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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

Sábado Santo, 31.03.2013

Sermón sobre Lucas 23:50-56, por Cristina Inogés Sanz



Según el derecho romano un ajusticiado perdía todo derecho a recibir sepultura según la tradición.

El derecho judío, por el contrario, no consiente que un ajusticiado se quede sin recibir sepultura según Dt 21, 22s. Eso sí, no puede ser sepultado acompañado del protocolo oficial: se prohíbe la lamentación fúnebre y la sepultura debe estar en un terreno especial, lejos de los justos.

Un hombre bueno y justo, José, natural de la ciudad de Arimatea, se hace cargo del cuerpo de Jesús. Es necesario el permiso de las autoridades romanas para dar sepultura a un ajusticiado. José se enfrenta a dos dificultades: no es pariente de Jesús y Jesús ha sido condenado por un delito de lesa majestad. Complicada situación.

Pese a las dificultades jurídicas Jesús recibe sepultura, una digna sepultura. Una sepultura en la que todavía nadie había sido puesto. El sepelio confirma, sin duda alguna, que Jesús está muerto. El sepulcro es fin y comienzo, monumento de la muerte y de la resurrección, de la humillación y de la exaltación.

Cuando el cuerpo es depositado en el sepulcro ya se anuncia el sábado. No hay tiempo para más. El proceso para embalsamarlo debe esperar a las primeras horas del domingo. El sábado Jerusalén descansa, Jesús descansa en el sepulcro y en las manos del Padre, las mujeres descansan. El dolor no.

El séptimo día de una semana intensa, Jesús descansa. El séptimo día de la intensa semana de la creación, Dios descansó (Gn 2,2).

Se abre un paréntesis, un antes y un después. Lo nuevo está a punto de empezar. ¿Quién lo sabe? Este sábado es un día de ausencia. Entre la muerte del viernes y la resurrección del domingo no nos queda más que detenernos en el sepulcro. No es tanto un tiempo cronológico como tres fases de un mismo acontecimiento, de un mismo misterio, el misterio de la Pascua.

La soledad del sábado, la soledad en la esperanza

No vamos a entrar en la aterradora soledad del hombre contemporáneo. Esa soledad que, paradójicamente, le hace sentirse menos solo cuando está realmente solo.

Lo importante es aprender a no perder la esperanza. Da la sensación que soledad y esperanza no hacen buen equipo. Y puede ser verdad, pero sólo puede.

El sábado santo puede ser percibido como el día de la gran pérdida. El viernes todavía contemplábamos a Jesús en la cruz. El sábado ya no. La gran losa del sepulcro oculta todo. ¿Nos estamos acostumbrando a vivir en un ‘sábado santo' permanente que nos lleva a creer que Cristo ha muerto de verdad y para siempre? ¿Acaso sólo percibimos el silencio de Dios, su ausencia? Porque la muerte es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan profunda que el  amor no tiene acceso a ella, es el infierno. Esto nos hace tener miedo, miedo de verdad.

Pero Cristo no ha muerto. Su descenso a los infiernos es para nosotros la garantía de que en nuestra muerte el Amor estará con nosotros, que no estaremos solos. Desde que el amor está presente en la realidad de la muerte, existe la vida en medio de  la muerte.

Tal vez, sin mala intención, pero a fuerza de costumbre, proyectamos sobre el sábado santo la imagen de la cruz vacía como si ésta representara el fin de todo.

No es así. Sería bueno redescubrir que los primeros cristianos oraban vueltos hacia oriente simbolizando que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia. Y ahora, más que nunca, cuando tanta soledad nos rodea, deberíamos recuperar con fuerza la certeza de que no estamos solos. La soledad del sábado es la soledad de y en la esperanza.

No me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (Sal 15). Ni siquiera la muerte romperá esa estrecha relación amorosa entre Dios y nosotros.

¡Que no estamos solos! ¡Que Dios no nos ha abandonado! ¡Que el rocío de Dios nos empapa! Porque [...] Rocío de luz es tu rocío, que harás caer sobre la tierra de las sombras (Is 26, 19).

El sábado santo es un gran día. Es el día de la esperanza silenciosa. Esperanza que llega como el rocío de la mañana, que nadie lo oye durante la noche pero al amanecer nos deslumbra con su belleza.

Estamos a la espera de tocar y ser tocados por el Rocío. Rocío transformador que hará de nosotros rocío para los demás, portadores de la esperanza siempre fresca. Esperanza a la que daremos forma diversa según las necesidades de cada uno.

Feliz Pascua.




 



Pa. Cristina Inogés Sanz
Zaragoza (España)
E-Mail: crisinog@telefonica.net

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