2º Corintios 1, 3 – 7

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2º Corintios 1, 3 – 7

Sermón para 4º domingo de Cuaresma (Laetare) | 21.01.Texto: 2º Corintios 1, 3 – 7  (Leccionario EKD, Serie II) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Es casi una redundancia afirmar, que de una u otra manera todos los seres humanos sufrimos penas y dolores, corporales o anímicos; ya sea por causa de enfermedades, como conse-cuencia de accidentes, catástrofes naturales, pobreza, explotación laboral, frustraciones sentimentales, reveses familiares, opresión política, guerras, etc. Es muy aventurado pensar que haya habido un tiempo en que tales sufrimientos no hubieran existido y todo el mundo hubiera vivido en pacífica armonía como se ilustra en publicaciones sectarias y entusiastas. Pero cierto es que gran parte de los sufrimientos que soporta este mundo, los soporta de la propia mano del hombre. Cuando son echados residuos cáusticos y venenosos a los ríos, también los animales y la naturaleza toda sufre y gime bajo esos excesos. El exceso de anhi-drido carbónico en la atmósfera no solo afecta a los humanos con veranos tórridos y huracanes de potencia inesperada, toda la naturaleza se desordena y descalabra. Pero no somos recién nosotros los primeros en descubrir estas interacciones. Ya el apóstol Pablo nos dice que el mundo, la naturaleza toda gime y espera ansiosamente la salvación de los hijos de la luz (Rom. 8, 19).

Pero: ¿Dónde está el origen de estos sufrimientos? Aparentemente la raíz del mal se halla en el hecho de que el ser humano se rebela contra la voluntad de Dios, que en rigor de verdad no quiere otra cosa que la vida armónica de toda su creación. El mandamiento “no matarás”, por ejemplo, tiene como base un primigenio respeto por la vida, la idea que la vida de un ser tiene tanto valor como la del otro. La transgresión de este mandamiento obviamente trae aparejado muchos sufrimientos. Las Escrituras y nuestra experiencia cotidiana está repleta de tales ejemplos. Y no pocas veces el sufrimiento es interpretado como castigo de Dios por la desobediencia y transgresión humana de la voluntad divina.

Aunque no parezca, hoy por hoy el hombre está tomando más consciencia de estos problemas, y en muchos casos —ya sea por el deseo de sobrevivir o a veces guiado verdaderamente por el amor cristiano— se ha abocado a corregir, contrarrestar, eliminar las causas de muchos sufrimientos. Pensemos, por ejemplo, en la abolición de la esclavitud, las reformas sociales, las leyes laborales, la salud pública, descubrimientos de la medicina, purificación de las aguas servidas, lucha por la protección de los animales, etc.

Pero más y más hoy también nos damos cuenta, que por más esfuerzos que el hombre haga para corregir sus errores, no logra “arreglar” el mundo. La medicina preventiva organizada por numerosas misiones eclesiásticas, por ejemplo, en la India, ha disminuido notoriamente la mortandad infantil, pero ha favorecido así un crecimiento demográfico importante con el resultado, que ahora la gente se muere de hambre a la edad adulta. Se cumple lo que el apóstol Pablo afirma: Todo lo que el ser humano hace, por mejor intencionado que sea, está signado por el pecado. ¿Será entonces que no nos queda otra alternativa que desesperar?

Por más grave y verdadero que sea el resultado de este análisis, creo que no hay razón para desesperar. Pues los creyentes tenemos una esperanza. Como quienes confesamos a Jesucristo como salvador, como demostración encarnada del amor de Dios hacia su creación, por el contrario, podemos experimentar el consuelo de Dios, podemos confiar en la pre-ocupación de Dios por la preservación y restauración de su creación. El apóstol Pablo alaba a Dios por sentirse reconfortado por el Todopoderoso en todos los sufrimientos que había padecido y habría de padecer: su enfermedad crónica, azotes, cárcel, naufragio, amenazas de muerte. Tan grande es el consuelo de Dios, que Pablo afirma poder experimentar, que hasta llega a alegrarse de los sufrimientos (Rom. 5, 3).

Es que Dios verdaderamente tiene compasión de sus criaturas. Él no deja correr el mundo a la deriva. Dios se preocupa por el destino de su creación, por el destino de cada uno y cada una de nosotros/as. Para hacer comprensible esto a los seres humanos en su propia manera de pensar, él mismo se ha hecho humano como uno de nosotros en la persona de Jesús de Nazaret y se ha solidarizado con todas las penurias humanas. Ya durante su actividad como ministro itinerante sufrió por la dureza de los corazones de la gente, la pobreza, etc. Pero el haber aguantado las torturas de la crucifixión demuestran el inconmensurable amor del Creador por todos nosotros y lo autoriza —humanamente hablando— para consolar a los que sufren, pues “sufrió en carne propia” todos nuestros desarreglos.

A veces aún no consuela el saber que otro ha sufrido igual que uno mismo. Pero la palabra del que no ha sufrido muchas veces carece de empatía, de la verdadera condolencia y se torna poco convincente, poco legítima. Seguramente, soportar sufrimientos a los que no les encontramos explicación lógica es peor que si conocemos el origen y sentido de los mismos. Cuando alguien sufre estando en pleno servicio por el bien de otros nos inclinamos a regañar y hasta renegar de Dios. Pero sufrir como consecuencia de nuestras malas acciones —dice el apóstol— no es ninguna hazaña. Si en cambio sufrimos por causa del testimonio que damos de nuestro Señor —pensemos en cristianos que viven en países de religión mayoritaria musulmana, aunque el verdadero servicio a Cristo y al prójimo y en favor de la preservación de la naturaleza puede acarrear sufrimientos en cualquier parte del mundo— entonces podemos sentirnos como quienes tienen parte en los sufrimientos de Cristo, como quienes soportan la cruz junto con Cristo.

Pero justamente los que sufren como Cristo, tienen el eficaz consuelo, la certeza de tener igualmente parte en la gloria del Señor. La paciencia en los sufrimientos que soportamos —por decirlo así, ya que no podemos imitar al Señor— como Cristo los soportó en la cruz, nos autoriza y capacita a consolar a otros de manera legítima. Los propios sufrimientos nos ayudarán a tomar consciencia de los sufrimientos ajenos, inclusive de los sufrimientos de la naturaleza que nos rodea y solidarizarnos con ellos.

No cualquier sufrimiento nos une a Cristo. Pues también sufrimos justamente, cuando nos embarcamos en actividades contrarias a la voluntad divina, actividades que nosotros mismos nos imponemos y nos esclavizan. Pero los sufrimientos que padecemos por causa del servicio y la obediencia a Dios nos habilitan como verdaderos testigos del Señor y verdaderos herederos de su gloria (Mat. 5, 12). Esto llama verdaderamente a alabar a Dios, nos desafía a asumir con valor todos los reveses de nuestra vida, y continuar con ánimo en el servicio del Señor en la esperanza de su gloria eterna. Amén.

Federico H. Schäfer,

E.mail: <federicohugo1943@hotmail.com>

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