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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

20º Domingo después de Pentecostés, 02.10.2016

Sermón sobre Lucas 17:5-6, por Marcelo Mondini

Ev. Lucas 17:5-6 (versión Dios Habla Hoy)

 

Los apóstoles pidieron al Señor:

Danos más fe.

El Señor les contestó:

Si ustedes tuvieran fe, aunque sólo fuera del tamaño de una semilla de mostaza, podrían decirle a este árbol: “Arráncate de aquí y plántate en el mar”, y les haría caso.

 

 

Nuevamente el evangelio nos presenta a Jesús en pleno ministerio. El Maestro recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando, anunciando la buena noticia del reino, y curando toda enfermedad. A su paso se reúnen multitudes hambrientas y necesitadas, mujeres y hombres cargados de dolor y desesperanza, personas que iban en busca de la palabra justa, el consuelo necesario, el consejo esperado, y también de la ayuda específica que saciare el hambre, y que permitía volver a caminar, o ver, u oír.

Jesús hacía esto, palabras y acciones; y todos sus dichos y hechos tenían una coherencia tal que producía una gran atracción en las personas, a tal punto que muchos lo seguían, siendo sus discípulos. Jesús tenía muchos discípulos, hombres y mujeres que iban con él en el camino, compartiendo la vida y aprendiendo, al estilo del vínculo maestro-alumno común a la época. Y a su vez, dentro de este amplio grupo de discípulos, se diferenciaba un pequeño grupo de doce personas con quienes había una relación especial. Estos doce fueron enviados a realizar la misión de Jesús, y de allí que los conocemos como apóstoles.

El relato de los evangelios se encarga de destacar que tanto los discípulos en general como los apóstoles en particular habían presenciado numerosos discursos y enseñanzas de Jesús, como así también innumerables señales del poder de Dios, consideradas como milagrosas, y destinadas a enfatizar que Dios mismo se hacía presente en el mundo. Es decir, estas mujeres y hombres fueron testigos privilegiados del Emanuel, del Dios hecho hombre.

Por eso es que nos causa cierta sorpresa que los apóstoles hagan semejante pedido a Jesús: le piden que les dé más fe. Y la sorpresa se debe a que todos ellos habían sido testigos de innumerables hechos en los que se veía claramente el poder de Dios, y habían vivido momentos en que habían escuchado el mensaje de la buena noticia, el Evangelio que el mismo Jesús traía. Nos preguntamos, ¿cómo es que no tenían suficiente fe, ellos que habían visto tantas cosas y de tan cerca? ¿O tal vez estarían ocurriendo muchas cosas muy cerca de ellos, pero no eran capaces de darse cuenta de qué era lo que estaba pasando? De todas maneras, y más allá de las causas que originen el pedido, el pedido es indudablemente claro. Y además, lo notablemente bueno del pedido es que los mismos apóstoles reconocían que hay algo necesario para la vida, algo que se hace indispensable en nuestra cotidianeidad: la fe.

Como en general nos cuesta explicar qué es la fe, nos podemos aproximar a entender de qué se trata, a través de la acción por la cual se pone de manifiesto la fe, por la demostración de la fe. Esa acción, ese verbo que corresponde a poner en práctica la fe es creer. Ahora bien, al hablar de creer, necesitamos tener bien en claro qué es lo que tenemos que creer, o más bien a quién tenemos que creer, para luego poder profundizar qué significa creer. La primera pregunta, aquella referida a quién creer, tiene una respuesta inmediata: Jesucristo. El objeto de la fe, el destinatario del creer, es Jesucristo; fe es creerle a Jesús. Y para explicar en qué consiste este creer, podemos recurrir a tres elementos, tal cual lo desarrolla Karl Barth en su dogmática: creer es conocer, creer es confiar, creer es confesar.

Creer es conocer a Jesús; es profundizar en la revelación que recibimos en los Evangelios, donde se nos muestra al Maestro en plenitud. Creer es confiar en Jesús; es descansar en sus promesas, en la seguridad de que sólo Él es quien nos ofrece lo mejor para nuestras vidas. Y también creer es confesar; es contar a los demás, comunicando lo que significa Jesús para la humanidad y para nuestras vidas en particular.

El pedido de los apóstoles nos sigue sorprendiendo. Ellos estaban viviendo con Jesús desde hace varios años, ¿y no lo conocían lo suficiente? Ellos lo estaban siguiendo, caminando con él durante todo ese tiempo, ¿y no confiaban plenamente en él? Ellos se identificaban con la causa de Jesús, ¿y no confesaban, no contaban que él era el Emanuel, el Dios con nosotros?

Indudablemente, la fe no es algo que surgía naturalmente de los apóstoles, de ahí el pedido. Y también nos llama la atención que no encontramos palabras de Jesús como respuesta a este mismo pedido, otorgando ese favor tan buscado, ese aumento de la fe. Jesús responde explicando lo que significa tener fe, lo que es capaz de hacer el poder de Dios actuando a través de personas que creen en Jesucristo.

Sabemos que la fe se produce a partir del encuentro de Dios con el ser humano. Como hemos leído y repetido tantas veces, el gran amor de Dios por toda la humanidad, demostrado en la entrega de Jesús, es la causa que mueve al ser humano a la fe. Para ponerlo en una imagen que todos conocemos, podemos pensar la fe como la sonrisa de un pequeño bebé, de pocos meses de vida, en brazos de su madre. El bebé no puede hablar, no puede agradecer; prácticamente no puede hacer nada en respuesta al gran amor que recibe. Pero el bebé conoce a su mamá, confía plenamente en ella, y seguramente cuando sea más grande y ya pueda hablar, va a decir que “mi mamá es la mejor mamá del mundo”. Ahí, en brazos, solamente una sonrisa es suficiente para demostrar que ese gran amor está presente en su vida. Y así es la fe, una pequeña respuesta del ser humano originada en el gran amor de Dios.

Los relatos posteriores de los evangelios nos cuentan que más adelante, a este mismo grupo de apóstoles les tocó pasar por momentos difíciles. Jesús fue apresado, juzgado, crucificado. En todo este tiempo, la fe de ellos pareció que había dejado de existir. Este grupo de seguidores termina ocultándose, encerrándose en una habitación, llenos de miedo.

Pero finalmente todo cambia. La presencia de Jesús Resucitado en medio de ellos es el motor que transforma definitivamente la vida de estos apóstoles, demostrando el gran amor de Dios que da su vida y que finalmente vence la misma muerte. Y a partir de allí el poder de Dios se manifiesta de una manera asombrosa, ahora sí transformando a este grupo temeroso en verdaderos apóstoles, enviados a predicar las buenas nuevas del Reino de Dios.

Ahora es tiempo de pensar en nosotros. Al igual que los apóstoles, reconocemos que la fe no nos surge naturalmente, sino que necesitamos al Jesús Resucitado, que vive en nuestros corazones, para que él mismo nos dé esa fe; es el deseo de conocerlo más, de confiar más en él, de contar a todos lo que él significa en nuestras vidas.

Le pedimos al Resucitado que su presencia ilumine nuestras vidas para que podamos reconocer el gran amor de Dios, y así nuestra fe en Jesucristo pueda crecer cada día.

Que así sea.



Pastor Marcelo Mondini
Martínez, Buenos Aires, Argentina
E-Mail: marcelo.mondini@hotmail.com

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