Filipenses 2,5-11

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Sermón para 2° domingo después de Navidad | Filipenses 2,5-11 | Federico H. Schäfer |

Estimadas Hermanas, estimados hermanos:

Por la gracia de Dios podemos hoy reunirnos a pesar de la pandemia del Virus Corona en forma presencial para alabarlo, escuchar su palabra y dirigirle nuestras oraciones. Asimismo y por esa misma gracia de Dios hemos podido iniciar un nuevo año, que —así lo esperamos fervientemente— nos depare tiempos más saludables y más pacíficos. Venimos de celebrar la Navidad, la venida de Dios al mundo, el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Todo el mundo celebra esta fiesta —la más popular de todas—; hasta los no creyentes se reúnen para destapar un espumante o despachar al aire fuegos de artificio. El comercio celebra seguramente los negocios más fructíferos del año. Curiosamente los chinos, un pueblo de cuño no precisamente cristiano, nos suministran todos los adornos y luces para emperifollar nuestros festejos.

Sin embargo, a propósito de una encuesta llevada a cabo hace un par de años en una concurrida calle del centro de Buenos Aires a fin de descubrir, qué es lo que el común de las gentes piensa sobre el significado de la Navidad, una gran mayoría respondió que se trataba de una fiesta familiar, muy pocos de los encuestados se refirieron al nacimiento de Jesús, amén de los que confesaron no saber qué se festejaba en Navidad. La cuestión, entonces, es, si por lo menos nosotros, los que llevamos su nombre y pretendemos ser una parte importante de la población de nuestros países “occidentales y cristianos”, –la encuesta mencionada no parece confirmarlo— tenemos conciencia del verdadero significado de esta fiesta y si tomamos en serio este significado, que trasciende la celebración misma, y dejamos que transforme nuestras vidas y la convivencia en nuestras comunidades.

Es necesario considerar que Dios, infinito y todopoderoso, creador del universo, de todo el  Kosmos, no está aferrado celosamente a su dignidad. Dejó de lado sus atributos divinos para hacerse hombre en ese niñito nacido de una mujer común, llamada María, y que recordamos acostado en una cuna improvisada en un comedero. Su nacimiento ocurrido en un establo en el pueblo de Belén, cerca de la ciudad de Jerusalén, o sea en un lugar concreto de este mundo, nos da la pauta de que no solo asumió nuestra condición simplemente humana, sino que, más allá de ello, en todo su tránsito por este mundo, se solidarizaría, en todas las penurias y miserias, con todos aquellos que no vienen a mandar y hacerse servir, sino a servir y obedecer.

A tal punto ese Jesús nacido en Belén, renunció a su divinidad, que no sucumbió a la tentación de arrojarse desde las cornisas del templo de Jerusalén para que todos lo admiraran y adorasen. Tampoco realizó la señal portentosa que reclamaban los sacerdotes y maestros de la ley judíos como demostración de su divinidad. La identificación con nuestra naturaleza fue tal, que hasta se subordinó a la muerte. Renunció a la vida llevando sobre sí una muerte no solo cruel, sino vergonzosa en la cruz reservada para los reos. En todo este actuar de Jesucristo podemos apreciar la manera de pensar, el espíritu de humildad y abnegación que solo tiene su origen en el profundo amor de Dios a sus criaturas.

Nos cuesta reconocer a Dios en ese pobre y débil bebé del pesebre, en ese impotente y despreciado sujeto colgado de la cruz. La soberbia humana nos enturbia la mirada para encontrar a Dios, nos enturbia la mirada para ver a nuestro prójimo y hasta para ver al hermano en la fe y ni pensar como nos enturbia la mirada para ver el sufrimiento del resto de la creación de Dios, nuestro medio ambiente. Nos hace desconformes con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea, pues nos impulsa a buscar solamente nuestros intereses personales, nuestro bienestar material, nuestro poder, nuestro prestigio, provocando así envidias, resentimientos, intrigas, deshonestidad, corrupción, explotación y conflictos y problemas de toda índole. Por ello también está dividida la iglesia cristiana, y no encontramos ni aún en medio de la comunidad cristiana, entre los “hermanos en la fe”, esa comunión acogedora, ese mutuo respaldo y esa solidaridad necesarias para vivir y convivir una vida feliz y plena. Es esa misma soberbia que impide que los deseos de paz y amor que abrigamos para estas fiestas se cumplan realmente.

Pero justamente en la debilidad e inocencia del niño recién nacido y en la impotencia y deshonra del crucificado, triunfa el poder divino sobre la soberbia humana. Los conceptos de Dios ponen, por cierto, de cabeza todos nuestros valores. Al resucitar a Jesús de entre los muertos, quedó manifiesto el verdadero poder de la renuncia a sí mismo, de la humildad. Así Dios dio a Jesucristo el más alto poder y honor y subordinó a él toda su creación. Sí, así es la manera de pensar y de actuar de Dios.

El apóstol Pablo nos invita a reconocer esa manera de pensar y actuar que hay en Jesucristo y nos pide que tengamos esa misma mentalidad también entre nosotros. En la práctica esto significa comenzar por reconocerse cada uno a sí mismo, es decir, aceptar que carecemos de honra frente a nuestro creador, y por tanto comenzar a desmontar nuestra completamente injustificada soberbia. Como consecuencia de ello pasaremos a doblar nuestras rodillas ante aquel, que en su inconmensurable amor se entregó como ejemplo viviente. Solo en la negación de nuestros propios intereses, de nuestros privilegios, nuestras ansias de riqueza y poder, y hasta la negación de nuestra propia vida, podrá tomar cuenta de nosotros el Espíritu de Dios y por tanto una mentalidad dispuesta a perdonar, a compartir, a servir, a ser generosos y justos. Es necesario invertir nuestra escala de valores y orientarnos en nuestro estilo de vida en Jesucristo.

Seguramente no podemos imitar a Jesucristo en todo su ministerio: solo el Hijo de Dios podía subordinarse tan consecuentemente a las condiciones de este mundo y a su vez permanecer obediente a Dios hasta las últimas consecuencias. Pero tampoco precisamos desesperar ante la imposibilidad de realizar este desafío, pues él mismo ya ha hecho todo por nosotros: Él se ha humillado para allegarse a nosotros  y así obrar para y por nosotros y rescatarnos de las redes de nuestra soberbia. Él se acerca para obrar en nosotros de manera que podamos madurar y producir frutos de amor.

Esa es la alegría navideña: saber, creer y aceptar que en ese niñito acostado en el pesebre triunfa el amor de Dios en este mundo; triunfa el amor de Dios por encima de la soberbia humana. Y así los humanos obtenemos la oportunidad de reiniciar nuestras vidas para llevarlas adelante más distendidas en paz, justicia y libres de nuestros propios encierros. Aprovechemos esta ocasión para dejarnos invadir por el Espíritu de Dios y en agradecimiento a este acercamiento de Dios a nosotros, hagamos los cambios y ajustes en nuestras vidas, que nos lleven a confiar más en él, a estar encaminados en amor y humildad hacia él, hacia nuestros semejantes y hacia el resto de la creación. Nuestros festejos adquirirán así una razón de ser más honesta y significativa; nuestras esperanzas de paz, de justicia y de libertad se asentarán sobre una base firme y nuestras vidas recibirán un sentido más verdadero y pleno para honra de Dios. Amén.

Federico H. Schäfer

E.Mail: federicohugo@hotmail.com

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