Juan 1, 43 – 51

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Juan 1, 43 – 51

Sermón para 1° domingo después de Epifanía | 07.01.2023 | Texto: Juan 1, 43 – 51 | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas y estimados hermanos:

Pastores/as, Comisiones Directivas y comunidades suelen lamentar la relativa escasa asistencia a las celebraciones y la forzada participación en otras actividades comunitarias. Los ministros critican el incumplimiento de los feligreses, las comisiones directivas se quejan de la ineficiencia de los pastores y las comunidades sufren la realidad de la falta de ambiente festivo como consecuencia de la poca participación. Si bien no voy a negar, que todos debemos hacer un cierto esfuerzo, si un proyecto comunitario, cualquiera sea él, ha de prosperar, quisiera resaltar, que nuestros encuentros no dependen solamente de la satisfacción que podamos sentir al participar, de las ganas que tengamos de concurrir al encuentro o de la mayor o menor convocatoria que pueda tener el ministro. Más bien nuestros encuentros dependen principalmente de las ganas o voluntad de Dios de convocarnos e impulsarnos a ir al encuentro de él y de nuestros hermanos en la fe.

¡Sí, Dios nos llama!! Él es quien nos conoce, nos convoca, nos busca y nos encuentra. Pero como Dios no obliga a nadie a vivir en su comunión, nos deja relativa libertad para decidirnos a favor de él y responder a su llamado. Será nuestra satisfacción encontrarlo, será nuestra alegría descubrirlo, será nuestro asombro reconocerlo y llegar a ser un seguidor y discípulo de él. Y cuando realmente tengamos ese encuentro con Dios, en el que tengamos esa sensación autoevidente “¡Dios está aquí!” o “¡Ahora sé quién es Dios!” o “¡Eureka, aquí lo encontré!”, no podremos más que ir y contárselo a otro y asimismo convocarlo a encontrarse con Dios.

Así le pasó a Felipe, y Felipe no pudo guardarse esa satisfacción de haber encontrado a Dios para sí mismo, sino que se sintió impulsado a convocar a su amigo Natanael. Ya en una circunstancia anterior había pasado lo mismo con Andrés, quien no pudo dejar de llamar a su hermano Pedro, diciéndole con vehemencia: “¡Hemos encontrado al Mesías!”. Como sabemos, todos ellos se convirtieron en discípulos, seguidores de Jesús y más tarde fueron apóstoles de la causa cristiana.

Natanael era un judío practicante y militante, desconfiado de doctrinas y “dioses” nuevos, que no fueran el Dios de sus antepasados Abraham y Moisés. El evangelista Juan le hace decir una frase desdeñosa, que luego se convirtiera casi en proverbio: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazareth?” Sin embargo, fue a ver y comprobar, si ese Jesús de Nazareth, del cual le había hablado Felipe, realmente podría llegar a ser el esperado Mesías. Y se dejó convencer, cuando tomó conocimiento que Jesús ya lo conocía, lo tenía perfectamente “calado”, como diríamos hoy.

Sí, así es, Dios nos conoce a todos, especialmente a los que estamos buscando sinceramente; los que intuimos que no podemos estar solos en este mundo, aunque en muchas ocasiones parezca que estamos viviendo en un mundo abandonado por Dios. Como dice el salmo 139: “Tú me examinas y me conoces…. Tú conoces mis pensamientos desde lejos….”

Ahora surge la pregunta: ¿Cómo conocemos nosotros a Dios? ¿Qué oportunidades nos da para que lo reconozcamos y podamos decir: ¡Dios está aquí!?  Dios en realidad se da a conocer a diario a través de las muchas bendiciones de las que somos beneficiarios, pero que damos por sentado y por sobreentendido, empezando por el solo hecho de nuestra vida. Pero Dios una y otra vez también se ha dado a conocer a los humanos, que finalmente somos sus criaturas, de manera más llamativa. Muchas veces han sido experiencias individuales, a veces también colectivas, pero de las cuales estamos inclinados a desconfiar como Natanael.

Las Escrituras nos hablan de un Dios que se dio a conocer, por ejemplo, al patriarca Jacob en Bethel (Génesis 28,10ss), a través de ese sueño de la escalera que llevaba al cielo y por la que bajaban y subían los ángeles de Dios y que Jesús cita en el relato que estamos analizando; a Moisés en la “zarza ardiente”(Éxodo 3,1ss) y cuando le dicta los “Diez Mandamientos” (Éxodo 20,1ss); los profetas han visto a Dios manifestarse a través de los eventos históricos; se da a conocer a todos a través de la belleza y magnificencia de su creación, como lo atestiguan los salmistas; etc.

De manera especial y determinante Dios se ha dado a conocer en Jesús de Nazareth, qué a través de toda su vida, todo su actuar, hasta la muerte en la cruz y su resurrección, es una manifestación patente del actuar de Dios para con nosotros –cumpliéndose el otro nombre de Jesús “Emmanuel”, que en hebreo significa: Dios con nosotros. Luego Dios continúa dándose a conocer mediante el testimonio ocular, o de primera mano, de los apóstoles y de la primitiva comunidad de seguidores de Jesús. En el seno de dicha comunidad continuaban ocurriendo señales interpretadas como intervenciones directas de Dios en la vida de las personas  o de la comunidad, por ejemplo: la experiencia de Pablo en el camino a Damasco (Hechos 9,3ss); la experiencia de los discípulos que iban de camino a Emaús Lucas 24,13ss), o lo que le ocurrió a la pareja Ananías y Safira (Hechos 5,1ss), etc.

Hoy tenemos su palabra –escrita en la Biblia, predicada desde el púlpito, explicada durante estudios bíblicos, enseñada en clases de catecismo, experimentada en retiros y campamentos o compartida de persona a persona. El Espíritu de Dios nos acompañará para que su palabra en todo momento pueda ser interpretada, entendida como su manifestación hacia nosotros, como su llamado.

La tan aborrecida dogmática o doctrina cristiana enseñada en las facultades de teología, enseñada en forma más sencilla en las clases de catecismo, no es más que un acopio más o menos ordenado de las experiencias que las personas han hecho con Dios a lo largo de la historia. Es lógico que ella sea directriz del actuar de la iglesia, de su misión. Pero cada persona puede hacer nuevas experiencias en el encuentro con Dios. Y nuestra iglesia brinda mucha libertad para ello. No es cierto que Dios hoy ya no se manifiesta. Aún hoy él siempre de nuevo está dispuesto a darse a conocer, a dejarse encontrar.

Para reconocer a Dios, obviamente, hay que ir a su encuentro, ir en dirección hacia él; no en la dirección que nos aparta de él. Nunca vamos a encontrar lo que no buscamos. A su encuentro vamos, si nos acercamos a él sin prejuicios, con corazón abierto, dispuestos a recibirlo a él y recibir de él; no con resentimientos y reproches, no con argumentaciones pseudocientíficas negativas, no con la soberbia del que ya se las sabe todas. En una palabra, vamos a reconocer a Dios con los ojos de la fe y la confianza, con los ojos de aquel que no necesita forzosamente ver en el sentido físico. Podemos reconocer a Dios en la charla con un niño; cuando damos o cuando recibimos –a veces inesperada e inmerecidamente—; cuando oramos; cuando compartimos una celebración; cuando zafamos por un pelo de un peligro grave; y en otras innumerables circunstancias.

También es cierto, que no podemos obligar a Dios a darse a conocer. No porque cumplamos estrictamente alguna disciplina o hagamos una promesa (con lo que aquí afirmo sé que estoy contradiciendo costumbres y tradiciones populares muy enraizadas en nuestros países latinoamericanos) vamos a poder manipular la voluntad de Dios. Él es el totalmente otro y totalmente libre. Él solo está atado a sus propias promesas. Como tal, se dará a conocer allí donde él quiera y cuando a él le parezca oportuno.

Pero allí donde él se deja encontrar y nosotros nos dejamos encontrar y se produce el verdadero encuentro entre Dios y una persona o entre Dios y una comunidad, allí es donde se abre —por decirlo así— el cielo; ahí es el lugar de contacto entre la esfera de la dimensión de Dios y la esfera de nuestro mundo; allí estará la escalera que une la tierra con el cielo y por donde bajan y suben los ángeles de Dios, para decirlo con la imagen de nuestro relato.

En un sentido estricto, esa escalera de unión entre el cielo y la tierra, entre Dios y los seres humanos, es el propio Jesucristo. Él es el mediador, él es “el camino, la verdad y la vida” y quien afirma “qué nadie accede al Padre, sino por a través de él”. Es que, si “reconocemos” a Jesucristo, si nos encontramos con él, es como reconocer y encontrarse con Dios. Él es Dios en su manifestación hacia nosotros.

Dios quiera enviarnos copiosamente su Espíritu para que nos guíe al encuentro con el Señor; nos abra los ojos de la fe para que podamos “ver” al Señor y que esta experiencia nos llene de alegría y satisfacción tal, qué podamos cambiar nuestras vidas, podamos reflejar el amor que él nos brinda a diario; qué podamos ser más agradecidos por la vida y que vayamos convencidos a convocar a otros prójimos a decirles: ¡Hemos encontrado al Mesías! ¡Hemos encontrado a Dios verdadero! Amén.

Federico H. Schäfer

E.mail: <federicohugo1943@hotmail.com>

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