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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

23º domingo después de Pentecost, 23.10.2016

Sermón sobre Lucas 18:9-14, por Estela Andersen

“Dijo la siguiente parábola a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo a orar: uno fariseo y otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres: rapaz, injusto y adúltero; ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana y doy el diezmo de todas mis   y decía. ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’ les digo que éste regresó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.”

Siempre es más fácil mirar lo que hace el otro, la otra, que mirarse uno/a mismo/a. Lo vemos con nuestros propios hijos/as, sobre todo cuando pelean de pequeños: “fue él/ella quien empezó”, “siempre me culpan a mí”.

Crecemos, pero sigue lo mismo. Nunca nos parece que lo que hacemos nosotros/as es tan grave como lo que hace la otra persona. Y así nos colocamos también ante Dios. Y los protestantes, los hijos e hijas de la Reforma, con esto de ser salvos por la fe y no por las obras, caemos en decir “Dios perdona todo si creemos en Cristo y su obra redentora”.

Hace varios años atrás, justamente con un colega, tuvimos una charla informal acerca del juicio de Dios y la salvación, compartimos nuestras ideas acerca del juicio de Dios y nuestra salvación. Para él, la salvación es universal, esto quiere decir que Dios finalmente se va a apiadar de la humanidad toda en el fin de los tiempos. Dios rescataría a todas las personas independientemente de su fe y de como hayan vivido, por lo que nadie sería condenado finalmente. Yo, en cambio, creo que no, que justamente hay demasiados textos bíblicos que hablan sobre el juicio final, en donde cada uno, cada una, enfrenta el divino tribunal, y algunos serán condenados a la muerte eterna y otros no… en donde nuestra conducta aquí en la tierra es determinante. Y eso mismo es el consuelo para aquellas personas que sufren la injusticia en manos de otras personas aquí en la tierra, ya que la justicia humana es imperfecta al igual que nosotros/as. Sin juicio todo da lo mismo.

Hace un par de semanas celebramos el Sínodo y la Asamblea en nuestra Iglesia bajo el lema “Por gracia de Dios y fe en Jesucristo” en la comunidad de Felicia, Santa Fe. Allí reflexionamos acerca del valor de la gracia y su poder, pero también del peligro de la “gracia barata”.

¿Pero que es la gracia barata?

Dietrich Bonhoeffer lo explica muy bien en su libro ‘El precio de la gracia’: “La gracia barata es la predicación sin arrepentimiento, el Bautismo sin disciplina eclesiástica, la Eucaristía sin confesión de pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento a Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado”.

La palabra gracia, gratuidad o gratis tienen un mismo origen. Cuando hablamos de la gracia de Dios, lo gratis es su perdón hacia nosotros, pero el costo para Dios es carísimo, ya que se trata de la muerte de Jesucristo, su Hijo, quien se entrega por nosotros/as o en vez de nosotros/as. Bonhoeffer dice “lo que ha costado caro a Dios –‘han sido adquiridos a gran precio’ – y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros.”

Como somos protestantes consideramos que somos salvos por la gracia de Dios y fe en Jesucristo, y al decir esto muchas veces quedamos de brazos cruzados con la excusa de que no son los méritos o las obras las que nos permiten acceder a la salvación, sino que Jesucristo ya pagó la cuenta. Y así sentimos que somos buenos y estamos en paz con Dios.

Al mismo tiempo, confundimos esa gracia con la idea de que todo en la Iglesia debe ser “gratis”, como si Dios pagara las cuentas de gas, de luz, el mantenimiento, así evitamos el compromiso de hacer un aporte económico y menos todavía con nuestro tiempo y compromiso concreto. No sentimos que tenemos que mostrar nuestro agradecimiento a Dios de una forma concreta.

Cuando leemos el texto que compartimos hoy, enseguida decimos “claro, el fariseo pensaba que era su conducta, sus méritos, lo que lo reconciliaban con Dios, pero el creerse superior al publicano por seguir al pie de la letra la Ley, no regresó a su casa justificado”. Cuando en realidad la razón por la cual “no vuelve a su casa justificado” es por su incapacidad de reconocerse pecador, de no ver en su actitud el pecado de la soberbia, de creerse perfecto ante los ojos de Dios, y encima juzgar al otro, compararse con el otro, que también está con él en el templo. Mientras que el publicano se confiesa a Dios con un corazón arrepentido, que necesariamente lleva a un cambio, por eso el publicano regresa a su casa justificado, porque el arrepentimiento es fundamental para recibir el perdón y la absolución. Asumir nuestras culpas, imperfecciones y responsabilidades.

La gracia de Dios nos debe llevar a un cambio, a dar un giro en nuestras vidas, de manera que en la misma generosidad con la que Dios actúa con y en nosotros/as, podamos ser también agentes de cambio, como una forma de agradecimiento.

La gracia de Dios nos hace agradecidos, porque entendemos el acto de amor y de grandeza de Dios, que se hace un ser humano entre nosotros/as, para levantarnos para siempre, haciéndonos sus hijos e hijas. Pero ese agradecimiento sólo es posible cuando asumimos nuestra naturaleza pecadora, nuestra imperfección, cuando reconocemos que no siempre actuamos conforme al amor de Dios, incluso cuando hacemos nuestro mayor esfuerzo.

Es muy común que la gente de nuestras comunidades, como una reacción a esta parábola no se siente en los primeros bancos. Siempre se ubican a partir del tercer o cuarto banco o hilera de sillas, pero no tiene que ver con el lugar en donde nos sentamos, si nos ubicamos adelante o atrás en el templo, ni si oramos parados o arrodillados. No tiene que ver lo mucho o lo poco que vamos a la iglesia. Tiene que ver, sobre todo, con nuestra relación con los y las demás, cuál es nuestra capacidad de amor, de perdón, de reconciliación, tiene que ver con inclusión, misericordia y respeto mutuo.

Una de las cosas que compartimos en los grupos de reflexión del sínodo de nuestra Iglesia fue nuestra forma individual de vivir la fe. Cada persona va al culto, pero no se integra como comunidad (esto ocurre especialmente en las comunidades grandes), nadie sabe ni se interesa demasiado por los y las demás. Es muy común que la persona llegue al culto, salude a la gente, pero ni bien termina se va corriendo a cumplir con sus obligaciones o a disfrutar el domingo con su grupo de referencia. Por eso ante la consigna ¿cómo compartir la gracia de Dios en el mundo, la sociedad en la que vivimos? Nos preguntamos ¿cómo anunciar la gracia de Dios “afuera” si no la vivimos dentro de nuestras propias comunidades, como cuerpo?

Vivimos un tiempo difícil, impregnados/as del modelo socioeconómico neoliberalista, en donde ser es tener la capacidad económica para comprar a lo que se desea, y cuanto más tenemos más “somos”, en donde un gran número de personas está fuera del sistema como la “basura” necesaria. Una sociedad en donde los/as excluidos/as son los publicanos de nuestros tiempos, de quienes nos mantenemos alejados y al verlos/as decimos “gracias a Dios no somos como ellos/as”, sin pensar que son un producto del sistema, un mal necesario, igual que los publicanos dentro del sistema socioeconómico romano.

Vivimos el tiempo de la gracia, el tiempo en donde Jesucristo se ha entregado a sí mismo por nosotros para que en la libertad que esto nos da podamos asumir nuestras imperfecciones y debilidades para ir mejorándonos en el camino de la santidad, que es la que Dios espera de nosotros. Una vida en el amor, en la entrega, en el compromiso y la misericordia, no juzgando a los/as de más, sino ayudando, no discriminando, siendo inclusivos/as, partiendo de la base que si Dios me ama tal cual soy, tengo que hacer lo mismo. Esta es la verdadera gracia, aquella que refleja nuestra fe en Cristo, aquella que Lutero redescubrió estudiando las Escrituras, hace 500 años, que lo llenó de alegría, agradecimiento y arrepentimiento sincero, consciente del perdón de Dios. Amén.



Pastora Estela Andersen
Bahía Blanca, Buenos Aires
E-Mail: dannevirke63@gmail.com

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