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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

Tercer domingo de Pascua, 04.05.2014

Sermón sobre Lucas 24:13-35, por Juan Carlos Dido

Después de televisar un partido de fútbol, las cámaras hicieron varias tomas de la desconcentración del público. Una de ellas enfocó a dos amigos que se alejaban del estadio con la frente gacha, mirando el suelo, vestidos con la camiseta del equipo perdedor. En sus rostros, se alcanzaba a ver que estaban enojados y protestaban por el fracaso de su club, del que esperaban una actuación exitosa. Parecía que todo estaba perdido. Estaban descorazonados. ¿Qué más podían esperar del futuro?

Al leer el pasaje bíblico que relata el camino de Emaús, evoqué esas imágenes. Dos amigos, discípulos de Jesús. Es probable que hubieran partido de Jerusalén, después de la fiesta de los panes sin levadura. El relato nos dice que iban discutiendo acerca de todos los acontecimientos que se habían producido, relacionados con la muerte de Jesús. Iban hacia el pequeño  pueblo derrotados, con un profundo sentimiento de fracaso y frustración. Su líder, su maestro, el prometido libertador de Israel, había muerto. ¿Qué más podían esperar del futuro?

Entonces, se les aparece Jesús, a quien no reconocen, porque tenían los ojos ofuscados, y les pregunta por los motivos de su enojo y discusión. Cleofas y su acompañante, cuyo nombre ignoramos, se sorprenden por su desconocimiento, y le relatan los acontecimientos ocurridos en la ciudad, que eran de dominio público. Junto con la información, ambos expresan la carga de dolor y desesperanza que los embargaba.

En estas circunstancias, Jesús les expone un recorrido por el Antiguo Testamento, desde Moisés y los profetas, explicándoles que era necesario el sufrimiento y la muerte del Mesías. Llegados al destino, Jesús hace ademán de continuar su camino pero ellos lo invitan a su casa. En el momento de cenar, Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y lo ofrece a ellos. ¡Entonces lo reconocieron! Se abrieron sus ojos, sus corazones de colmaron de alegría, y fueron a dar testimonio de su experiencia. Lo reconocieron al compartir el pan.

¿Qué pan era ese? Seguramente, se trata del mismo pan que Jesús tomó en sus manos en varias ocasiones. No se trata de un alimento destinado a calmar el hambre de una larga caminata, como la de Emaús; ni el entregado para atender las necesidades de una multitud agotada por la espera; ni es el pan de una cena ansiosa, plagada de anuncios nefastos. No es un pan para atender un hambre de pan. Es mucho más.

"Yo soy el pan de vida. El que a mí viene, nunca tendrá hambre"... "Yo soy el pan vivo que descendió del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre" (Jn. 6: 35, 51). Este es el pan. Inagotable.

"Jesús tomó entonces los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, los bendijo, los partió, y se los dio a sus discípulos para que ellos los repartieran entre la gente. Y todos comieron y quedaron satisfechos; y de lo que sobró recogieron doce cestas" (Lc. 9:16.17). Este es el pan. Abundante.

Y es el pan de la última cena: "tomen coman, esto es mi cuerpo". Se trata de un pan en acción viva que se revela en los gestos. En el acto central de Jesús está su mensaje, su entrega y su revelación. En Emaús, lo mismo que en las otras experiencias, hay palabras (Jesús habla), hay sustancia (el pan) y hay gestos (Jesús hace algo). En la eucaristía, se observa con claridad que la tradición católica pone el énfasis en la sustancia. Cristo de transustancia en el pan. Hay tratados que intentan explicar cómo se produce esa transformación. En la tradición protestante, el énfasis está en las palabras: se narran los actos de Jesús y se repiten sus palabras.

¿Y los gestos? En los actos está la esencia del mensaje. "Esto" es mi cuerpo, estos actos,  esto que hago. Y hace lo mismo ante las cinco mil personas, junto a sus discípulos en la última cena y con los dos en Emaús. Toma el pan, lo bendice, lo parte, lo reparte y lo comparte. En esa sucesión de gestos está la revelación: en compartir el pan que ofrece Jesús. (..."las cuales se mantenían fieles a las enseñanzas de los apóstoles y el mutuo compañerismo, en el partimiento del pan y en las oraciones") [Hch. 2: 42].

El reconocimiento de Jesús por parte de los dos discípulos a los que se les abren los ojos, es una experiencia de conversión o reconversión. Reconocen al Señor, al Salvador, al Mesías, al que daban por muerto y desaparecido y ahora está junto a ellos, resucitado. Lo reconocieron al compartir el pan que Jesús bendice, parte, reparte y comparte.

La experiencia de Emaús pone de manifiesto algunos hechos de importancia para sus discípulos en aquel tiempo y para nosotros hoy. Uno de ellos es la certeza de que Jesús es el que toma la iniciativa de acercarse a las personas. Cristo se acerca a nosotros, está al lado, nos acompaña. Sin embargo, a veces no lo reconocemos.

Por otra parte, Jesús se acerca y nos encuentra en nuestra realidad cotidiana. No se requieren sitios especiales, circunstancias de excepción ni escenarios espectaculares. Él nos encuentra en nuestra condición humana, así como en Emaús se allegó a dos personas entristecidas, confundidas, faltas de toda esperanza porque sus sueños y expectativas se habían frustrado.

Finalmente, la presencia de Jesús transforma, nos transforma, da una nueva visión de nosotros y un nuevo sentido a nuestra vida, convirtiéndonos en testigos de su poder sanador y salvador. Jesús nos convierte o reconvierte al compartir su pan.

No importa cuál sea nuestra situación particular. Él siempre toma la iniciativa de acercarse a nosotros, incorporarse a nuestra realidad, acompañarnos, venir a nuestra casa, tomar el pan, bendecirlo, partirlo, repartirlo y compartirlo. En esa experiencia, reconoceremos al Señor que transforma nuestras vidas y nos convierte en pregoneros de vida abundante, perdurable y valiosa.

Comamos de ese pan, bendecido, partido, repartido y compartido con Jesús.



Mgter. Juan Carlos Dido
Buenos Aires, Argentina

E-Mail: juancarlosdido@gmail.com

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