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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

Día de la Reforma, 31.10.2018

Sermón sobre Romanos 3:21-28, por Federico H. Schäfer

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

 

A pesar del hecho que hoy celebramos el 501° aniversario de La Reforma, en la conversación con miembros de nuestra iglesia o de iglesias hermanas, siempre de nuevo descubro, que aún nosotros que nos denominamos “evangélicos” no hemos compren-dido cabalmente el centro, el meollo del Evangelio, esa buena noticia que nos debiera alegrar, liberar, animar y hacer felices. Lo que el Dr. Martín Lutero rescató de la confusión religiosa medioeval, no es una doctrina marginal, arbitraria o fantaseosa. Ella se basa en la más primigenia y esencial concepción cristiana condensada en las Escrituras Sagradas, y es en verdad la característica principal que marca la diferencia entre la fe cristiana y otras religiones e ideologías. Se trata de aquello que el propio Jesús de Nazareth, el Cristo, se esforzó en predicar, enseñar, ejemplificar y demostrar como modelo viviente y encarnado de la voluntad de Dios. Es lo que los apóstoles han transmitido a las generaciones siguientes, el testimonio central del Nuevo Testamento, esto es, que tenemos un Dios misericordioso que se preocupa como un padre y una madre por sus hijos e hijas, por su creación.

 

Pero para explicitar esto, vayamos por partes. El ser humano ha recogido y acumulado a lo largo de su existencia experiencias y conocimientos que conforman los carriles según los cuales determina su vida actual y futura. Esos carriles son los que llamamos tradiciones, costumbres, modos de actuar; son las leyes escritas y no escritas que reglamentan nuestro proceder. Cuanto mejor se adapte el ser humano a esas maneras de proceder, tanto mejor será valuada su conducta. Los que no se adapten a los preceptos son reprimidos o marginados, sea la sociedad que fuere. También el pueblo de Israel tenía tales preceptos, que incluso atribuye a una revelación divina. Me refiero a los  “Diez Mandamientos” y todas las reglamentaciones que de ellos se derivaron. Es verdad que las leyes pretenden impedir que el modo de vida de los humanos desemboque en el caos, máxime cuando viven desvinculados de su creador. Ellas son puntos de referencia para orientar nuestras vidas, especialmente en lo que se refiere a las relaciones con nuestros semejantes.

 

A medida que la civilización humana se va complicando, también las mallas de la red de preceptos y reglamentaciones dentro de la cual nos movemos, se van haciendo cada vez más apretadas. Pensemos sólo en todas las normas que debemos tener en cuenta tan solo cuanto nos integramos al tránsito urbano, ya sea como conductores o peatones. Es por ello que el hombre de las sociedades modernas vive cada vez más ajetreado, tratando de corresponder a todas esas exigencias, máxime cuando el rendimiento frente al cumpli-miento de las obligaciones es la medida con que se lo juzga.

 

La peor aberración se produce allí donde se confunde a Dios con el encargado implacable de velar por el eficaz cumplimiento de esa maraña de obligaciones de la más diversa índole, y esperamos obtener de él un premio por nuestro esfuerzo de cumplir puntualmente dichas obligaciones o, por el contrario, desesperamos de él por tener consciencia de no haber cumplido debidamente. Dios no es nuestro jefe de policía. Debido a este malentendido y prejuicio, es que hoy muchas personas con ansias de legítima liberación se aparten de Dios y de la iglesia. Esto es una lástima. Pues la comunidad cristiana verdadera no abruma a sus miembros con exigencias y prohibiciones. En todo caso, si hay comunidades de fe que lo hacen, ellas están contrariando el Evangelio.

 

Dios sabe quienes somos: él es nuestro creador. Él sabe que hemos desvirtuado nuestra naturaleza original; que nuestra soberbia nos ha llevado a intentar una vida a espaldas de él; y que desconectados de él hemos debido implementar pesadas normas de vida para no sucumbir al caos y recurrir a dioses supletorios y autoridades ajenas para garantizar el cumplimiento de esas normas. Dios sabe que nuestro orgullo nos lleva a querer hacerlo mejor que él; y que precisamente en ese intento fracasamos rotundamente.

 

Cumpliendo disciplinadamente leyes y normas con el objeto de perfeccionarnos a nosotros mismos, no podemos alcanzar a Dios. No podemos extorsionar a Dios y obligarlo a prodigarnos su benignidad a modo de recompensa por nuestros esfuerzos. No somos capaces de cumplir los preceptos que nosotros mismos nos imponemos, mucho menos su voluntad. Dios sabe, que así estamos involucrados en un círculo vicioso, del que no podemos salir sino desesperados.

 

Por amor a nosotros, sin embargo, Dios está dispuesto a sacarnos de ese círculo vicioso y así implementa otro camino para religarnos a él, para que podamos tener nuevamente buenas relaciones con él. Ese camino no supone el cumplimiento previo de innume-rables preceptos por parte del hombre, sino que es inverso: Dios viene a nosotros en Jesús de Nazareth para dar cumplimiento a todas sus promesas y a todas las leyes que nosotros no podemos cumplir. Él paga la deuda que hemos acumulado ante él y no logramos pagar. O sea: Dios, el sumo Hacedor, es el que hace, el que opera, sin necesidad de nuestra intervención. De esta manera nos libera de la condena que se supone recae sobre el que no cumple con las obligaciones. Esta manera de proceder de Dios también la podemos llamar “perdón”, “remisión”, “desendeudamiento”. En otras palabras: Dios no toma en cuenta nuestra infidelidad, nuestra desobediencia, nuestras fallas y así nos da la posibilidad de iniciar una vida nueva, sin deudas pendientes.

 

Esta disposición a perdonar las consecuencias de nuestra propia soberbia, Dios la demostró en el sacrificio que por medio de Jesús de Nazareth realizó en la cruz. Allí a modo de una insólita dramatización, Dios entregó todo de si para que nosotros tengamos todo gratuitamente: paz y buena relación con él y nuestros semejantes, una consciencia libre de culpas y libre de la obsesión de tener que cumplir a rajatablas para ganar su benevolencia. En una palabra Dios nos justifica de pura gracia. En virtud de ello, las “condiciones” para acceder a Dios son precisamente el reconocimiento, que ante él no tenemos mérito alguno de que gloriarnos y confiar que él nos acepta tal cual somos, que él viene hacia nosotros a través de Jesús de Nazareth para brindarnos todo su amor y misericordia.

 

Esto es precisamente el Evangelio, la buena noticia, el mensaje que nos libera del miedo de no poder cumplir con todos los preceptos y obligaciones, que nos libera del miedo de no poder satisfacer a Dios, que nos libera por tanto de nuestra preocupación por nuestro futuro destino, que nos libera del prejuicio de que Dios es un justiciero implacable y la iglesia un conjunto de inspectores de moral y buena conducta, y que la participación en la vida de la comunidad una obligación más. Asistir a misa es recomendable, pero no genera mérito. A partir del Evangelio también tenemos la libertad de resistirnos a cumplir aquellas leyes –cualesquiera que fueran--- que contrarían la voluntad de Dios.

 

¡Pero cuidado! Esta libertad frente a las leyes no significa libertinaje o total anomía. Veamos: Todo el encuentro entre los seres humanos y Dios por medio de su revelación en Jesús de Nazareth está basado en el amor como ya vimos. El amor no compele ni obliga, por el contrario deja juego para la libertad y la decisión voluntaria. De ahí que todo lo que hagamos desde el momento que escuchamos el llamado de Dios y aceptamos su ofrecimiento de perdón será un servicio voluntario sostenido por el agradecimiento por lo que Dios nos ha regalado, por el amor que él nos ha demostrado. Así libres de obligaciones asfixiantes y sin sentido, podremos actuar con amor frente a Dios y nuestros semejantes, haciendo voluntariamente las obras a las cuales él nos desafía diariamente. Lo increíbles es que justamente así estaremos cumpliendo, ahora voluntariamente, la ley que antes nos parecía un pesado yugo. Ya Jesús nos dice que quien cumple el doble mandamiento del amor, está cumpliendo toda la lay. De esta manera no hay lugar para el libertinaje.

 

El hecho que Dios nos justifica por puro amor y gracia, no nos impide hacer buenas obras ni nos impide cumplir la ley. No vamos a cuidarnos de decir falso testimonio contra nuestro prójimo porque la ley lo prohíbe, sino porque estamos convencidos de que dando falso testimonio contra él, lo estamos dañando y el amor que le prodigamos no nos permite dañarlo. No vamos a dejar de estafar a nuestro prójimo porque la ley prevé castigo para el estafador, sino porque estamos convencidos de que la estafa no se condice con el amor que queremos brindarle. El amor a nuestros semejantes significa hacer y luchar por aquello que sirva para el bien de ellos y de toda la comunidad. Sabemos que realizar esto no es fácil ni simple, pero para ello contaremos siempre con el apoyo y la asistencia de Dios. Sí, el meollo del Evangelio es precisamente esto: que somos libres para amar, porque Dios nos hizo justos y nos liberó para ello. Amén

 

 



Pastor emérito, IERP Federico H. Schäfer

E-Mail: federicohugo1943@hotmail.com

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