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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

21° Domingo después de Pentecostés, 13.10.2013

Sermón sobre Lucas 17:11-19, por Marcelo Mondini

La fe como camino de seguimiento al Caminante

El texto del Evangelio de Lucas nos presenta a Jesús en su viaje a Jerusalén. Lo que para otros evangelistas tomó solo algunos días, para Lucas es un evento de gran importancia que arranca por el capítulo 10 del evangelio, hasta llegar a su conclusión final en los textos de la pasión, muerte, resurrección y ascensión. Es un recorrido de norte a sur, partiendo de su tierra familiar, Galilea, hasta llegar a Judea, su destino final.

A lo largo de todo este trayecto, el Caminante visita pueblos y aldeas, haciendo y diciendo, ambas cosas con total armonía y coherencia. Y seguramente estas enseñanzas tan oportunas, junto con sus hechos reconocidos por todos, hicieron que su fama trascienda más allá de su lugar de origen, y lo vaya precediendo, como anticipando no solo el recorrido que iba a realizar, sino también la misión que había de cumplir.

Por esto es que no nos debería sorprender que su fama hubiera llegado tan lejos, en este caso hasta un grupo de enfermos, más precisamente diez hombres enfermos de lepra, quienes vivían aislados por tener en su propia piel, tejidos y miembros las espantosas señales del flagelo, considerada tal vez la peor enfermedad de la época. Sus vidas transcurrían en algún tipo de colonia en tierras limítrofes de los territorios de Galilea y Samaria, donde su condición de enfermos contagiosos imponía distancia física del resto de la población considerada sana. Y esa misma condición los hacía despreciables, al ser considerados no solo impuros según la ley mosaica sino que también eran etiquetados como pecadores por toda la sociedad. De acuerdo con el pensamiento de la época, los vecinos estarían comentando que algún pecado, cometido por ellos o por sus antecesores, los hacían sujetos de tan desdichada situación. Por esto, además del dolor físico de cargar con una enfermedad que iba deformando sus cuerpos día a día, debían cargar con un dolor mayor, originado en el desprecio y el aislamiento.

A pesar de la situación de soledad en la que vivían, estos diez hombres conocían quién era este caminante que llegaba a la aldea. Sabían cómo se llamaba y que era un maestro, y seguramente también sabían qué cosa era capaz de hacer. Es difícil establecer con algún tipo de precisión cuál era la fuente de ese conocimiento, pero tal vez antes de estar enfermos ya habrían visto a Jesús, habían escuchado sus palabras, o tal vez su fama habría pasado de boca en boca, como esas noticias que son imposibles de detener, y así había llegado este conocimiento hasta ellos. Pero estos diez enfermos también sabían quiénes eran ellos, y cuál era el comportamiento al que debían atenerse. Porque para su condición, ampliamente conocida en la antigüedad, había normas claras: no se podían acercar a una persona sana, sino que se debían mantener suficientemente lejos, y aún en una ubicación donde el viento que pase por sus cuerpos no llegue a la persona sana. Y como en algunos casos la enfermedad podía desaparecer, y el enfermo de lepra podía llegar a curarse, también sabían cuál era el procedimiento ritual por el cual una persona era nuevamente recibida en la sociedad. En estos casos, debían presentarse ante el sacerdote del templo quien era el encargado de dar el veredicto de sanidad, lo que hacía limpia nuevamente a la persona para volver a estar en comunión con el resto del pueblo.

Por todo esto, ellos guardaban una distancia prudencial de toda la población sana. Y esta distancia, que también los separaba de Jesús, hizo necesario que tuvieran que alzar la voz, llegando a gritar para ser escuchados. Es que ellos confiaban en que ese Caminante tendría con ellos algo que las demás personas de la aldea, y hasta de sus mismas familias, no tenían: misericordia. Esto era simplemente lo que ellos pedían, que Jesús exteriorice su compasión por ellos, que se acerque en el sentimiento hasta sus padecimientos, hasta el mal que hacía sufrir no solo sus cuerpos sino todo su ser. Pedían esto, porque seguramente también sabían que la misericordia de Jesús haría posible que la salud sea recobrada, lo que para ellos significaba pasar de la muerte social, familiar, religiosa en la que estaban inmersos, a la posibilidad de una vida plena.

La respuesta de Jesús a los gritos de estos diez no tardó en llegar. Como tantas otras veces, el Caminante detiene su andar, mira la necesidad particular de cada persona, y actúa. Ya lo había hecho con la mujer que tocó su manto, con la multitud hambrienta que es alimentada, con el muchacho atormentado, que también es curado de sus ataques. Y la confianza que despertaron las palabras del Maestro también se hizo presente, lo que llevó a que estos diez leprosos también actuaran. Porque inmediatamente después de escuchar que el Maestro los enviaba a presentarse ante los sacerdotes, los diez iniciaron su camino. Ellos sabían lo que significaba este rito de presentación en el templo, porque sabían muy bien que esto era sinónimo de estar sanos de la enfermedad.

Así, al ir de camino, se dieron cuenta que sus cuerpos habían cambiado, que ya no eran los mismos. Que esa apariencia que los identificaba y separaba del resto había cambiado, y que si la enfermedad se asociaba con la suciedad, ahora estaban limpios. Habían sido limpiados a través de la palabra de Jesús.

Y el relato de los diez enfermos termina así. De ahora en más, la narración se enfoca en uno solo de ellos, ese que era diferente a los demás, aquel extranjero de Samaria. Este, al igual que los nueve restantes, también se da cuenta que está sano, pero en lugar de ir hacia el templo, hacia el rito, hacia la religión oficial, reconoce que el causante de la recuperación de su salud es Jesús, y regresa para agradecerle por el cambio en su vida. Reconoce que Dios actúa en la vida de las personas a través de la obra de Jesús. Y esto hace que él alabe a Dios también en alta voz, con lo que seguramente toda la gente de la aldea que lo había conocido estando enfermo, ahora también puede enterarse que la palabra de Jesús le ha devuelto la salud. Así, este hombre samaritano, ahora sano, regresa sobre sus pasos para alabar, reconocer y agradecer el amor y la misericordia de Dios en su vida, y al hacerlo de esta manera también  hace una confesión personal sobre Jesús.

En medio de ese cuadro se escuchan nuevamente las palabras de Jesús, mientras el hombre sanado está inclinado hasta el suelo delante de él. Son varias preguntas, que dejan totalmente en claro la situación: ¿no eran diez los enfermos?; ¿dónde están los otros nueve?; ¿únicamente este extranjero ha vuelto para alabar a Dios? Finalmente, Jesús invita al hombre a levantarse del suelo, y le dice unas nuevas palabras, que esta vez no confirman solamente la recuperación de la salud de su cuerpo, sino que van aún más allá y están orientadas a restaurar en forma integral a toda la persona: tu fe te ha salvado. De esta manera concluye el relato, con este samaritano saliendo de escena con su cuerpo sanado y su vida restaurada.

Indudablemente, el texto del evangelio nos muestra fundamentalmente el poder de Dios manifestado en Jesucristo, su forma de actuar y los efectos notables en la vida del ser humano. Pero también nos habla acerca de la esencia de la fe, una fe que puede asociarse con un camino de seguimiento al Caminante, en tanto respuesta humana a la asombrosa gracia de Dios, que viene al encuentro de la necesidad humana.

Al hacer un nuevo recorrido por el relato, ahora teniendo en cuenta las claves que nos permitan enfocar en el tema de la fe, encontramos que inicialmente esta fe parte de un conocer. Los diez leprosos conocían a Jesús, sabían de él, de lo que era capaz de hacer. Este conocimiento que nace en forma incipiente como brotando de una pequeña semilla, es a su vez un regalo que Dios mismo nos da, ya que él se nos ha dado a conocer en Jesucristo. En segundo lugar, fe significa confiar. Los diez enfermos confían en que Jesús puede cambiarles la vida, y después confían en su palabra, por lo que van en dirección al templo donde se verificaría su sanidad. Y finalmente, para este samaritano ya sano, fe es contar a los demás lo que Dios hizo en su vida: es confesar que solamente por Jesús es posible que la vida cambie. Y él no necesitó del rito ni de la religión oficial para confirmar la restauración de su vida, sino que reconoció en la misericordia de Jesús el gran amor y poder de Dios.

Finalmente, en nuestra actualidad la lepra ya no es la enfermedad estigmática por excelencia como lo fuera en la antigüedad. Pero nuestras necesidades de salud física y de restauración integral de nuestras vidas, que concebimos como salvación, se hacen totalmente presentes y necesarias. Los males de nuestra sociedad actual, marcada por el individualismo y los valores económicos como ejes de la vida, nos llevan día a día a situaciones de aislamiento y separación creciente, y hasta a la degradación de nuestros cuerpos con enfermedades producto de nuestros mismos hábitos, como el sedentarismo y el consumismo. Y en medio de nuestra necesidad, el Evangelio nos ilumina y nos ayuda a entender que solo el poder de Dios, expresado a través de Jesucristo, es quien puede cambiar la vida.

Nuestra oración hoy es que nuestro buen Dios nos guíe e ilumine a poder conocer más a Jesucristo cada día, confiar en su poder, y confesar nuestra fe a todos los que nos rodean. Oramos para que en el camino de la vida podamos seguir al Caminante. Sabemos que Él nos escucha y su misericordia está siempre presente para traernos salud y salvación. Amén. 



Lic. Marcelo Mondini
Buenos Aires
E-Mail: marcelo.mondini@hotmail.com

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