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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

Domingo de Ramos, 14.04.2019

Sermón sobre Lucas 19:28-40, por Marcelo Mondini

Domingo de Ramos: de la aclamación a la proclamación.

 

Lucas 19:28-40

“Después de decir esto, Jesús siguió su viaje a Jerusalén. Cuando ya había llegado cerca de Betfagé y Betania, junto al monte que se llama de los Olivos, envió a dos de sus discípulos,  diciéndoles:

—Vayan a la aldea que está enfrente, y al llegar encontrarán un burro atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta por qué lo desatan, díganle que el Señor lo necesita.

Los discípulos fueron y lo encontraron todo como Jesús se lo había dicho.  Mientras estaban desatando el burro, los dueños les preguntaron:

—¿Por qué lo desatan?

Ellos contestaron:

—Porque el Señor lo necesita.

 Y poniendo sus capas sobre el burro, se lo llevaron a Jesús y lo hicieron montar.  Conforme Jesús avanzaba, la gente tendía sus capas por el camino.  Y al acercarse a la bajada del Monte de los Olivos, todos sus seguidores comenzaron a gritar de alegría y a alabar a Dios por todos los milagros que habían visto.  Decían:

—¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!

 Entonces algunos fariseos que había entre la gente le dijeron:

—Maestro, reprende a tus seguidores.

 Pero Jesús les contestó:

—Les digo que si éstos se callan, las piedras gritarán.”

 

Hoy nos encontramos en uno de los domingos del año que tiene nombre: Domingo de Ramos. En él confluye un misterioso contraste: por un lado, nos encontramos con gritos de alegría, procesiones que festejan, multitudes que entran y celebran el triunfo; por el otro, es el inicio de una semana marcada por el dolor, el abandono, la injusticia, la muerte, finalizando en el silencio del sábado, como una   película dramática. Este domingo es todo un misterio.

En general nos ocupamos de seguir el itinerario de Jesús en su viaje hacia Jerusalén, pasando por los poblados cercanos de Betfagé y Betania, hasta llegar al Monte de los Olivos, justo frente a la ciudad. De una manera sorprendente Jesús consigue la cabalgadura con la que recorrerá esos últimos metros, unos pocos cientos de metros, que lo separan del destino final, la Ciudad Santa. Se necesita solamente un corto tramo, pero eso sí, montado en un burro, para dar una imagen completa y visualmente impactante, expresando qué tipo de persona es la que está llegando. O mejor dicho, para demostrar que tipo de Rey (o de no-rey) es el que llega. Es un Rey que viene en son de paz, con una expresión humilde, acompañado y aclamado por una multitud también de humildes.

Y frente a este cuadro, hoy nos queremos detener en la expresión de esta gente, en la forma en que exteriorizan sus sentimientos, sus expectativas, sus esperanzas. Es una aclamación, es un grito de alegría, de alabanza, un grito originado al recordar todos los milagros que esta multitud había visto. Y no era para menos. Este grupo de seguidores había pasado varios años, probablemente tres, acompañando al Maestro, y siendo espectadores privilegiados de señales maravillosas esparcidas a lo largo de su camina, curando enfermos, alimentando multitudes, dando vista a ciegos y oído a sordos, liberando de la opresión de distintas ataduras, siempre escuchando y acompañando a todos y todas, perdonando pecados, y ocupándose por las persona integralmente.

Esta aclamación toma la forma de bendición, de un deseo benigno, de un “bien desear”, de desear el bien. Es gritar y festejar la llegada del Rey, de un Rey que viene en el nombre del Señor, lo que equivale a decir que es un Rey enviado por Dios. Un Rey que produce paz en el cielo y gloria en las alturas, tal cual fuera anunciado por los ángeles a los pastores, en el momento de su nacimiento en el pesebre de Belén, ahora expresado por boca de humanos.

También esta aclamación es una afirmación de fe, es una expresión profunda, una manifestación del creer que se hace palabras. El que está entrando en Jerusalén es el Rey, el único, el distinto, el Rey de paz. Es el Mesías, el ungido, el enviado de Dios; es el que obra milagros y hace posible lo que parece imposible, en particular cambiando las vidas; es el que merece la alabanza y la gloria, en el cielo y también en la tierra. Y que todo esto produce alegría, una alegría que no se puede contener ni disimular, sino que brota en canto, grito, alabanza.

Pero el relato del evangelio también da cuenta que esta aclamación-afirmación de fe no es compartida por todos. A muchos les molesta. Molesta que este Jesús, proveniente de los márgenes del país, con un origen humilde y de dudosa filiación, sea el centro del festejo y se haya convertido en la persona en quien la multitud deposita su fe, su confianza, su esperanza.

Y el Maestro nuevamente reacciona frente a esta visión tan parcial, que ignora el poder de Dios y su manifestación concreta en la historia de las personas. Decir que si esta multitud se calla las piedras gritarían, equivale a afirmar que es imposible detener o aún tratar de limitar la expresión que surge de lo profundo de aquellos que han conocido a Jesucristo, que han sido impactados por su gran amor y poder, expresado a través de innumerables señales, y que han experimentado en sus propias vidas un encuentro personal con el Salvador. Esto es proclamación. Consiste simplemente en contar a los demás lo que ha ocurrido cuando Jesucristo llega a la vida. Proclamación que tiene que ver con las palabras, pero que no queda ahí sino que las supera, a través de la expresión de agradecimiento y alegría, a través del lenguaje no verbal que comunica aun cuando impera el silencio.

De la aclamación a la proclamación; del grito y la alabanza al testimonio y la presencia reveladora de Dios en la vida.

En este tiempo de Cuaresma, y más aún hoy en el Domingo de Ramos, tenemos nuevamente la oportunidad de recordar todas las señales, bendiciones, milagros que Dios ha realizado en nuestras vidas, en las vidas de nuestros seres queridos, en la vida de nuestras comunidades de fe, en la vida de nuestra sociedad. Nosotros también, si nos tomamos el tiempo para reflexionar, vamos a recordar los milagros que hemos visto, y los que seguimos viendo a diario. Sólo nos falta abrir los ojos, mirar a Jesús, contemplar su gran amor. Y esto nos lleva a la aclamación, al agradecimiento, a la alegría, al grito y al canto. Es algo que no se puede callar, que lo hacemos individualmente pero que toma mucha fuerza cuando compartimos en comunidad, cuando nos acompañamos mutuamente, como la multitud que seguía a Jesús. Es aclamación que bendice el nombre de Dios por todo lo que ha hecho, por todo lo que hace, y por todo lo que todavía hará. Como nos recuerda la canción, “sólo no sabe admirar quien no levanta la frente.” Y esta admiración produce, indefectiblemente, aclamación.

Pero estamos llamados a dar un paso más, a avanzar junto a Jesús a pesar de las voces que se levanten para hacer acallar estas expresiones que nacen de los corazones agradecidos, de las vidas renovadas, de las esperanzas recobradas por la presencia y el poder de Dios. Y es imposible no comunicar; es imposible no compartir la Buena Nueva, es imposible no proclamar el Evangelio del Reino, ya sea con palabras, con acciones, o hasta con la simple presencia. Proclamación es lo que hacen las personas que experimentaron en carne propia el poder de Dios a través de las amorosas manos de Jesús, obrando señales y milagros; proclamación es lo que hacen pocos días después las mujeres al encontrarse con la tumba vacía; proclamación es lo que han hecho muchos hombres y mujeres, a través de la historia, dando lugar a una cadena de proclamación que ha hecho posible la llegada del Evangelio hasta nosotros.

Por eso, en este Domingo de Ramos, se nos abre nuevamente la oportunidad para aclamar y proclamar a Jesucristo. Él llega hoy nuevamente a nuestras vidas, como el bendito Rey, el que viene en el nombre del Señor, el que trae la paz y la esperanza.

Que así sea.



Pastor Marcelo Mondini
Martínez, Buenos Aires, Argentina
E-Mail: marcelo.mondini@hotmail.com

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