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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

11º Domingo después de Pentecostés, 31.07.2016

Sermón sobre Lukas 12:13-21, por Delcio Källsten

¿Quién no vivió o participó alguna vez de un conflicto ocasionado por una herencia? Hay un sentimiento de que son raras las oportunidades en las cuales cualquier bien o cosa que se reparte, se logre hacer de manera justa y pacífica. Un dicho popular sentencia, con bastante razón: “A las herencias no se las reparte, se las destroza”.

Esta afirmación, en cierta forma da por sentado que el dinero y las cosas materiales han alcanzado un poder tal que son capaces de estar por encima de nuestra voluntad y que pueden manejar nuestra vida. Luego, ya en medio de un conflicto por causa del dinero o los bienes, decimos: “¡Nunca me imaginé que íbamos a terminar de esa manera, ni tampoco que dejaríamos de hablarnos!”; y otras cosas por el estilo…

El relato del evangelio de hoy comienza refiriéndose a alguien que algún drama tenía con su hermano, por el asunto de repartir la herencia. Los abogados no existían y el negocio del juicio sucesorio tampoco, pero habían personas sabias, ancianos o autoridades religiosas en la comunidad, que se ocupaban de resolver, tal vez por algún pago, los desacuerdos entre vecinos o parientes y también de juzgar sobre asuntos más graves.

El hombre de la historia recurre a Jesús porque suponía que, como los demás maestros o autoridades, Él se encontraba calificado para intervenir en aquel asunto: – “Maestro dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”, le dijo. El hombre pide a Jesús que imparta justicia en la cuestión, porque ellos mismos, los hermanos, no fueron capaces de ponerse de acuerdo. Y parece que el pedido del hombre fue como palabras incendiarias para Jesús. –“¿Quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?” Que es como si Jesús le preguntara: -“¿No te alcanza con que como hermanos no sean capaces  de  decidir rectamente y de tratarse con justicia en sus asuntos materiales, sino que además quieren hacerme partícipe de su pecado?” El asunto era y es todo un símbolo de lo que tantas veces ocurre en el mundo. Cuando cedemos, o perdemos de vista, nuestra responsabilidad de administrar sabia y justamente cualquier bien, caemos en el peligro de actuar con injusticia y de preparar el terreno para un clima de conflicto. Ni hablar de las energías, el tiempo y de cuantas cosas más estos asuntos pueden hacer desperdiciar en la vida de cualquier persona, las familias o la comunidad.

Por eso Jesús dice: “cuidado, guárdense de toda avaricia”; y da el ejemplo del hombre rico, que podemos decir, armó su proyecto de vida alrededor del dinero. Si observamos la pequeña parábola de Jesús acerca de aquél hombre, cada detalle señala con mucha fuerza una sola cosa: que alguien puede proyectar su vida teniendo como eje principal el acumular o rodearse de riquezas.

Ahora bien, podríamos decir que lo que en la parábola de Jesús aparece como un caso extremo y para servir de ejemplo, podría ser considerado un ejemplo común o menor,  comparado con la realidad de la codicia en el mundo. La magnitud de injusticias que genera la corrupción a todo nivel, los crímenes y toda clase de delitos contra la propiedad y las personas. El ejemplo de Jesús es una pequeña historia que en realidad abre nuestros ojos a un drama inmenso que sufrimos como sociedad

El mandamiento dice “Yo soy Jehová tu Dios, no tendrás dioses ajenos delante de mí”; y se encuentra  en el trasfondo de las palabras de Jesús. Porque quien cambia a Dios por otros dioses, sea el dinero u otros objetos de nuestra codicia humana,  lo pierde todo. Quien amontona riquezas para sí mismo, se hace pobre delante de Dios (no tiene nada) y  dónde esté nuestra riqueza, allí estará nuestro corazón.  

La codicia se roba los bienes de mucha gente para depositarlos en manos de quienes son esclavos de ella. Y la codicia genera cada vez más pobreza, más angustia y más injusticias para gran parte de la humanidad; además es una de las primeras responsables de la destrucción del medio ambiente y del agotamiento de los recursos naturales.

 La verdadera riqueza, esa que Dios quiere que predomine en nuestro mundo, se ve y tiene sus frutos, pero no se amontona, no se acumula o guarda en graneros. Es la riqueza que brota en la justicia, la verdad, la solidaridad con los pobres y necesitados. La riqueza que Jesús llama a buscar es la que viene del cielo y quiere vivir en nosotros, para iluminar nuestros pensamientos y ahogar nuestro egoísmo y codicia. La riqueza de Dios abona la justicia y la solidaridad, se alegra en el dar y se entristece con el egoísmo. La riqueza que viene de Dios se opone a esta idea humana del corazón y espíritu al servicio de los bienes materiales, una manera conflictiva, injusta y pecaminosa de encarar la vida y las relaciones entre las personas. Así como las ideas de Dios no suelen ser las nuestras, así tampoco lo que nosotros tenemos por riqueza no suele significar lo mismo para El. 

La verdadera riqueza no puede ser juntada y no deja pobre a nadie, es la riqueza del reino. Se nota cuando la tenemos, y mucho más al compartirla, porque no es para acumular ni se puede acaparar. La verdadera riqueza, esa del Espíritu y que hacen a una mujer buena y a un hombre bueno delante de Dios, tiene poder sobre las demás riquezas y es dueña del dinero y los bienes materiales de esta tierra. La verdadera riqueza no se acaba nunca, ni nadie la roba y por ella nadie se pelea, sino que todos y todas son llamados a disfrutarla en paz. 

AMEN



Pastor Delcio Källsten
Gualeguaychú, Entre Ríos, Argentina
E-Mail: delciok@hotmail.com

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