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Predicación
para el 4 domingo después de Epifanía |
“Ningún profeta es acepto en su propia tierra” Andar a la greña con nuestros paisanos . Lo cierto es que Jesús despliega cierta agresividad contra su propia tierra, ya que a partir del v. 23 responde a la admiración de sus oyentes con duras palabras basadas en el Antiguo Testamento: los antiguos profetas Elías y Eliseo prefirieron obrar milagros para los gentiles, antes que para los propios israelitas. De este modo, insinúa que no va a realizar ningún portento allí. Es interesante que el planteamiento de Marcos (6, 1-6) es ligeramente distinto: Jesús no muestra mala voluntad para realizar milagros, pero el “escándalo” que su ministerio de palabra y obra provocó, parece haberle bloqueado (“no pudo hacer allí ningún milagro”, nos dice el v. 5, aunque apostilla que alguno sí hizo). Asimismo, Mateo (13, 53-58) considera que fue la incredulidad de sus paisanos la que impidió que obrara milagro alguno. El caso es que Jesús y sus paisanos parecían no entenderse bien. Como si dijeramos, “andaban a la greña”. ¿Será que nos conocemos todos demasiado bien? ¿Será que ya no esperamos nada de aquellos a quienes ya conocemos? Si Jesús no obró milagros en su tierra, y sí lo hizo en el resto, ¿será que no es posible cambiar nuestra propia realidad? Un precio desorbitado: el agotamiento de nuestra fe Parece que las iglesias no aceptan bien las críticas ansiosas de cambios. Supongo que en esto se parecen a cualquier cuerpo social que, de modo natural o intuitivo, ofrece resistencia al cambio. Es como si el deseo de supervivencia fuera superior a la ilusión de la renovación. Como dice el refrán, parece que también los grupos sociales, iglesias incluidas, prefieren al “loco conocido, que al sabio por conocer”. Aunque podamos entender esta necesidad de protección, asegurando lo que ya tenemos, también hay que cobrar conciencia de que podríamos estar pagando un alto precio por tanta seguridad. Quizás desorbitado: ¡Jesús deja de obrar milagros en medio nuestro! Jesús deja de renovar nuestras vidas, y éstas pierden su ilusión. Como creyentes, quizás muchos llevamos tanto tiempo yendo, domingo tras domingo, a Sión, que ya no sentimos la emoción del peregrino esporádico del Salmo 84, que se maravilla por todo y ante cualquier detalle del lugar que pisa. Muchos de nosotros llevamos tanto tiempo comprometidos en unos u otros cargos o responsabilidades, que más que ver la hermosura de Sión (de la Iglesia, de sus templos, de sus comunidades de fe, de sus actos litúrgicos de alabanza, de su testimonio de vida, etc.), vemos tan sólo lo que hay tras las bambalinas, lo que se cuece en la trastienda, los “tejes y manejes” del Sancta Sanctorum , o sea, el “politiqueo” eclesial. ¡Ya nos las sabemos todas! ¿Nos conocemos todos, aquí! ¿Quién va a enseñarme algo que yo no sepa? Pero como decía, éste es un precio desorbitado: ¡el agotamiento de nuestra fe se palpa! Peor todavía: ¡Jesús mismo ya no espera nada de nosotros! Soy consciente de que tal afirmación es severísima. ¿Exagerada, quizás? No lo sé, porque el caso es que Lucas sí nos presenta a un Jesús que parece no esperar ya nada de los suyos: es él mismo quien les ataca con dureza, sin esperar siquiera a su reacción. Mejor dicho, a pesar incluso de su positiva reacción: “todos daban buen testimonio de él, y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca” (v. 22). Entonces, ¿qué? Ser en la vida Que no se acostumbre el pie Sensibles El cuarto domingo de epifanía nos llama a no conformarnos
a lo nuestro, a no dejar de esperar algo de los demás, y a no
sentirnos como parte de un cuerpo o un grupo, o de una iglesia, cuyo
camino es ya inamovible. Pedro Zamora, El Escorial (Madrid)
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