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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

23º Domingo después de Pentecostés, 04.11.2007

Sermón sobre Lucas 18:9-14, por Cristina Inogés

El necio y el necio de otra manera

El fariseo y el publicano son dos estereotipos. El fariseo es el malo, y el publicano en realidad no es el bueno, es el que nos cae mejor.

La arrogancia del fariseo es de tal grado que lo que le está diciendo a Dios es que él, por sí mismo, sin necesitar a Dios para nada y con su sola ascesis ha conseguido llegar a ser lo que es y, más importante aún, cómo es. Es perfecto exteriormente, pero algo falla en su vida cuando necesita que otros lo vean orar en el templo, espacio para él privilegiado de la presencia de Dios.

El orgullo le impide ver más allá de sí mismo y está tan satisfecho de los resultados obtenidos al observar la Ley con todo rigor que no recuerda que olvida a Dios y que es incapaz de discernir en sí mismo aquello de lo que debe corregirse y comprender aquello en lo que debe aceptarse. Lucha tanto por la perfección que ni siquiera sabe en realidad cómo es. El fariseo es un necio que no deja espacio a Dios en su vida. Es esclavo de sí mismo, pero debe sentirse muy bien consigo mismo.

Sin duda alguna que la misericordia de Dios quiere llenar su corazón, pero no sabe cómo hacerlo porque el fariseo no se deja y si algo queda claro en el Evangelio es que Dios respeta, siempre, la libertad del hombre.

El publicano no es mejor que el fariseo. Toda su vida está apoyada en la fuerza de quienes ocupan su país y convierten a sus paisanos en esclavos y mantenedores de esa fuerza opresiva en un círculo vicioso.

Y además de contribuir a sostener esa realidad de opresión, se beneficia de ella porque además de los impuestos, cobraba un "extra" para su bolsillo.

Su vida gira en torno al dinero y a tener una posición privilegiada ante el opresor; nada parece importarle ser considerado un colaboracionista. Es un necio de otra manera porque hacer lo que hace significa ser rechazado por el pueblo judíos en la liturgia de la sinagoga, en las celebraciones religiosas judías... Pero pese a ser un necio de otra manera, hay algo que lo diferencia del publicano: La medida de su oración.

El fariseo toma como medida de su oración su propia persona: yo no soy, yo soy y además utiliza a Dos como justificante porque le da gracias por no hacerlo, por hacerlo... cuando en realidad Dios no está presente en su vida como hemos visto.

El publicano toma como medida de su oración a Dios: la oración del publicano es toda una reflexión del salmo 50, Ten piedad de mi, oh Dios. Y a partir de aquí, la cosa cambia.

Él se sabe responsable de la situación de dolor y opresión a la que contribuye y sabe que Dios no se queda indiferente ante el mal que causamos a otros. Y necesita ir al templo a orar. Hubiera sido más fácil hacerlo en su casa, o en el campo, o en cualquier parte sobre todo sabiendo que estaba excluido de los lugares de culto y de las fiestas religiosas. Ir al templo es más que recorrer una cierta distancia; él necesita tomar la decisión,  ponerse en camino como el hijo pródigo y lanzarse a los brazos de Dios para que su misericordia lo cubra, lo cambie y lo convierta. Para un judío el templo representaba el espacio donde Dios era más "visible". Él solo no puede nada y lo sabe. No es cuestión de reinventar su vida, es cuestión de poner su vida en manos de Dios. ¿Cabe mayor gesto de libertad?

¿Tenemos vida si somos necios?

Evidentemente ¡no!, pero hay que reconocer que, en muchas ocasiones, vamos por la vida de necios encantadísimos. Nos encanta pensar que nosotros los podemos todo, que lo logramos todo, que si algo sale mal será porque Dios tenía otra idea pero nunca porque nosotros hayamos errado, ¡faltaría más! Somos capaces de darle la vuelta a la situación con tal de no reconocer nuestra limitación o metedura de pata.

Es curioso cómo pensamos que la misericordia de Dios nos llega siempre, nos alcanza siempre, nos bendice siempre sin pensar que Dios nos hizo libres, y que lo mismo que rechazamos muchas cosas a lo largo de la vida, también rechazamos la misericordia de Dios por nuestra autosuficiencia.

La gracia de Dios no suple la responsabilidad humana. Es cierto que Dios está siempre preparado para darnos su amor y su misericordia pero respeta que nosotros abramos o no nuestro corazón.

Tengo un amigo que, con mucha frecuencia, cita un versículo de Lucas: Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer (17,10). No se si será su cita favorita, lo que sí es cierto es que me ha hecho reflexionar mucho sobre ella. Más que nada porque es una frase que, según se cite, puede sonar a falsa modestia, pero no. Primero en mi amigo, eso no cabe, y segundo aplicada a esta parábola adquiere una dimensión distinta ya que el publicano, hace lo que tiene que hacer: reconocer su falta, sentirse necesitado de Dios y presentarse en el templo humilde, como un pobre siervo.

La humildad nada tiene que ver con sentirse alguien sin sentido, sin capacidad para nada, ser alguien sin vida. La humildad es la virtud de ser realista ante la vida que nos toca vivir. La persona humilde se ve como es, ve a los demás como son, y observa el mundo tal y como se presenta cada día. Y es así como se crece y como se cambia porque al mirar y vernos como somos, siempre descubriremos dos cosas: aquellas de las que tenemos que convertirnos, y aquellas en las que debemos aceptarnos. Así de sencillo, así de profundo.

Cuando esto suceda ya estamos abiertos a la misericordia de Dios, a su ternura y a su amor. El resto vendrá por añadidura y tendremos vida para nosotros y para los demás. Porque en esto consiste la trama de la vida, en sabernos siervos, pobres y necesitados. ¡Ah! y también en ayudar a los fariseos con los que nos crucemos.



Cristina Inogés
Zaragoza. España
E-Mail: crisinog@telefonica.net

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