Romanos 12,9-21 

Home / Bibel / Neues Testament / 06) Römer / Romans / Romanos 12,9-21 
Romanos 12,9-21 

Sermón para el 2° domingo después de Epifanía | Romanos 12, 9-21 | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos,

A primera vista, este catálogo de virtudes cristianas pareciera fácil de ser llevado a la práctica, máxime si lo vemos con esa ingenuidad con la que solemos apreciarnos a nosotros mismos. Nos vemos buenos, con las mejores intenciones y capaces de hacer mucho bien. Una reflexión más profunda y sincera sobre este conjunto de consejos y teniendo en cuenta nuestra vida real, sin embargo, nos hará ver que al tratar de vivir la ética cristiana en nuestra cotidianeidad tropezaríamos con muchas dificultades dentro y fuera de nosotros. Veremos que los consejos que describe el apóstol Pablo –siguiendo a Jesús— parten de una concepción muy radical del mandamiento del amor; y tan radical es la exigencia y el desafío, que ahora, de pronto,  nos parecen irrealizables, utópicos.

Con todo, los que adherimos sinceramente a la fe cristiana, los que de una u otra forma fuimos agarrados, tocados y convocados por Dios, estamos comprometidos a practicar nuestra fe, a realizar las implicancias de nuestra fe. Estas implicancias se resumen en el gran mandamiento del amor: “Amarás a Dios de todo corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con todas tus fuerzas; y amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

El amor a Dios no es otra cosa que nuestra respuesta al amor que Dios nos prodigó primero a través de Jesucristo. Por otro lado, ese mismo amor a Dios se demuestra prácticamente en la realización del amor hacia nuestros semejantes. Este amor, por otro lado, puede tener consecuencias muy radicales y casi extremas: el amor a nuestros enemigos y el sacrificio de la vida por los demás; dos características del amor realizadas y vividas ejemplarmente por el propio Jesús.

La pregunta que ahora nos surge es: cómo podremos seguir nosotros este casi utópico ejemplo. En la medida en que reconocemos que nosotros y nuestros semejantes no son tan buenos como considerábamos al principio y que carecemos de capacidad, fuerza y constancia para realizar nuestro compromiso de fe, tanto más dependeremos de que Dios nos dé esa capacidad, esa fuerza y esa constancia necesarias. Dios —en principio–  está dispuesto a dar esa capacidad, esa fuerza y esa constancia a todo aquel que quiera servirle con sinceridad. Eso lo ha demostrado al revelar su modo de ser hacia nosotros justamente a través de la vida y el obrar de Jesucristo.

Fe en la ínfima cantidad como una pequeña semillita de mostaza, dice Jesús, es suficiente para remover montañas. Él da a sus enviados, que son a la vez los enviados del Padre Dios, poder para curar enfermos, resistir la picadura de víboras, resistir bebidas envenenadas, etc.. El primer paso en la realización de nuestra fe es, pues, confiar en las fuerzas que Dios mismo nos concede por medio de su Espíritu para poder actuar con valor aún en circunstancias extremas. En otras palabras: se trata de dejar que Dios actúe en nosotros, sin que nosotros mismos le impongamos condiciones e impedimentos.

En estas condiciones estaremos capacitados para realizar —con la ayuda de Dios— una ética tanto individual como comunitaria que va más allá de las normas morales más comunes de decencia y buena educación, y hasta más allá de las exigencias de las leyes de un país. Siguiendo esta línea, incluso el amor hacia  los enemigos, el sacrificio de la propia vida por el prójimo y el martirio por causa de la fe ya no son imposibles. Y en verdad son actitudes y hechos con precedentes. La historia del cristianismo nos muestra muchos ejemplos de tales actos.

El que conoce memorias de la Segunda Guerra Mundial, sabe que más de un alemán ha salvado su pellejo gracias a que los tan odiados enemigos —rusos, polacos, franceses, etc., incluso soldados de estas naciones— les han dado alimentos o los han escondido en sus casas corriendo el riesgo de ser acusados de traidores. Son estos reales actos de hospitalidad y amor hacia los enemigos. Para Dios no hay nada imposible y el forja sus instrumentos de acuerdo a su voluntad y las necesidades circunstanciales. La cuestión crucial es, si nosotros nos dejamos usar plenamente como herramientas en manos de Dios.

Por cierto, la práctica radical del amor nos va a acarrear molestias, incomodidades; exigirá de nosotros desprendimiento y sacrificios, dinero y tiempo, y tomar riesgos. Nuestras actitudes pueden producir envidias, burlas e incomprensión justamente por chocar con la moral común y los conceptos de justicia vulgares y demasiado humanos. No por nada el apóstol Pablo nos dice que no seamos flojos. O sea, ser cristiano en serio exige cierta disciplina y valentía.

Por otro lado, —aun siendo herramientas en manos de Dios— continuamos siendo seres humanos con todas sus imperfecciones. De ahí que, tratando aún de hacer sinceramente el bien, podemos incurrir en errores. Podemos estar confrontados en nuestra vida con circuns-tancias tan ambiguas, que las alternativas de acción que nos restan no sean satisfactorias, o son tales que, si actuamos de una manera nos acarrean críticas y acusaciones, tanto como si actuamos de otra manera. También existirán los casos extremos donde nuestra buena conducta —-considerada incluso buena por los demás— finalmente tiene un resultado negativo y que este resultado negativo quizás recién se descubra cuando los hechos sean evaluados en perspectiva histórica. O sea: que el cristiano responsable corre el riesgo de hacer el mal aún queriendo hacer el bien. Son todos riesgos que corremos al practicar nuestra fe y querer realizar el amor; y donde no tenemos otra medida de comparación que nuestra conciencia, ni otro respaldo que la fe y confianza en Dios.

A pesar de ello, estamos llamados a actuar; y también lo podemos hacer con toda libertad desde el momento en que confiemos en el amor de Dios. Toda la manera de ser que ha demostrado Dios hacia los hombres en Jesucristo es una actitud, una disposición a perdonar y que está implícita en su amor hacia su creación. Él conoce nuestras imperfecciones y está dispuesto a perdonarlas. Este hecho no nos libera de responsabilidad, pero sí de la angustia ante la posibilidad de cometer errores. Este hecho a su vez nos ayudará a ser más flexibles y tolerantes ante los errores cometidos por nuestros semejantes, a quienes por lo general evaluamos con una vara mucho más estricta que a nosotros mismos.

El amor a Dios y a nuestros semejantes nos lleva finalmente a tener conciencia de nuestras limitaciones como individuos, y hace que tomemos en cuenta nuestras limitaciones justamente al juzgar los actos de otros. Este hecho descalifica totalmente la venganza. Cuando tengamos que impartir justicia, ya sea el ámbito que fuere, lo haremos sabiendo que nuestra justicia está igualmente sujeta a errores y que la última instancia está solo en las manos de Dios.

Con el amor, la capacidad, las fuerzas, la constancia que Dios brinda a los que se ponen a su servicio y confían plenamente en él —y Dios otorga a cada uno su don o sus dones, a nadie lo deja sin uno—- se puede hacer mucho por nuestros semejantes y por toda la sociedad en la que nos toca vivir; y esto a pesar de las múltiples dificultades que se nos pudieran presentar. Dios tampoco espera de nosotros más de lo que podemos rendir. Hagamos,  pues,  todo lo que podamos de la mejor manera para que, a pesar de nuestras limitaciones, seamos hallados seguidores virtuosos y no holgazanes, cuando tengamos que rendir cuentas ante Dios. Amén.

_____

Federico H. Schäfer,

E.Mail: federicohugo1943@hotmail.com

de_DEDeutsch