5° domingo después de Pentecostés

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5° domingo después de Pentecostés

Sermón para 5° domingo después de Pentecostés | Texto: 2° Corintios 5, 14 – 21     (Leccionario Ecuménico, Ciclo “B”) | Federico Schäfer |

 

 

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

 

Seguramente Uds. han venido a participar de esta celebración con la esperanza de oír una reflexión bíblica que les ayude a mejorar de alguna manera sus vidas, ya sea en cuanto a su relación con Dios, a su relación con sus semejantes, en cuanto a su armonía interior, en cuanto a la tranquilidad o al desafío de vuestra consciencia, etc. Me parece bien que cultivemos nuestro espíritu. Y creo que el párrafo bíblico que nos toca comentar hoy, nos ofrece mucho material para corresponder a vuestras inquietudes.

 

Cada vez que hablamos de Jesús, no solo consideramos sus interesantes enseñanzas, sino que invariablemente nos encontramos también con el tema de su deshonrosa y cruenta muerte, una ejecución totalmente injusta y dolorosa. Pero Jesús no sufrió esta pena en la cruz para que nosotros tengamos algo de que lamentarnos. Lo debo decir sin tapujos: Él murió en lugar nuestro y para beneficio nuestro. Él sufrió la muerte en nuestro lugar, porque sufrió la muerte que debíamos haber sufrido nosotros.

 

Los seres humanos siempre de nuevo nos apartamos de Dios y vivimos en oposición a él, aunque en realidad hemos sido creados para convivir en paz, en amigable relación con él. Para reconciliarnos con Dios, para poder vivir nuevamente en comunión con él una vida genuina, es necesario que muramos y renazcamos de nuevo. El ¨premio” por nuestra oposición y desobediencia a Dios es de hecho la muerte, de la cual –como bien sabemos–no escapa nadie. Desafortunadamente no podemos decir: yo me quiero reconciliar con Dios, por tanto me sacrifico y martirizo y luego renazco. No podemos realizar esta acción por nuestra cuenta. Esto me hace recordar el relato donde Jesús habla del nacer de nuevo y el fariseo Nicodemo le pregunta: ¿Cómo puede funcionar esto, cómo puedo ingresar nuevamente al vientre materno? (Juan 3,3-4).  La iniciativa de reconciliación debe provenir de Dios. Sólo él tiene el poder para realizar esta obra transformadora. Y es así como en virtud de su infinita misericordia hacia el género humano Dios sacrificó a su hijo para morir en nuestro lugar. Esa muerte vicaria tiene —por así decirlo— el efecto como si hubiéramos sido ejecutados nosotros.

 

Ahora cabe la pregunta, cómo es posible que uno muera en lugar de otro, más aún, en lugar de muchos. Qué una persona muera en favor de otra para salvarle la vida, esto ha ocurrido, por cierto,  más de una vez. Podría citar ejemplos concretos. Así también es posible que una persona pague las deudas de otro. Esto ocurre a veces voluntariamente, a veces obliga-damente. Pero cómo uno puede morir por todos los culpables es algo que pertenece al misterio divino, que no podremos elucidar nosotros. En todo caso, es la fe en la acción de Dios que nos ayuda a superar este tropiezo para la razón. La razón humana podría aducir que, ya que merecemos la muerte por nuestra soberbia y oposición a Dios, por qué Dios no nos dio muerte realmente y nos hizo resucitar luego como hombres nuevos, inocentes, siendo que él tendría el poder de hacerlo. Resurgiendo una humanidad nueva –razonamos– el problema del pecado quedaría archivado para siempre. Sabemos, sin embargo, por investigaciones psicológicas, que el asunto no es tan simple. Además, no estamos aquí para satisfacer los apetitos de nuestra razón, ni tampoco para proponerle a Dios lo que él debería hacer. Con el diluvio en épocas prehistóricas Dios ya había probado la receta arriba sugerida, pero como recordaremos, el procedimiento fracasó, pues la humanidad no escarmentó, no mejoró.

 

No nos queda otro remedio entonces, que aceptar que Dios eligió otro camino para darnos a entender su proyecto de rescate de los seres humanos. Prefirió sacrificar a su hijo en lugar de la humanidad entera y regalarnos la nueva vida así. De esta manera es como se manifestó la gracia y misericordia divina. También es necesario aclarar, que no importa tanto que muera y renazca nuestro cuerpo material. Lo que sí importa es que muera nuestro viejo espíritu, nuestras intenciones e impulsos malos, que son los que dirigen nuestro cuerpo; y resurja un espíritu nuevo, que transforme a toda la persona, dándole una mentalidad libre de egoísmo, prejuicios, indiferencia, pero abierta a las obras y voluntad de Dios. Y eso es justamente el resultado de la muerte vicaria de Jesucristo. Él por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Cristo murió por nosotros, para que vivamos nuevamente con y para él y no en oposición a él. Su muerte y resurrección significan para nosotros reconciliación con Dios; y viviendo en comunión con Dios, somos como una persona nueva, de espíritu renovado.

 

En estas condiciones no juzgaremos más a nuestros semejantes, inclusive lo que Dios hizo en Jesucristo, según nuestra mentalidad vieja, egoísta y preocupada tan solo por intereses derivados del apego a este mundo. Las cosas viejas pasaron. Ya no es la “carne” al decir del apóstol Pablo, o sea justamente nuestra vieja mentalidad, la que rige nuestra vida, sino la mentalidad que se funda en Jesucristo. Ahora nuestros semejantes no son más nuestros enemigos frente a los cuales nos tenemos que poner en guardia, sino nuestros hermanos. Dios nos reconcilió consigo por medio de Jesucristo y asimismo como reconciliados con él nos encomendó el ministerio, el servicio de la reconciliación. Por tanto es de nuestra responsabilidad llevar a nuestros hermanos esa buena nueva y reconciliarnos con ellos.

 

Recapitulando podemos decir: Dios no nos condenó a muerte como lo hubiéramos mere-cido; no tomó en cuenta nuestras culpas, nuestras deudas. Por el contrario, en su infinita gracia, sacrificó a su hijo, que no conocía pecado, para hacernos hombres justos, nos desendeudó. Así, pues, como él no tuvo en cuenta nuestros errores, tampoco tengamos en cuenta los fallos de nuestros prójimos. Como embajadores de Dios, llevemos a los hombres y mujeres de este mundo el amor y la misericordia que nos fue regalada por medio  del sacrificio de Jesucristo. Seremos así como pequeños cristos para con nuestros prójimos. Nuestro sacrificio por ellos no será quizás el martirio, pero sí un dedicado servicio de amor. Y esto puede significar una importante tarea para nosotros: desde la visita a enfermos y el acompañamiento a personas solitarias, pasando por las responsabilidades éticas de nuestra vida cotidiana, en nuestros negocios, la forma de atender a nuestro personal, nuestra conducta vial, etc., hasta objetivos más grandes de obra social, diacónica  y de preservación de la creación.

 

Dios se reconcilió con nosotros; las consecuencias de esta reconciliación abarcan la totalidad de nuestra existencia, todos los instantes y facetas de nuestra vida. Con ello este regalo y gracia de Dios también es un desafío y una pretensión hacia nosotros. Vivir reconciliados con Dios significa ya no vivir más en oposición a Dios. Dicho en otras palabras: significa vivir en obediencia a Dios. Reconciliación y obediencia son palabras correlativas que determinan nuestra existencia frente a Dios. Y esto sin duda, exige de nosotros en todo momento una decisión, una toma de posición, un cambio de mentalidad. Son todas estas palabras que significan acciones, palabras contrarias a la pasividad que desafortunadamente bien caracteriza a muchos presuntos cristianos hoy en día.

 

La cruz de Cristo fue una acción de Dios que a través de la historia revolucionó a pueblos enteros en su ética, en sus estructuras políticas y sociales. Hoy aparentemente esta cruz perdió su carácter revolucionario justo cuando la situación del mundo actual exige cambios hacia una mentalidad nueva, un espíritu reconciliador, una vida más humana y sin violencia, una práctica concreta del amor. La pregunta final que nos debemos hacer es: ¡Dónde estamos nosotros ejerciendo el ministerio de la reconciliación? El estar nuevamente conectados con Dios nos debe sacar de nuestro letargo e impulsarnos hacia la acción concreta de la voluntad de Dios en el servicio de amor antes mencionado en todos los órdenes. Hagámoslo con la ayuda de Dios y la fe puesta en Jesucristo. Amén.

 

 

 

 

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