Juan 14, 22 – 29

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Juan 14, 22 – 29

Sermón para 6ª domingo de Pascua (Rogate) | Texto Juan 14, 22 – 29  (Leccionario Ecuménico, Ciclo “C”) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Escuchamos que el Señor se despide de sus discípulos. Estarían solos, sin la compañía del Maestro; estarían solos hasta que él volviera o por lo menos hasta que él les enviara su Espíritu, de acuerdo a lo que él mismo les había anunciado. Esto genera preocupación y miedo en los discípulos, en sus seguidores. No era para menos reconociendo las circunstancias, que ofrecían fuerte resistencia a las buenas nuevas que proclamaba Jesús. Pero Jesús les consuela, no los deja con las manos vacías. Él les da su paz; una paz que no es como la paz que pretenden otorgar personas o instituciones de este mundo, es una paz duradera, profunda, basada en el amor y asistencia de Dios.

Nosotros venimos de celebrar la Semana Santa; de recordar la pasión, la muerte y la resurrección de nuestro Señor; y ya estamos cerca de celebrar Pentecostés, la fiesta en que recordamos la venida de ese Espíritu que Jesús prometiera a la comunidad de sus seguidores, de sus discípulos. Por un lado, estamos contentos de saber que el Señor vive y que somos herederos de su Espíritu. Por otro lado, sin embargo, ese Señor resucitado nos parece tan lejano, intangible; no pudimos hacer lo que sí le fue permitido hacer al discípulo Tomás, es decir: poner nuestros dedos en las heridas del Señor y verificar que el Señor es verda-deramente el resucitado, el Dios viviente. Por tanto, nos continúan agobiando preocupaciones y miedos de toda clase, la sensación de estar solos, lejos del Señor.

Hay entre nosotros quienes a causa de la decaída economía de nuestro país como consecuencia de la aparentemente interminable pandemia del virus corona, han perdido todo y están en la ruina, hay quienes han perdido el trabajo y pasan necesidad; hay quienes han padecido la susodicha enfermedad y hoy sufren sus secuelas, hay los que sufren de otras enfermedades, pero en virtud de la prioridad que se daba y da a los afectados por la pandemia no han podido ser tratados debidamente y hoy sufren las consecuencias de ello, y ni hablar de los que han perdido familiares y seres queridos; y la secuencia de problemas podría continuar. Aquí, estimada comunidad, es donde entroncan las palabras del Señor con nuestra realidad. Sí, el Señor nos da la paz, no como la da el mundo, una paz que debe disipar los miedos y las preocupaciones. ¿Qué significa esto?

Preguntémonos primero qué paz otorga el mundo. Una paz fijada en tratados que al poco de establecidos pueden ser revocados sin escrúpulos. ¿La así llamada “pax romana”, paz que solo significa ausencia de actividad, falta de movimiento, tranquilidad obligada, impuesta por la fuerza, por las armas, a su vez por el miedo? El pueblo judío de los tiempos de Jesús tenía experiencia en esto. Su nación sufría la ocupación del imperio romano. La paz romana era garantizada por las armas. Jesús no podía ser apresado en público, pues esto podía haber producido un peligroso tumulto; no podía ser ejecutado por las autoridades religiosas judías, pues el derecho de la condena a muerte solo estaba en poder de los romanos. En fin, como sabemos, la muerte de Jesús en la cruz precisó de una estrategia fina para que se conservara la paz en Jerusalén.

Pero toda esta metodología de los poderosos nada tiene que ver con la paz, con el “Schalom”, que nos viene de Dios. Schalom es un término hebreo que significa paz, pero en un sentido mucho más amplio que la paz romana. Es una paz dinámica. No es solo ausencia de guerra y tranquilidad política. Schalom es justicia, es bienestar, plenitud de bendiciones; es libertad, es saber que Dios está reconciliado con nosotros, que nos defiende y nos ayuda a sobrellevar los problemas incluso la muerte. Es más, es un llamado a ser pacificadores, a procurar la paz.

“Felices los que procuran la Paz, pues Dios los considerará hijos suyos” –nos dice Jesús en el “sermón de la montaña” (Mateo 5, 9). Y el apóstol Pablo nos dice (en Carta a los Romanos 8, 31ss): “¿Qué diremos pues a esto? Si Dios está a nuestro favor, ¿Quién puede estar contra nosotros? Dios no nos negó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros; ¿Cómo no nos dará también junto con su Hijo todas las cosas?”. Sabiendo que Dios está a nuestro favor y por tanto nadie puede estar en contra de nosotros, nuestras dudas, nuestros temores, nuestras preocupaciones ya no nos deben abrumar ni derrotar. Al contrario: En vez de quedar con los brazos cruzados y llorar frente a la presunta fatalidad de nuestros sufri-mientos y desgracias, estamos llamados a actuar, a cumplir una tarea

Esta tarea consiste en diversas actividades: por un lado orar por el envío del Espíritu, orar por la recepción de la paz, orar que Dios nos fortalezca la fe y nos dé ánimo y fuerzas para luchar; por otro lado es justamente ponernos en movimiento y luchar en procura de la paz, de la reconciliación, de la justicia y del bienestar y la salud de las personas. La paz que buscamos deberá realizarse primeramente entre las personas individuales, pero luego también en el seno de la familia, en otros grupos que integramos, en el lugar de trabajo, en el pueblo en que vivimos. Pero también se debe dar en la congregación local, en el distrito y en la iglesia toda, de manera que como un cuerpo podamos dar un testimonio profético que llegue a permear nuestro entorno, que llegue a ser una voz misionera que lleve la buena nueva de paz y reconciliación a todos los rincones de los países en los cuales nos puso a trabajar.

Y esto no es una tarea imposible, pues Dios Padre y el Señor Jesucristo nos aman y estarán con nosotros por medio de su Espíritu; vivirán en nosotros, si nosotros los dejamos entrar en nuestras vidas, si los amamos y hacemos caso de sus indicaciones. No estamos solos. El Espíritu de Dios estará acompañándonos y enseñándonos las cosas que nos hayamos olvidado, o que no entendimos bien cuando las escuchábamos de boca del propio Jesús, nos refrescará la memoria para que pensemos lo que debemos pensar, hagamos lo que debemos hacer y digamos lo que debemos decir en el momento que corresponda.

En virtud de ello no hay razón para el miedo, las preocupaciones y el desánimo muy a pesar de las resistencias y las amenazas que ofrecen los poderosos de este mundo que no quieren reconocer a Dios. No somos ingenuos ni simplistas; no negaremos que el miedo ejerce un poder muy fuerte sobre todos nosotros. Tal es así, que es un arma psicológica muy potente usada en los conflictos bélicos desde los albores de la humanidad. Jesús mismo nos lo dice: “En el mundo ustedes tendrán miedo, pero tengan valor; yo he vencido al mundo” (Juan 16, 33). El único arma que tenemos entonces para combatir el miedo es pues la plena confianza y fe puesta en el Señor y la ayuda y compañía de su Espíritu.

El tema litúrgico tradicional que dio el nombre al domingo de hoy denominado  “rogate” en latín, —un imperativo que significa: ¡Consultad! ¡Preguntad!, ¡Pedid! ¡Solicitad! ¡Rogad!— es el tema de la oración. En diversas ocasiones Jesús nos anima, nos impulsa a orar y pedir a Dios, el Padre, en nuestras necesidades. La oración de solicitud a Dios ya era una costumbre largamente arraigada en la espiritualidad del pueblo de Israel, pero Jesús la reafirma e insiste en ella. Así, en obediencia a él, no dejemos de pedir a Dios siempre de nuevo y con vehemencia que nos envíe su Espíritu para que esté y permanezca siempre con nosotros y así podamos vencer el miedo, de manera que seamos empoderados para ser verdaderos testigos del amor y la paz de Dios en todas las circunstancias. Amén.

Federico H. Schäfer

E. Mail: federicohugo1943@hotmail.com

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