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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

1. domingo después de Epifanía, 10.01.2016

Sermón sobre Lucas 3:15-22, por Michael Nachtrab

 

Cuando pesa el silencio de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

En una de las clases de teología, el profesor Néstor Miguez nos contó a los estudiantes una historia que culmina de manera trágica. Esta historia realmente es muy trágica, ya que de cierta forma todavía hoy somos protagonistas de la misma.

Escuchemos lo que se relata del encuentro entre el colonizador Pizarro, el cura Valverde y el Inca Atahualpa, hace 500 años atrás. Valverde le presenta al Inca Atahualpa la Biblia, diciendo que Dios habla a través de ella. Pizarro insiste en que Atahualpa tiene que obedecer la voz de Dios y que debe comprender la voluntad divina detrás de la colonización. Atahualpa toma la Biblia cerrada en sus manos, la mira y la pone cuidadosa y respetuosamente en su oído. Después de un tiempo, el Inca tira la Biblia al piso y le dice a Pizarro que su Dios no le habla. Como dije, la historia - todos lo sabemos – termina de manera trágica y sangrienta. O mejor dicho, esta historia sigue siendo trágica porque por más que ya no es tan sangrienta, aún hoy nos pesa el silencio de Dios.

Ese silencio se siente como si hubiéramos perdido algo, pero no sabemos bien que es. Preocupados, con miedo y con bronca, los mayores señalan que se perdió la inocencia, que se perdieron los valores, que se perdió el respeto. Escuchándolos, realmente parece que como Adán y Eva perdimos el acceso al paraíso. Todo se vuelve extraño y hostil. Y efectivamente creo que es así, grave. Sólo no sé si nos confundimos o si solamente rasgamos en la superficie, si pensamos que se perdieron los valores, el respeto y la inocencia. En uno de nuestros cantos dice que “hemos perdido el don de escuchar”. Por eso, el canto nos invita a callar “y que hable el Señor” (Julio Labaké – Callemos, hermanos)

Todos los textos del domingo de hoy lo dejan claro – más claro, échale agua, como suele decir otro profesor y amigo mío: “el Señor habla; y como habla, ¿eh?”. Como un trueno, dice el salmista; anunciando cosas nuevas antes de que sucedan, dice el profeta Isaías; revelando designios secretos, es decir misterios, dice Pablo; volviendo a Juan el Bautista su testigo y llenando a Jesús con su espíritu y poder, dice el evangelista Lucas.

Cuando se escucha un trueno, la mayoría de nosotros nos llenamos de miedo y ni en nuestras casas nos sentimos a salvo. Todo se vuelve extraño y hostil donde pesa el silencio de Dios. Tan extraño y hostil que buscamos escondernos detrás de palabras y de voces humanas.

Hace poco entramos en un nuevo año y ese momento significa para videntes, brujos y astrólogos una coyuntura favorable. Desesperadamente buscamos habitar, por un par de pesos o por mucha plata, sus anuncios sobre las cosas nuevas antes de que sucedan. Este es otro síntoma más de que ya no escuchamos a Dios que en Cristo nos advierte de la construcción de casas sobra la arena. Pero en la desesperación y angustia parece que nos puede satisfacer hasta un castillo de arena.

El silencio de Dios es el mejor telón de fondo para proyectar quimeras. Donde no se escucha que Dios ya reveló el misterio más grande, es decir su voluntad, surgen miles de otros misterios, mensajes secretos, teorías de conspiración. Cada tanto eso nos regala una nueva película hollywoodense o un supuesto documental revelando tales misterios. El problema es que mientras la revelación de Dios da consuelo, estas revelaciones humanas en el mejor de los casos entretienen.

Y consuelo es lo que tanta falta nos hace a las personas. Consuelo también es el lema bíblico de este año: “Como una madre consuela a su hijo, así los consolaré yo a ustedes”. Seguramente ya lo adivinaron: el que habla aquí es Dios. Donde pesa, sin embargo, su silencio, nos vemos confrontados con quienes quieren consolar, pero solo entretienen; con quienes buscan consuelo y solo encuentran - o lo confunden con – entretenimiento; y con quienes nos venden entretenimiento por consuelo. Vivo en una pequeña ciudad, pero solo puedo calcular cuántos profetas habrá aquí. Profetas que quieren consolar a tantos que necesitan consuelo verdadero. Pero si tan solo cesaría tanto tumulto, es posible que seriamos capaces de escuchar a ese Dios que dice a través de su profeta Jeremías: “No escuchen las palabras de los profetas que les profetizan; los alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su propio corazón, no de la boca del Señor.” (Jer 23:16)

¿Y aquí en esta iglesia? A veces nos veo tan parecidos a Atahualpa: con la Biblia cerrada - ¡! – en el oído, esperando aunque sea escuchar un leve susurro. Tal vez, al igual que a Atahualpa, nos falten testigos que nos dan testimonio, que nos abren la Biblia. Si tan solo encontráramos a alguien que nos abra la Biblia para hacernos entrar en la historia que tiene Dios con su pueblo, estoy seguro que sería como si se abriera el cielo. Podemos ir a la iglesia, participar de la Santa Cena, dar ofrendas, pero solo si alguien nos da testimonio de la voz de Dios y de ninguna otra cosa, recibiremos el Espíritu Santo, tal como lo recibió la casa del comandante Cornelio al acoger la palabra de Dios que vino a su casa en forma de Pedro. Les recomiendo leer toda la historia que está en el capítulo 10 del libro de Hechos. Podría ser nuestra historia también.

Pero una cosa está clara; clarísima, diría yo, porque no le echamos solamente una vez agua sino tres. Quien haya asistido una vez a un bautismo, no puede decir que no escuchó la voz de Dios. Sí, tan poderoso y fuerte como un trueno. Los antiguos llamaban eso Epifanía: Dios interviene, de forma visible, audible y sensible, en la historia con un único propósito: ¡salvar! ¿Por qué Dios da al mundo a su único hijo, en quien su espíritu se complace? ¡Para salvar! ¿Por qué Dios nos llama en el bautismo por nuestro nombre? ¡Para salvar! Dios lo hace con tanto poder y autoridad - en nuestra iglesia, en general, bien al principio de nuestras vidas - para acallar de antemano todas las otras voces que nos quieren culpar, aterrorizar, y pedirnos obediencia ciega. Cuando todas esas voces aparecen y nos quieren acusar, hacen falta testigos que dan testimonio de aquella voz que tuvo y tendrá la primera y última palabra en nuestra vida: la voz de Dios. Por eso no bautizamos en secreto. Por eso no nos podemos bautizar solos. Necesitamos, seamos pequeños o grandes, de testigos, que escuchan atentamente la voz de Dios en nuestro bautismo para luego darnos testimonio de ella. Son esos testigos que nos mantienen dentro de la historia de Dios, donde Dios si habla con su pueblo, donde no calla.

Para todo ello, es necesario y saludable que conmemoremos nuestros bautismos, aún más que nuestros cumpleaños. Que les pidamos a nuestros padres y padrinos “razón de la esperanza que tienen” (1 Pedro 3:15) y que les hizo llevarnos hasta el bautismo. Que se vuelva a leer el texto bíblico de ese día, que se encienda – donde la hay – la vela bautismal y que se cuenten los anécdotas de ese día.

Quiero compartir con ustedes una anécdota de mi día de bautismo, como un testimonio que muestra por donde puede ir el camino a esa patria enorme y perdida que es la palabra de Dios. Dicen que mientras me bautizaba el pastor y recitaba los versículos bíblicos para esta ocasión, una y otra vez puse mi mano dentro de su Biblia como si quería sacar algo de adentro.

Queridos hermanos y hermanas, efectivamente eso es lo que debemos hacer siempre: mantener la Biblia abierta y leerla, poner nuestras manos adentro como si buscáramos algo, como si quisiéramos sacar agua de un pozo. Porque efectivamente la palabra de Dios es agua viva. Y los reformadores ya lo sabían muy bien: que el agua del bautismo sea agua de bautismo, eso lo hace la palabra de Dios. Sin esa palabra, sólo sería agua nada más. Pero con su palabra, se convierte en agua viva. Si nos sumergimos en esa agua, al igual que nuestro Señor y hermano Jesucristo, entramos en la historia que tiene Dios con su pueblo. Si al sumergirnos nos agarramos fuerte de nuestro Cristo, junto con Él nos volveremos “coherederos, miembros del mismo cuerpo, copartícipes de la promesa.” (Ef 3:6) Es solamente en esa historia, donde podremos escuchar en el trueno la voz de Dios y donde nuestro corazón, sin desesperación y angustia, podrá entonar la canción “Cuan grande es Él” (Stuart Kine – Señor, mi Dios) Esa, queridos hermanos y hermanas, es nuestra historia. ¡Habitémosla!



Vicario Michael Nachtrab
San Vicente, Misiones (Argentinien)
E-Mail: famnachtrab@hotmail.com

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