Isaías 43, 1 – 7

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Isaías 43, 1 – 7

Sermón para 7º domingo después de Pentecostés | 16 de julio de 2023 | Texto: Isaías 43, 1 – 7 (Leccionario de la EKD, Serie V) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Cuando nos encontramos con un amigo, vecino o pariente lo saludamos diciéndole: ¿Cómo te va? Muchos no responden a este modismo demasiado habitual, que parece mecánico, y devuelven la pregunta. Con todo, algunas personas contestan: ¿Quieres que te cuente? Si se dispone de algún tiempo y se está dispuesto a escuchar, responderemos: ¡Sí, pues, cuéntame! Así nos enteramos de las penurias y problemas que sufre el otro: enfermedades, desocupación, desavenencias familiares, accidentes, duelos, etc. Raras veces las palabras del otro revelan contento y felicidad. Los medios de comunicación en general nos acercan a su vez noticias desagradables o problematizadoras: injusticias y actos de protesta por las mismas, destape y denuncia de actos de corrupción, crueldades de la más diversa índole, catástrofes, etc. Es como que el mundo está saturado de problemas. Y como estos problemas nos absorben, nos tienen agarrados, presos, cargados y angustiados. En todo ese contexto nos olvidamos de Dios, de ver lo positivo de su creación, de los beneficios que a diario usufructuamos y que no registramos, que asumimos como cosas sobreentendidas y no se nos ocurre agradecer por ellas.

Ahora ustedes me dirán: Pero pastor, esto todo lo conocemos, es nuestra experiencia cotidiana y estamos hartos de escucharlo y no deseamos venir a las celebraciones en la iglesia para volver —para decirlo de una manera grosera, pero contundente— a revolcarnos en esa bosta. Queremos escuchar algo nuevo que nos saque del círculo vicioso. Pues, sí, la palabra de Dios, que predicamos, nos trae buenas noticias; nos trae el Evangelio —palabra griega que traducida al español significa precisamente eso: “buena noticia”.

Les cuento: El pueblo de Israel, en los tiempos de los que nos da testimonio el relato bíblico recién leído, estaba pasando muy mal, una larga época de guerras durante el siglo VI antes de Cristo. Las grandes potencias en aquellos tiempos eran Asiria y Babilonia (hoy Irak) al Este y Egipto al Oeste. Y los pequeños estados de la Palestina, Siria, Fenicia, Israel, Judá, Moab, etc. eran juguetes, vasallos de una u otra de las grandes potencias. Era como cuando hace un par de décadas atrás nos peleábamos a causa de ser unos pro-comunistas y otros pro-occidentales. Y no nos olvidemos en ese contexto de toda la gente que en muchos de nuestros países y en todo el mundo han debido dejarse torturar y morir por adherir y luchar a favor de una u otra bandería.

Así también en Israel y Judá había tiranteces por la política internacional, los reyes que preferían inclinarse hacia Egipto, los gobernantes que preferían inclinarse hacia Asiria, las alianzas entre los estados pequeños para resistir la opresión de los poderosos o, por el contrario, para obtener algún beneficio de parte de alguna de esas potencias. La adhesión a alguna de esas potencias exigía también el reconocimiento de sus dioses. Así, con el mal ejemplo de sus dirigentes, el pueblo de Dios una y otra vez se olvidaba de su verdadero Dios y como correlato de ello de los mandamientos de Dios. Los valores éticos y morales se fueron yendo por la barranquilla y la injusticia —también la injusticia social— y la corrupción habían tomado cuenta de la vida cotidiana. Esta realidad a su vez producía muchos problemas y angustias entre la población.

Pero —ojo—, el profeta Isaías o el profeta Ezequiel o el profeta Jeremías no eran de la opinión que toda la culpa la tenían las belicosas potencias extranjeras. Una y otra vez han llamado al pueblo a asumir su propia responsabilidad y han advertido sobre las injusticias y maldades que se cometían en medio del pueblo. Es más, consideraban los ataques de los ejércitos de los reyes de Asiria y después de Babilonia como castigos de Dios por la constante desobediencia. Los sacrificios que se ofrecían a Dios en el templo se habían transformado, aparentemente, en una rutina, como para conformar a Dios. Y así es que Dios manda decir a los profetas una y otra vez: ¡No quiero los holocaustos, estoy harto de oler la grasa quemada de vuestras ofrendas, no quiero que sacrifiquen corderos sobre el altar, quiero que hagan justicia y se atengan a mis mandamientos! Obviamente Dios apuntaba a una renovación espiritual

Pero Dios afortunadamente no es un dios rencoroso, vengativo, justiciero en la línea de la demanda hasta hoy vigente entre todos los afectados por algún atropello: “El que las hace, las paga”, o “Todo hay que pagarlo en esta vida”, etc. Dios es un dios misericordioso que está dispuesto a hacer “borrón y cuenta nueva”. Dios, el Señor, más adelante en este mismo capítulo 43 del libro de Isaías afirma: ”Me cansaste con tus pecados, me molestaste con tus maldades. Pero yo, por ser tu Dios, borro tus crímenes y no me acordaré más de tus pecados”.

Es bajo este posicionamiento de Dios, que el profeta Isaías puede transmitir al pueblo angustiado y oprimido de Israel estas palabras de ánimo y consuelo que recién hemos escuchado: “El Señor que te creó te dice: >No temas, que yo te he libertado, yo te llamé por tu nombre, tú eres mío….Yo soy tu Señor, tu salvador….yo te he adquirido …. Porque te aprecio, eres de gran valor y te amo…. He pagado rescate por ti, para tenerte, para salvar tu vida. No tengas miedo, pues yo estoy contigo<”. Lo que hace decir Dios al profeta es fuerte e impactante. El pueblo de Israel puede sentirse privilegiado. Es como propiedad de Dios, por tanto, el Señor lo ama, lo aprecia, lo valora. Con tal de no perderlo, ha pagado un alto precio de rescate y en virtud de ello lo protege y lo cuida.

No sé qué efecto tuvieron estas buenas nuevas y las demás consoladoras palabras que podemos rescatar del libro de Isaías sobre el pueblo de Israel. Pero muchos judíos piadosos hasta el día de hoy se agarran de estas reconfortantes palabras para superar las angustias que han debido sufrir en el correr de la historia. Y si los judíos pueden encontrar ánimo y confortamiento en estas palabras, mucho más debiéramos encontrarlo nosotros los cristianos, que sabemos el rescate que Dios ha pagado por nosotros; que ha bajado a este mundo y se ha hecho como uno de nosotros en Jesucristo y se ha entregado —sí, él, el propio Dios— se ha entregado por nosotros hasta la mismísima muerte.

Nadie hace un sacrificio tal por alguien que no quiere. Pero Dios se ha entregado por nosotros, aunque no lo merecíamos y que mucho no lo queremos; luego no podemos interpretar otra cosa que lo hizo porque nos quiere incondicionalmente. Y si él nos quiere tanto, él no nos va dejar a la deriva, nos va a cuidar, a proteger, a libertar de todo aquello que nos tiene presos y oprimidos, cargados y angustiados. Estas palabras —y no son meras palabras, pues están respaldadas por hechos— son, por tanto, también una verdadera buena nueva, que nos saca de la opresión de nuestros problemas, sean grandes o pequeños, sean acarreados por nuestra propia culpa o debidos a la culpa de otros, y nos da una nueva perspectiva de vida. Nuestros problemas se los podemos endosar a Dios o dicho en otros términos: él nos ayudará a superarlos, a resolverlos. Por lo menos, él nos promete acompañarnos, estar junto a nosotros y allanarnos el camino por donde debamos transitar.

Este anuncio originalmente estaba dedicado a todo un pueblo, a toda una sociedad. Podría valer, pues, también para todo nuestro pueblo, para toda nuestra ciudad. Pero puede valer asimismo para nuestra congregación y cada uno de sus miembros. Aparte de todos los problemas cotidianos que pesan sobre nuestros hermanos y hermanas, se suma la angustia por la dispersión en que nos encontramos, el aislamiento, el individualismo reinante. Pero el Señor nos promete que nos ayudará a reunirnos nuevamente desde todos los extremos geográficos, pero seguramente también ideológicos. Él nos ayudará a superar nuestros prejuicios, insatisfacciones, y pruritos que nos mantienen alejados unos de otros.

Cierro esta reflexión diciendo que tenemos razones suficientes para poner manos a la obra para reconstruir nuestra comunidad, pues sabemos que en esa tarea no estaremos solos. Somos propiedad de Dios y él quiere salvar nuestras vidas. En esa misma línea podemos hoy salir reconfortados de este encuentro y volver al mundo cotidiano sabiendo que el Señor nos acompañará y nos ayudará a resolver y superar nuestras dificultades. Y esto a su vez nos permitirá dar un buen testimonio de él en nuestro entorno. ¡Qué así sea!


Federico H. Schäfer

E.mail: <federicohugo1943@hotmail.com>

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