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ISSN 2195-3171





Göttinger Predigten im Internet hg. von U. Nembach

Tercer Domingo de Pascua, 06.04.2008

Sermón sobre Lucas 24:13-35, por David Manzanas

 

El camino de la conversión

Dos discípulos caminan hacia Emaús, una pequeña aldea, hacia donde se dirigían no sabemos por qué, ni para qué ¿Eran vecinos de aquel pueblo y regresaban a su hogar? ¿Se dirigían a casa de algún familiar o amigo buscando descanso después de los intensos y decepcionantes días pasados en Jerusalén recientemente? ¿O simplemente Emaús era un etapa en un viaje más largo, un viaje sin destino conocido? Nada sabemos porque nada se nos dice. Pero en realidad, ¿qué nos importa?, ¿qué más da el motivo del viaje y el destino que estos dos discípulos se habían marcado? Lo importante es que Cleo­fás y su anónimo compañero iban de camino, un camino que cambiaría su vida de manera absoluta y radical.

Los dos discípulos no inician su viaje con muy buen ánimo; más bien, al contrario, con ánimo de derrota, de abatimiento. Comienzan su viaje con lamentos por todo lo ocurrido en los días anteriores en Jerusalén, por el fracaso de la empresa iniciada hacía poco más de tres años a orillas del lago de Galilea, cuando unos pescadores decidieron dejar las redes y las barcas y seguir a un hombre con indudable carisma y atractivo. Una empresa que había despertado la ilusión y las esperanzas de muchos,  que había comenzado con signos esperanzadores: los ciegos veían, los paralíticos caminaban, los hambrientos eran saciados, los pecados perdonados y los muertos resucitados. Pero ahora, todo había terminado en una cruz y en una tumba. Sus esperanzas habían quedado enterradas en la misma tumba en la que pusieron a Jesús, sus ilusiones murieron en la misma cruz en la que murió su maestro. Y no podían dejar de hablar de ello, aunque cada palabra emitida ahondara en sus heridas, en la herida de su decepción.

Sí, quizás la palabra justa para definir su estado de ánimo fuera "decepción". Jesús les había decepcionado, no había cumplido con las expectativas mesiánicas que habían depositado en él.  No había liberado a Israel, su nación, del yugo del gentil invasor; ni siquiera había organizado una verdadera revuelta que permitiera levantar a las gentes disconformes con el estatus actual. No, se dejó coger, se dejó azotar, se dejó crucificar..., y ni dijo nada, ni una palabra que levantara a las gentes, que los llevara a rebelarse contra los sacerdotes, contra las falsas autoridades y contra el romano. No, los había decepcionado dejándose morir... ¡por nada!.

También el mismo Dios los había decepcionado. ¿Dónde estaba la voz de Dios que se oyó, tres años antes, en el Jordán, cuando Jesús fue bautizado por su primo Juan? O la que se oyó, según contaban Pedro, Santiago y Juan, en aquel monte, cuando Elías y Moisés se aparecieron y Jesús parecía brillar. No, ahora no se oyó voz alguna, solo silencio, el impresionante silencio de Dios, el atronador silencio de Dios. Ni siquiera reaccionó cuando Jesús gritó desde la cruz y le preguntó por qué le había desamparado. ¡Pobre Jesús, quizás también él se sintiera decepcionado en esos últimos momentos! ¿Dónde estaba Dios entonces?. Y ahora, en estos momentos de dudas, de desánimo, también de miedo, ¿dónde está Dios? ¿por qué calla?

Y enfrascados en estas ideas seguían caminando, acercándose a esa pequeña aldea de Emaús, transitando un camino que cambiaría su vida de manera absoluta. Pero eso, ellos, en ese momento, todavía no lo saben.

Un hombre se les acercó. Otro que, como ellos, iba de viaje, en ese viaje que es la vida. Y quiso participar de la conversación, saber el por qué de sus caras tristes y de sus lamentos. Y ellos, los dos discípulos, volvieron a recordar. De nuevo el recuerdo, otra vez el nudo en la garganta y el dolor de la memoria. Quizás, después de todo, lo que más les dolió fue la ingenuidad de aquellas mujeres que, al no ver el cuerpo de Jesús en el sepulcro, regresaron gritando que había resucitado. ¿Pero cómo se podía ser tan iluso?, ¿cómo podían vivir tan alejados de la realidad?, ¿cómo podían permanecer anclados en unas ilusiones y deseos que no hacían sino aumentar el dolor de la realidad cruda y dura? ¡Jesús había muerto! Ellos lo vieron en la cruz, vieron como lo bajaron de aquel horrible artilugio y como lo metieron en el sepulcro. Todavía resonaba en sus oídos el ruido de la piedra al rodar para tapar la entrada de la tumba. ¡Era mejor aceptarlo cuanto antes y dejarse de falsas esperanzas!

Y para sorpresa de ellos dos, el compañero de viaje tomó la iniciativa en la conversación, pero no para manifestar su simpatía por sus sentimientos ni para hacerse partícipe de sus penas. No, comenzó a hablar para llamarles, prácticamente, tontos y faltos de entendimiento, y para sacar delante de ellos las palabras olvidadas de los profetas. Lo curioso era que, aun a pesar de la seriedad con la que habló, no se sintieron abrumados, y a pesar de la firmeza de sus palabras sintieron, poco a poco, alivio, descanso... como si el desconocido les consolara, les fortaleciera, les animara...

Después del largo camino, casi tres horas de caminata, llegaron a Emaús. El compañero de viaje parecía que quería continuar la marcha, pero ya comenzaba la noche, y era mejor estar bajo techo y en refugio. La buena práctica de los preceptos religiosos obligaba a ofrecer hospitalidad al caer la noche, y la buena educación mandaba rechazarla en primera instancia, obligando así al anfitrión a insistir con fuerza, hasta que el invitado aceptaba el ofrecimiento. Esa escena se representó en aquel momento y, al final, el caminante compartió con ellos refugio y mesa. Como invitado de honor, le pedirían que realizara el ritual de bendecir y partir el pan. No sabemos qué paso, si acaso realizó algún gesto que solo el Maestro y sus discípulos podían conocer, o si utilizó una fórmula de bendición que ya antes usara Jesús... no sabemos cómo ocurrió, pero sí sabemos qué ocurrió: reconocieron en aquel que compartió con ellos el camino a su Maestro, al llorado Jesús. Y todo fue distinto a partir de entonces. Donde había tristeza, ahora hay alegría incontenible, donde había decepción ahora hay esperanza renovada. Y aquellos dos discípulos, sin importarles ahora la oscuridad de la noche, ni el cansancio del camino ya recorrido, volvieron a Jerusalén de manera inmediata. No podían esperarse a la mañana siguiente para compartir su alegría y su euforia: Jesús vive; lo contado por las mujeres era verdad, por increíble que sonara. ¡¡Jesús vive!!. Y todo pasó en ese camino, donde Cleofás y su compañero sin nombre se encontraron con que la realidad que hay que aceptar no siempre es la que creemos haber visto, sino la que somos capaces de esperar.

¿Podemos imaginarnos algo similar?, ¿podemos acercarnos a lo que sintieron estos dos discípulos? Sí, claro que podemos. Podemos sentir lo mismo cuando descubrimos, como aquellos dos discípulos, que en realidad nunca hemos caminado solos, que el Jesús llorado siempre caminó con nosotros, que cuando nos hemos preguntado dónde está Dios, Dios estaba a nuestro lado, ofreciéndose sin imponerse, acompañando y escuchando, hablando y enseñando. Claro que podemos identificarnos con los dos discípulos, cuando descubrimos que ese camino de Emaús fue también nuestro camino de conversión, el camino que comenzó en la derrota y ha sido transformado en camino de victoria, el camino que se inicia en la decepción y nos conduce a la paz y serenidad.

Por cierto, sabemos que uno de los discípulos se llamaba Cleofás, pero ¿y el otro?, ¿cómo se llamaba el otro? ¿Se llamaría, acaso, como tú y como yo?, ¿se llama­ría con los nombres de todos los que en aquel camino aprendimos a cantar el Salmo 30?

 

Has cambiado mi lamento en baile.

Me ceñiste todo de alegría.

 

Por tanto a Ti cantaré,

gloria mía, gloria mía.

Y sólo a Ti danzaré,

gloria mía, gloria mía.

 

 



David Manzanas
Alicante. España
E-Mail: davidmanzanas@gmail.com

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