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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

23º Domingo de Pentecostés , 27.10.2013

La arrogancia y la humildad ante Dios
Sermón sobre Lucas 18:9-18, por Héctor Diomede

La oración es el diálogo sereno y profundo que establecemos con Dios, sin perder de vista nuestra condición de pecadores. La oración puede ser personal o comunitaria, verbalizada o silenciosa, improvisada o leída. Es siempre una comunicación que establecemos con Dios Padre en el nombre de Jesucristo nuestro único mediador.

Lucas presenta dos parábolas seguidas sobre la oración, antes que esta se detuvo a contarnos sobre la Viuda y el Juez Injusto y ahora la del Fariseo y el Publicano.

Los que por la gracia de Dios hemos estado desde niños en la iglesia, hemos escuchado muchas veces el relato de las parábolas, y hasta tenemos ya una interpretación canónica de las mismas, y podemos agregar poco para la reflexión. Pero la Palabra de Dios siempre nos desafía, y actúa sobre nosotros como el “tesoro del padre de familia, de donde siempre es posible sacar cosas nuevas y viejas” (Mt.13,51-52).

El Evangelio nos invita una vez más a poner la atención sobre una parábola. Lucas comienza su narración  con una breve, dramática y demoledora  introducción: “Algunos que confiando en sí mismos, se creían justos y que despreciaban a los demás” para luego presentar a los personajes de la parábola: el Fariseo y el Publicano que fueron al Templo a orar.   Van al Templo porque los dos son judíos, cosa que se nos pasa a veces por alto.

Jesús confronta dos actitudes frente a la oración, que comportan dos modos de vida.  Parece invertir y dar vuelta la valoración social de lo  “qué está bien” y  “qué está mal”. Bajo el juicio de Dios parece confirmar el mensaje evangélico: “Los últimos serán primeros  y los primeros, últimos” (Mt. 20,16).

Nosotros tenemos una visión degrada de los fariseos, pero no siempre fue así. Empezaron bien y terminaron mal. Cuando la religión judía había sido pervertida               -especialmente por la casta sacerdotal- incorporando prácticas y costumbres griegas, cerca del siglo II aC, es cuando surgen los fariseos con la intención de restaurar el culto y la tradición judía. Pero cayeron en la rigidez del cumplimiento estricto de los preceptos de la Ley mosaica al tiempo de sentirse superiores al resto del pueblo.

De modo que el fariseo representa al prototipo del religioso autosuficiente, tan seguro de sí mismo que no necesita pedirle nada al Padre, que no tiene nada de qué arrepentirse y que se vanagloria de ser mejor que otros hombres a los que llama ladrones, injustos y adúlteros. Piensa que cumpliendo los requisitos de la Ley tiene asegurado el “cielo”.

Por otra parte, la parábola nos revela la figura del publicano.  Los llamados “publicanos” eran los encargados de la cobranza de impuestos sobre la renta de la tierra y de la producción así como los impuestos aduaneros. Lo recaudaban para Roma, el país invasor y contaban con una estructura organizada y compleja. Había jefes que cubrían un distrito, como el caso de Zaqueo que era responsable sobre todo de Jericó. De ellos dependían publicanos de  rango inferior, a cargos de zonas. Un porcentaje de lo que cobraban era parte de su retribución, por lo que trataban de cobrar el máximo posible.

El publicano de la parábola -término que era sinónimo de “pecador” para el pueblo judío-  se siente odiado y despreciado por sus compatriotas, es verdad que por su función era muy probable que haya enviado a la cárcel a deudores insolventes, gente pobre,  pero ahora arrepentido clama: “¡Oh Dios, ten compasión de mí pecador”, golpeándose el pecho.

Los fariseos se sentían orgullosos y autosufiicientes y en cierto sentido es la imagen que de tanto en tanto se nos aparece cuando nos miramos en el espejo de nuestra falsa religiosidad.

Jesús formula una pregunta clave “¿Quién fue justificado?” ¡Quién alcanzó el perdón y la gracia redentora! El arrogante fariseo se consideraba a sí mismo “justo” y el humilde publicano un pecador en busca de perdón.

La parábola culmina con un corolario “El que se enaltece, será humillado y quién se humille será enaltecido”. No hay lugar para los orgullosos y pagados de sí mimo en el Reino de Dios, como les recuerda Pablo a los corintios: “El que se gloria, gloríese en el Señor” (1Cor. 1,31)

Cuando Lucas escribió la parábola no lo hizo pensando solo en representar una situación pasada de personajes judíos sino que como toda Palabra de Dios nos interpela a tipos de religiosidad que continuamente se actualizan.

Jesús nos enseña la parábola de la oración madura. Nos pide que seamos humildes como el publicano, que nos expongamos al autoexamen de la confesión personal, y que perdonemos como somos perdonados.

La oración es un don de Dios para el hombre. En la oración le pedimos, pero también lo escuchamos a Él, suplicamos su ayuda y al mismo tiempo esperamos que nos señale el camino.

La oración personal nos debería permitir un autoexamen de conciencia frente a las demandas y al llamado de parte de Dios, que no son solo “espirituales” sino que se encarnan en las necesidades del hermano y de nuestro prójimo.  Porque nuestra fe que actúa, se muestra en el amor  hacia los otros. Pero hay que hacerlo todo dignamente y con humildad,  nada por “contienda o por vanagloria”.

Lic. Héctor Diomede
Buenos Aires
E-Mail: hector.diomede@gmail.com

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