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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

11º Domingo después de Pentecostés, 12.08.2007

Sermón sobre Lucas 12:13 - 21, por David Manzanas

 

Todos nosotros vemos la TV, aunque sea de manera esporádica y muy selectiva. Y, a través de ella, nos llega la publicidad, seguramente el vehículo de educación más eficaz en estos momentos. ¿He dicho educación?  Perdón, quería decir "acomodación". O quizás debería mantener "educación". Si, educación, porque, mal que nos pese, también hay una mala educación, pero educación al fin y al cabo. Por medio de los anuncios publicitarios se nos quiere modelar para que encajemos en la sociedad de lo "normal", se aportan criterios y enfoques para que vivamos una vida de "normalidad", se establecen escalas de valores para que sepamos cuales son las verdaderas prioridades de un mundo "normal", y así, perfectamente encajados y modelados, sin desentonar más que lo justo para brindar un leve toque de contraste, podamos vivir de manera "normal". ¿Y qué es lo "normal"? Pues, sencillamente, vivir y pensar según las normas y criterios que, por medio de la publicidad entre otros, se nos están inculcando; las normas de este mundo en el que prima la utilidad sobre lo que es conveniente y adecuado, el aspecto sobre los valores, lo artificial sobre lo genuino. Donde se miden las cosas por su precio y no por su valor, un mundo en el que se cumple el viejo refrán "tanto tienes, tanto vales". Un mundo en el que la autosatisfacción está por encima de las relaciones personales, y estas tienen el valor de una noche. En el que los conceptos de verdad y mentira de definen en función del provecho que puedan aportar. Un mundo donde los derechos están disociados de las responsabilidades. Un mundo donde el pasado es "historia", el futuro una quimera y  lo inmediato es lo único verdadero. Ese es el  mundo, el modelo de vida, que se nos presenta y se nos impone, y que, para ser ciudadanos "normales",  debemos considerar "normal".

No os causará ninguna sorpresa si digo que Jesús no era "normal", que no encajaba en una sociedad en la que las normas eran más importantes que las personas, en la que apedreaban a la adultera y admiraban al que adulteró con ella, en la que los privilegios no eran para servir sino para servirse, en la que la práctica de la piedad tenía como objetivo alcanzar fama y buen nombre. No, definitivamente, Jesús no era considerado como "normal"; no lo era en su tiempo, y tampoco lo sería ahora.

El texto de hoy nos relata uno de esos momentos en los que Jesús se desmarca absolutamente de lo que la gente consideraba normal. Efectivamente, era normal que los litigios entre hermanos fueran sometidos a la consideración de los rabinos y que fueran ellos los que, a modo de jueces conciliadores, restablecieran el equilibrio. También era normal, y sigue siéndolo hoy, que por motivos de herencias las relaciones familiares se vieran amenazadas o rotas. Así que un rabino "normal" habría aceptado el caso, incluso es posible que se sintiera halagado al ver en qué alta estima tenían sus juicios y criterios. Pero Jesús no es así. En lugar de limitarse a aplacar la fiebre, quiere sacar a la luz la enfermedad que la provoca, así que en lugar de decidir qué hay que hacer con la herencia de marras, pone de manifiesto su distancia con quienes permiten que las posesiones se interpongan entre las personas (hago notar el tono distante, casi de malestar, que usa Jesús al dirigirse a quien le hace la petición de juicio con el término "hombre"). Posiblemente, un rabino "normal" habría entrado en las consideraciones del caso y luego, entristecido, se limitara a comentar con sus discípulos más allegados lo mal que está el mundo ante la evidencia de que el egoísmo y la avaricia rompan la fraternidad de dos hermanos. Pero ya dijimos antes que Jesús no es un rabino al uso. Él no pone paños húmedos en las heridas: directamente las sana, y ante la petición de repartir las posesiones llama a la consideración del auténtico valor de la vida, que no está en las posesiones, sino en las relaciones.

Y es en este instante cuando, según Lucas, Jesús les relata una parábola. Siempre hay que tener cuidado con las parábolas, y especialmente con las de Jesús. Una parábola, por lo general, no es una composición literaria amable, destinada a transmitir una enseñanza de manera suave y sin querer molestar. Las parábolas, por lo general, y especialmente las de Jesús, buscan un juicio por parte del oyente, invitan al receptor a juzgar la historia que se le ha contado y, de ese juicio, obtener la enseñanza encerrada en el relato. Un ejemplo muy claro lo tenemos en la parábola que Natán le relata al Rey David tras la muerte provocada de Urías y su boda con Betsabé (cf 2Samuel 12:1-13), todo el relato estaba destinado a provocar la ira de David por la conducta del hombre rico y, así, destapar el propio pecado del rey y su confesión y arrepentimiento. Lo mismo hace Jesús. Les cuenta la historia de un hombre que teniéndolo todo ansiaba mucho más. Un hombre que no se conformaba con lo que tenía (que, por otra parte, ya era mucho, pues lo define al principio del relato como un hombre rico) y buscaba tener mucho más. Y para ello se prepara, y pone todo su empeño, esfuerzo, tiempo y dedicación. Ha hecho de sus posesiones la meta de su vida. Un hombre normal, que, salvando las posibles distancias, podía ser cualquiera de los oyentes.  Y he aquí que, cuando ya alcanza lo que quería (o al menos hasta ese momento), muere y no puede disfrutar de lo que había ganado. Para evitar que los oyentes caigan en la tentación de mirar con lástima al rico difunto y atribuir a la mala fortuna su muerte fortuita, la parábola incluye ya un juicio condenatorio a la actitud del hombre rico (v. 20-21), con lo que provoca que los oyentes se solidaricen con el juicio emitido: efectivamente hay que ser necio para dedicarse únicamente a trabajar descuidando todo lo demás. Bien, pues no vayas tú a caer en lo mismo. Cambia tu manera de ver, comprender y vivir para no ser tan estúpido como el hombre de la parábola. Y cuéntale esta misma parábola a las personas normales que creen que podrán alcanzar la felicidad cuando tengan la casa de sus sueños; o a los que confían su prestigio a la imagen que proyectan con la marca de su coche  o de su traje de confección. O cambia la parábola (lo puedes hacer si miedo a ofender a Dios, es más, deberíamos hacerlo más a menudo)  y adáptala a tu tiempo y necesidad. Hoy, yo se la contaría de esta manera a una niña de quince años que ha pedido, como premio de fin de curso, unos implantes de pecho:

«Había una mujer muy bella, tanto que era imposible pasar a su lado sin seguirla con la mirada. Pero ella no lo sentía así, pensaba que aún podía mejorar si eliminara esa pequeña arruga de la cintura (los años no pasan en balde). Y también debería retocarse los párpados, de manera que sus ojos fueran un poco más grandes, destacando así su color azul intenso. Y esa mujer bella buscó al mejor de los cirujanos plásticos de su país, y se sometió a una serie de complicadas operaciones. Cuando finalizaron, la mujer bella se dijo a sí misma: "Ahora sí eres bella de verdad, ahora sí podrás permitir que otros te admiren y te halaguen" Pero Dios le dijo: "Mujer necia, hoy vas a morir, ¿quién admirará ahora la perfección de tu cintura o el color azul intenso de tus ojos?" Así les ocurre a los que buscan la perfección para sí mismos y olvidan de su relación con los demás y con Dios.»

¿Cómo se la podríamos contar a ese joven que piensa que la felicidad se encuentra saltando de cama en cama y de historia en historia? ¿O a quien siente que para ser verdaderamente feliz y tener éxito hay que ser el nº 1 de la promoción? ¿O para los que piensan que la prosperidad de la humanidad justifica la destrucción controlada de la naturaleza? ¿Cómo se la contaríamos a esas personas normales que ven la TV?

Que el Señor nos ayude a combatir tanta "normalidad" según las normas de este mundo y abra nuestros ojos a su oferta de felicidad. Amén

 

 



Pastor David Manzanas
IEE en Alicante y Valencia
E-Mail: alcpastor@ieelevante.org

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