; dos casas de vacaciones? que ya no temía ilusión en usar; y un tiempo que no podía compartir con nadie. Por eso había vuelto a hacer guardias por la noche, para huir de la soledad de su casa y del vacío que sentía. Podía recuperar la vida de un corazón enfermo, pero no podía curar las heridas de su propio corazón. Tenía riquezas, pero era la persona más miserable de todos, porque no había nadie con quién compartirlas; tenía grandes manjares en su despensa, pero su hambre nada conseguía calmarla. Y así, en aquella solitaria sala de descanso, el eminente médico, el admirado y envidiado por todos, siguió llorando y preguntándose «¿Que he hecho de mi vida?»

El joven enfermero, haciendo un esfuerzo por vencer la distancia impuesta por la jerarquía y la edad, se acercó al médico. No pudo hablar, únicamente abrazarle y ofrecerle un hombro que enjuagara sus lágrimas. Tímidamente, el enfermero comenzó a musitar unas palabras; palabras que al principio eran ininteligibles para el médico, pero que lentamente fueron abriéndose hueco en medio de su dolor y su llanto. Entonces comenzó a entender lo que aquel joven le decía: «Felices los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece. Felices los hambrientos, porque serán saciados. Felices los que lloran, porque encontrarán consuelo»

En aquel momento, el médico comprendió; en el interior de su vacío encontró la respuesta a su pregunta. Y fue tan doloroso que ni siquiera pudo gritar. Solo caer de rodillas y llorar, como nunca antes había llorado. Lloró por su vida desperdiciada, por su confianza en el reconocimiento de los demás, por su mujer perdida, por sus hijos que no conocía, por él mismo? Pero con el llanto se fue abriendo una pequeña luz.

El enfermero salió despacio de aquella sala. Cerró la puerta y colgó un cartel: NO ENTRAR. CORAZÓN RECUPERÁNDOSE.

David Manzanas
Pastor en Alicante y Valencia (España)
E-Mail: alcpastor@iee-levante.org

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