Mateo 21,14-17

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Mateo 21,14-17

Sermón para 5º domingo de Pascua (Cantate) 2023 | Texto Mateo 21, 14 – 17  (Leccionario de la EKD, Serie III) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

El relato escuchado nos ubica en la conocida polémica entre Jesús y los sacerdotes y maestros de la ley judíos, aunque los biblistas actuales dicen, que los evangelistas recogen en sus libros más bien la situación conflictiva entre la primitiva iglesia cristiana y el cuerpo ministerial judío, argumentando que Jesús posiblemente ni haya sido tan polémico, no me cabe duda, que hubo desentendimientos, de lo contrario el ministerio de Jesús no hubiera terminado en la crucifixión. Es que con su actuar en obediencia a la voluntad de Dios, Jesús desestabiliza a los poderosos, sean cuales fueran, judíos o romanos. Para ambos grupos Jesús era una persona incómoda, como todos los que luchan por la verdad.

Jesús decide celebrar la Pascua, como era la tradición de su pueblo, en Jerusalén, sabiendo que yendo a esa ciudad se metía en la boca de un lobo. Al entrar a la ciudad lo hace con un gesto de humildad, pero dejando traslucir su autoridad. Entra a lomo de una burra, pero montado al fin. Los que se identificaban con la causa que suponían él estaría defendiendo, lo reciben con palmas y ovaciones. A los ojos de los poderosos una actitud ridícula, pero también desafiante. Cuando las masas se movilizan, los tiranos comienzan a temblar.

Acto seguido, Jesús decide echar del templo a comerciantes y cambistas. ¿Quién le daba derecho a realizar semejante acto? Jesús fundamenta su conducta con palabras de los profetas. No se le puede contradecir, pero la bronca queda con las autoridades del templo. Siguiendo su costumbre, Jesús atiende a los enfermos —ciegos, paralíticos, epilépticos, etc.-que se le acercaban y le solicitaban ayuda. Nuevamente desestabiliza las costumbres y normas en vigencia. Invade un derecho que sólo tenía el cuerpo ministerial reconocido por  la comunidad judía. Eran los entendidos en la ley quienes verificaban quienes eran dignos de ingresar al templo, quienes eran “puros” en ese esquema según el cual una enfermedad, una minusvalía siempre era castigo divino por alguna transgresión a la ley propia o de sus antepasados. Sanar una enfermedad era así considerado como una intervención en los mecanismos establecidos por Dios. Sanar era abolir el castigo, era como perdonar la culpa. Y es eso justamente lo que Jesús intencionaba, pero entendido como una blasfemia por los religiosos judíos. ¿Cómo un advenedizo galileo podía asumir una función reservada a los instituidos para ello? Pero como los enfermos sanaban realmente, a los sacerdotes y maestros de la ley no les quedaba argumentación posible.

Y como si todo esto fuera poco, el Evangelio nos relata que niños comienzan a vitorear a Jesús dando testimonio de su origen divino. Esto para los ministros era el colmo de la blasfemia y no podían comprender por qué Jesús no los reprende, al contrario, los justifica citando palabras del Salmo Nro. 8. Con los niños de pecho Dios levanta un baluarte contra sus enemigos. Los más inocentes, los que no tenían absolutamente ningún poder y aún no están corrompidos por deseos de poder, serán los que defenderán la causa de Dios y con los cuales él construirá su Reino.  Sin duda otro gesto desestabilizandor, ridículo a los oídos de los poderosos, pero desafiante y que no podía ser contradicho, pues tenía respaldo en la Escritura. Sin provocar más a los ministros judíos, Jesús finalmente abandona el templo. Jesús no provoca por el mero hecho de enfadar. Su ministerio de amor y su conmiseración de los sin poder es lo que genera las reacciones. Y eso es lo que el Evangelio quiere destacar. Sin usar poder alguno y a través de los que no tienen poder, Dios puede vencer a los poderosos.

Los que estamos aquí reunidos estamos cargados con los problemas y preocupaciones que nos vienen de observar nuestro entorno, los pobres que habitan en ciertos barrios de nuestro municipio y de las ciudades vecinas. Los niños de la calle, los trabajadores sin trabajo, las familias sin techo, las personas, mayormente de edad, que hacen fila para conseguir una comida caliente en algún comedor popular. Nos sentimos impotentes frente a los poderosos que se desentienden de sus responsabilidades sociales y todavía se quejan de la mala  situación económica del país, cuando muchas veces son ellos los que impiden una más justa distribución de los bienes de la creación de Dios y del producto de su elaboración, llevando a niveles de vida indignos a gran parte de las gentes.

El relato que estamos analizando nos puede reconfortar en nuestra depresión por la impotencia. Desde la impotencia, el Señor puede superar a los poderosos. El Señor no depende de nuestro escaso poder, de la mayor o menor importancia de nuestras congregaciones, de nuestra iglesia, de la ascendencia que pueden tener nuestros nombres, nuestros cargos en el medio que actuamos. No, es cuestión de alabar a Dios, de confiar en él. Él nos ayudará a encontrar caminos de salida, a ser creativos en nuestra misión. Nuestra impotencia la puede transformar en potencia.

Pero aunque no pertenezcamos a la elite de los poderosos, los más pobres y débiles, los desocupados, los enfermos que no tienen dinero suficiente para recuperar su salud y los grupos carismáticos, que yendo al encuentro de estas necesidades se arrogan poderes curativos y asumen engañosos discursos de felicidad, nos desestabilizan y nos causan preocupación. No negamos que sean posibles curaciones por métodos alternativos a la medicina comercial. No negamos el poder del Espíritu Santo convocado por nuestras oraciones. Pero conocemos también la frustración y desesperación de los que han sido objeto de prédicas alienantes y estratagemas engañosas y de pronto se topan con la cruda realidad y deben aceptar con dolor, que el Espíritu Santo sopla por donde quiere y no puede ser manipulado por ministros autoconvocados ávidos de fama y dinero.

Seguramente nos queda mucho por aprender de la espontaneidad, simplicidad y vehemencia en la expresión de la fe de nuestros hermanos carismáticos. El exceso de racionalidad con que fuimos formados los pastores, el formalismo de nuestras celebraciones y las estructuras organizacionales de nuestras iglesias, muchas veces nos dificulta nuestra tarea misionera y complica nuestro servicio diaconal. A veces yo mismo me siento como inmerso en el papel de los sacerdotes y maestros de la ley, que querían fiscalizar todo y asumían la determinación de lo que era justo y correcto en materia de expresión de fe y estilo de vida. Personalmente no soy muy propenso a las emociones y me cuesta aceptar tendencias carismáticas y me resultan hasta desagradables cuando no solo enfatizan los sentimientos, sino van de la mano con fundamentalismo, fanatismo, soberbia, moralismo y acritisismo ideológico. Pienso que debemos diferenciar y discernir.

Dejar más libertad al desarrollo de los verdaderos dones del Espíritu Santo seguramente nos puede abrir nuevas perspectivas y alternativas en nuestra misión y producir cambios en la apreciación de muchas realidades.

-en nuestra postura frente a las ciencias (medicina, psicología, parapsicología, etc.).

-en nuestra postura frente a la liturgia y normas eclesiásticas

-en el temor de expresar nuestras experiencias con Dios y de invocarlo cuando lo necesitamos

-en nuestra postura frente al dinero (generosidad)

Solamente si nos volvemos como los niños y aceptamos y recibimos sin prejuicios los dones del Señor, podremos ser útiles para el Reino de Dios, es decir, llegar a ser puntos de referencia para los sin poder, sin que ello nos desestabilice y abrume. La consigna de ser como los niños no es nada nuevo, pero sigue siendo un desafío y seguramente tenemos mucho que hacer para cumplirla:

-abandonar nuestras luchas por el poder

-abandonar nuestros prejuicios

-abandonar nuestro individualismo

-aprender a jugar

-aprender a ser más agradecidos por todo lo que Dios nos brinda

La adopción de la simplicidad infantil como nueva mentalidad nos llevará a preocuparnos más por lo cercano y concreto y nos alejará del vicio de querer arreglar en seguida el mundo entero, para lo cual obviamente somos impotentes y lo cual es en realidad competencia de nuestro Señor. Alabemos y agradezcamos al Señor que podemos descargar en él nuestras pequeñas y grandes preocupaciones, en él que infunde poder a los impotentes y ya ha vencido al mundo. Amén.

Federico H. Schäfer

e-Mail: <federicohugo1943@hotmail.com>

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