1° Corintios 15,1-11

1° Corintios 15,1-11

Sermón para 5° domingo después de Epifanía | 1° Corintios 15, 1 – 11 | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Ante las vicisitudes de nuestra vida cotidiana a nivel personal, familiar, laboral y las experiencias que hacemos en nuestra vida social, comunitaria, como integrantes de un mundo arremetido por toda suerte de crisis, conviene que nos acordemos del mensaje de salvación que nos ha sido predicado y enseñado y que Uds. en su momento también han aceptado al dar su “sí” cuando fueron confirmados. Este mismo mensaje es el que puede afirmarnos y reconfortarnos en medio de la agitación, las angustias, las preocupaciones, los sufrimientos y las dudas que nos aquejan a diario, si nos dejamos guiar por él.

La fe en este mensaje es lo que nos caracteriza como “cristianos”; y en las sucesivas circunstancias por las que pasamos en nuestra vida se demuestra y se demostrará, si realmente lo somos o si “hemos creído en vano”, si hemos tirado nuestra fe por la borda, o nos hemos dejado dominar por la incredulidad y el escepticismo. Este mensaje, que nos ha sido legado y transmitido por los testigos apostólicos a través de las Sagradas Escrituras y a través de los tiempos hasta el día de hoy, nos enseña que Jesucristo murió y resucitó por nosotros y que esa obra insólita hizo posible nuestra salvación.

Al escuchar este resumen de la fe cristiana, hoy en día más de uno se pregunta de qué es que hemos de ser salvados. Nuestros problemas diarios casi nunca los ubicamos en el contexto del proceso de salvación que nos ofrece el mensaje apostólico. El Nuevo Testamento describe la salvación como la liberación de la ira de Dios despertada por la recalcitrante desobediencia e indiferencia humanas; o dicho en otras palabras, la liberación de las causas que mantienen al ser humano alejado de su creador. Muchos de los apuros que pasamos en esta vida no son otra cosa que consecuencias de nuestra soberbia, ya sea porque no logramos los objetivos que en nuestra vanidad nos proponemos realizar por nosotros mismos y fracasamos; ya sea porque desobedecemos la voluntad de Dios acarreándonos culpas ante nuestros semejantes y el justo enojo divino. Nuestros problemas laborales, matrimoniales, educacionales, comunitarios, nuestras enfermedades y hasta la misma muerte —aunque se los considere muchas veces como simples procesos naturales— no son otra cosa que consecuencias de nuestro pecado. También los accidentes de tránsito con sus funestas secuelas, los descalabros económicos, la corrupción y hasta la guerra tienen su origen en el alejamiento de los humanos de su creador.

De la perdición y el caos a que desafortunadamente apunta todo actuar humano que no cuenta con Dios, es que Dios mismo nos quiere rescatar. Insisto, hasta los problemitas triviales de la vida cotidiana están incluidos en el plan salvífico de Dios. Pero no solo ellos: también los problemas mundiales y aquellos que tienen incidencia más allá de los límites temporales. La salvación es esencialmente salvación del juicio divino. Pero reconfortante es saber que esa salvación es accesible a nosotros por la (simple) fe en la obra que Dios realizó para nosotros por medio de Jesucristo en Viernes Santo y en Pascua de Resurrección. Cada domingo —que también llamamos día del Señor— recordamos la resurrección de Jesús de la muerte y lo celebramos con alegría. Pero no podemos perder de vista en este contexto la crucifixión de Jesús. Debemos ver ambos hechos en su conjunto, si queremos intuir su trascendental sentido.

La crucifixión de Jesús es —más allá de ser un horrible crimen a manos humanas— señal de la máxima entrega de amor de parte de Dios hacia los hombres. Dios mismo hecho hombre en Jesús se sacrificó hasta la muerte por sus enemigos. ¿Quién sufre y se sacrifica por aquellos que no lo quieren? Sólo aquel que no toma en cuenta las culpas y está dispuesto a perdonarlas, que ya las ha perdonado. La muerte de Jesús en la cruz es así la máxima señal del perdón de Dios hacia los hombres.

La resurrección de Jesús es la demostración de que Dios estaba y está en él; que Jesús es Dios y que su sacrificio en la cruz no es un sacrificio puramente humano, el sacrificio de uno que quiere ser como Dios, sino legítima obra de Dios. Obviamente la resurrección también es señal de que Dios tiene poder sobre la muerte, que la muerte ya no tiene poder sobre la vida, y que el perdón que nos ofrece en Jesucristo es definitivo. Si Dios ha destituido a la muerte, ésta ya no puede constituir más una condena, por lo que el perdón de Dios queda ratificado. No cabe duda, que si la resurrección de Jesús es la señal de que Dios vence a la muerte, nuestras esperanzas de vida adquieren otra perspectiva. La vida verdadera, tal como la da y la quiere Dios se proyecta más allá de la muerte de nuestro cuerpo físico: es vida eterna.

Hay quienes ponen en duda este hecho. No solo hoy en día en que la razón y el rigor científico han tomado cuenta de nuestro entendimiento. También en los tiempos apostólicos se hacía difícil predicar y creer en la resurrección. Sabemos que los propios apóstoles dudaron al principio. El apóstol Pablo se ve en la necesidad de mencionar uno a uno a los testigos de la resurrección a los efectos de ahuyentar dudas acerca de la veracidad de este inaudito y maravilloso evento. Si tantos discípulos vieron al maestro resucitado, no puede tratarse de visiones, alucinaciones o sueños subjetivos de unos pocos trastornados. Ese es el argumento de Pablo. Y lo refuerza diciendo:   “Si nuestra esperanza  es solo para esta vida, (es decir, si negamos la resurrección, la vida después de la muerte), somos los más desdichados de todos”.

El obrar de Dios tanto en la cruz como en la resurrección, por cierto, no es verificable por nuestra razón —que dicho sea de paso tampoco es siempre tan objetiva como suponemos. Pero sí es un obrar accesible a nuestra fe. La confianza en los primeros testigos de este obrar y en todos los que han transmitido y vivido ese mensaje hasta hoy, nos abre a una realidad que va mucho más allá de lo que podemos comprobar con nuestra limitada razón; nos abre a la realidad del amor de Dios, que por cierto no se rige por principios humanamente razonables.

¿Es razonable el perdón, cuando estamos acostumbrados a pensar en términos de “quien las hace, las paga”? ¿Es razonable elegir como colaborador a quien es un encarnizado enemigo de uno? ¿Es razonable preocuparse por quienes no merecen que uno se preocupe por ellos? El obrar de Dios sobrepuja nuestro entendimiento. Así también nuestra salvación es incomprensible, pero es una realidad que no exige de nosotros acrobacias intelectuales, sino sencillamente volcar nuestra confianza, nuestra fe en aquel que nos ha demostrado todo su amor en Jesucristo. Conviene —insisto en ello— que nos acordemos de todo esto, que seguramente ya lo han escuchado, leído y reflexionado muchas veces, de modo que Dios pueda realizar su plan liberador también con nosotros, y así su bondad para con nosotros muestre su eficacia.

Seguramente nadie de nosotros tendrá un pasado como el que tuvo Pablo; nadie de nosotros habrá sido encarnizado perseguidor de la iglesia; pero quizás tampoco hayamos sido favorecedores muy comprometidos. Habremos permanecido relativamente indiferentes a la causa de Cristo, mientras nos encerrábamos con nuestros problemas personales y nos desesperábamos con los problemas del mundo, incapaces de hacerles frente como individuos.

Pero Dios no quiere que sucumbamos bajo las crisis de este mundo alejados de él. Por ello ha venido él mismo a nosotros en la persona de Jesucristo para liberarnos del estar perdidos y sin orientación y ofrecernos la vida verdadera y eterna en comunión con él. Con la resurrección de Jesucristo él nos ha corroborado definitivamente su voluntad de rescatarnos. Entonces, cada vez que recordamos la resurrección de Jesucristo tenemos razón de regocijarnos y agradecer a Dios, pues una nueva esperanza de vida nos anima aún de frente a las peores dificultades. Quiera Dios que nuestra vida en este mundo dé cuenta de nuestra esperanza y fe y anime a otros a sumarse a esta esperanza y fe. Quiera Dios que no despreciemos esta oportunidad que nos ofrece de religarnos con él y desprendernos de nuestra soberbia y así iniciar una nueva vida libres de todo aquello que nos impedía amar a Dios, a nuestros semejantes y a toda la creación. Amén.

de_DEDeutsch