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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

3° domingo de Cuaresma, 24.03.2019

Sermón sobre Lucas 13:1-9, por Federico H. Schäfer

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

 

Según el calendario eclesiástico, estamos en plena estación de Cuaresma. Hoy celebramos el tercer domingo de Cuaresma. Cuaresma se denomina a los cuarenta días que preceden a la Semana Santa comenzando con el “miércoles de cenizas” después de terminado el carnaval. Guardar la Cuaresma es una tradición proveniente de la antigua iglesia cristiana y tiene por objeto la reflexión sobre nuestras faltas y errores de cara al sacrificio realizado por Jesús en la cruz a favor nuestro, con miras a recibir el perdón y hacia futuro corregir nuestra actitud frente a Dios y a nuestros semejantes. En otras palabras: es una época para el arrepentimiento y el consecuente cambio de mentalidad y estilo de vida. En la iglesia evangélica esta tradición ha perdido un tanto de significado, pues los reformadores, el Dr. Martín Lutero y sus colaboradores, afirmaban ---y creo con buen fundamento--- que todos los días de la vida de un cristiano son oportunos para el arrepentimiento y el cambio de actitud.

 

El texto bíblico sobre el que hoy queremos reflexionar apunta precisamente a ello: el cambio radical de actitud. Algunos habitantes de Jerusalén tenían una preocupación ---una preocupación que nos inquietaría a nosotros hoy en día también--- y deciden consultar a Jesús. En aquellos días el gobernador romano de Palestina había cometido uno de sus tantos abusos de poder con inusitada crueldad. Había mandado a sus soldados al templo a aniquilar a las personas que se encontraban allí ofreciendo sacrificios según las reglamentaciones religiosas judías. La preocupación de la gente que consulta a Jesús era por qué estas personas habían debido morir. Al fin y al cabo habían venido de lejos ---presuntamente de Galilea--- para cumplir con los sacrificios reglamentarios para obtener el perdón de Dios. ¿Por qué esa gente debió morir? Los judíos tenían muy encarnado el entendimiento de que quien comete transgresiones las debe pagar ---“ojo por ojo, diente por diente”. ¿Qué pecado, pues, habrían cometido en el pasado esas víctimas, para que Dios los considerara dignos de muerte? ¿No le bastaban a Dios los sacrificios que estas personas estaban ofreciendo?

 

Jesús no se pone en el papel de juez y no les responde: sí, posiblemente hayan cometido faltas graves. No, por el contrario, les devuelve una pregunta: ¿Piensan Uds. que esas personas han cometido faltas más graves que el resto de la gente? No, les dice; y les cuenta otro sucedido de aquellos días. Aparentemente se había derrumbado una de las torres de la fortificación que rodeaba el templo, la torre de Siloé, y en este desmoronamiento dieciocho habitantes de Jerusalén habían perdido la vida. ¿Creen Uds. ---les pregunta Jesús--- que estos dieciocho han sido más pecadores que otros? Para nada; pero ---les advierte--- si Uds. no cambian de actitud, Uds. van a correr la misma suerte, también perecerán.

 

A pesar de que los cristianos deberíamos tener otros criterios basados en el amor al prójimo ---que podemos ejercer gracias al perdón que obtenemos de Jesús--- y a pesar de haber transcurrido dos mil años de historia cristiana, todavía permanece muy enraizado en nosotros el viejo criterio del Antiguo Testamento de que “quien las hace, las paga”. En tiempos de la dictadura militar escuchábamos que las fuerzas conjuntas habían secuestrado a fulano o que habían detenido a mengano, y se decía: “Por algo será”, algún delito deben haber cometido, que nosotros no sabemos, pero sospechamos: tal vez colocaron una bomba en algún lugar. Y así justificábamos nuestra no intervención en el delicado asunto.

 

Por qué Poncio Pilatos mandó matar a estos Galileos en el templo no lo sabemos a ciencia cierta. ¿Era solo una demostración arbitraria de su crueldad? ¿Era una represalia o un acto de escarmiento? Galileos eran en principio los oriundos de la región de Galilea. Pero “galileos” era también un mote que se les daba a los enrolados en la agrupación de los “Zelotes”. Estos eran una facción nacionalista y subversiva del pueblo judío en tiempos de Jesús que buscaban, incluso aplicando violencia, quitarse de encima la opresión romana. Los sacerdotes de la jerarquía del culto judío preferían acomodarse con los romanos, esperanzados de que estos no les prohibieran el culto, pero en secreto toleraban las acciones de los Zelotes, pues como todo el pueblo también ellos esperaban la liberación de la opresión del imperio romano.

 

En el año 70 de nuestra era finalmente se armó una revolución que terminó muy mal. Los romanos destruyeron Jerusalén y con ello también el templo. Estas cosas ya habían sucedido cuando Lucas escribe su evangelio. La destrucción de Jerusalén debe haber dado fuerza a las palabras de Jesús recordadas por Lucas, de que todos morirían, si no cambiaban de actitud. A las personas que consultaron a Jesús, empero, no les interesaba tanto la cuestión política, pero sí la pregunta por el destino de las personas. Y Jesús tampoco entra por la variante de juzgar la conducta de Poncio Pilatos o responder por qué Dios permitió que dieciocho personas fallecieran por el desmoronamiento de la torre de Siloé.

 

A Jesús, más bien le interesa dejar claro, que la cuestión no es juzgar la actitud de Dios ni la de los otros, sino de juzgar la actitud propia. No es cuestión de afirmar por ejemplo: Fulano murió al chocar con su auto contra un árbol; bueno, se lo tenía merecido; siempre fue avasallador y prepotente; cuando conducía lo hacía como un loco; no respetaba a ciclistas ni a peatones ni a otros conductores; siempre ponía en peligro con sus maniobras a otros automovilistas. La cuestión es que juzguemos nuestro propio proceder; no vaya a ser que mañana también nos toque una desgracia a nosotros.

 

Jesús no compartía la idea judía ni la nuestra de que quien las hace forzosamente las debe pagar. Pero si sabía y lo aceptaba que entre el delito y la desgracia hay una relación. Pues, si todos los humanos nos atendríamos a los diez mandamientos, perdonáramos a nuestros deudores y reflejáramos en nuestro proceder algo del amor y misericordia que Dios nos brinda a nosotros, el mundo sería verdaderamente otro. No podríamos evitar terremotos e inundaciones, huracanes y tsunamis, pero sí muchas otras desgracias como asesinatos, actos de terror, opresión, tráfico de personas, guerras, desocupación, etc. etc. Entonces ---repito--- a Jesús le interesaba que juzguemos nuestra propia conducta y destino antes de preocuparnos por las faltas y el destino de nuestros semejantes. Por ello le cuenta a esa gente la parábola de la higuera estéril.

 

La higuera, como cualquier otro frutal plantado en una quinta debe dar fruto. Si no lo da, el dueño de la chacra lo corta y lo repone por una planta mejor. En Palestina la tierra fértil era escasa, las chacras pequeñas. Ningún quintero podía darse el lujo de cuidar árboles estériles. Pero aún en nuestra región en la que la tierra fértil abunda, quitaríamos de nuestra quinta los árboles improductivos. Así ---quiere decir Jesús--- sus seguidores somos como frutales plantados en la quinta de Dios. Y debemos dar fruto bueno y agradable a Dios, es decir, nuestras actitudes, nuestras formas de proceder, nuestro estilo de vida deben ser buenos testimonios del perdón de Dios, reflejos de su amor, agradecimiento por su misericordia, ejemplos de su humildad. Si esto no se produce seremos desarraigados de la quinta de Dios. En otro lugar del Nuevo Testamento (Lucas 3, 9), Juan, El Bautista, incluso dice que el hacha ya está pronta junto a las raíces para cortar los árboles que no dan fruto, con lo que quiere advertir, que el cambio de actitud que espera Dios de nosotros es urgente.

 

Con todo, a pesar de la urgencia, la parábola nos muestra nuevamente la bondad de Dios. El quintero, Jesucristo, pide clemencia al dueño de la chacra y le propone darle plazo a la higuera una temporada más. Él promete aflojar la tierra alrededor de las raíces y abonarla. El dueño de la quinta no contradice la propuesta. En otras palabras: Si bien Dios espera un inminente cambio de mentalidad de los humanos, tampoco los atosiga ni los abruma. Nos da plazo para cumplir. Nos da una nueva oportunidad para poner al día nuestras cuentas pendientes con él. Nos da una nueva chance para cambiar nuestra actitud para perdonar, para amar, para acompañar, para hacer el bien, en una palabra: para dar fruto de calidad.

 

Entonces: aprovechemos el plazo, el tiempo que Dios nos ofrece. Nuestra vida en este mundo, como bien sabemos, no es eterna. Por otro lado, no estamos libres de desgracias. El tiempo del que disponemos es acotado. Pongamos, por tanto, nuestro empeño en abandonar nuestra indiferencia y pongamos nuestras vidas nuevamente en las misericordiosas manos de Dios.

 

Esta estación de Cuaresma nos da la oportunidad de reflexionar sobre nuestras vidas y su destino; nos da la oportunidad de reordenar o corregir el rumbo de nuestras vidas. No nos preocupemos tanto de los errores y faltas de nuestros prójimos, sino tratemos ante todo de no caer nosotros mismos en transgresiones, obedeciendo los mandatos de Dios y poniéndolos por obra. Si el vecino se equivoca y cae, pues ayudémosle a salir del lodazal y “no hagamos leña del árbol caído”. No tratemos de zafar de nuestra responsabilidad escudándonos en la irresponsabilidad de otros. Con Dios no estamos en condiciones de negociar. El desea nuestro cambio total. Amén.



Pastor emérito, IERP Federico H. Schäfer

E-Mail: federicohugo1943@hotmail.com

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