Mateo 22, 1 – 14

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Mateo 22, 1 – 14

Sermón para 21º domingo después de Pentecostés | 22.10.23 | Mateo 22, 1 – 14   (Leccionario Ecuménico, Ciclo “A”) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

El párrafo bíblico que acabamos de escuchar es un tanto especial. Está compuesto en realidad por dos parábolas: la parábola de la fiesta de bodas y otra parábola complementaria, que podríamos intitular, parábola del huésped sin traje de bodas. Esta composición seguramente se la debemos al evangelista Mateo, que, como después veremos, quería evitar una interpretación errónea del primer ejemplo.

La parábola de la fiesta de bodas surgió como otras tantas de las disputas entre los Fariseos y Jesús. Ya varias veces hemos mencionado que los Fariseos eran una agrupación religiosa dentro de la sociedad judía de aquellos tiempos, a la que pertenecían buena parte de los sacerdotes y de los maestros de la ley como así también muchos laicos prominentes. Se tomaban muy en serio el cumplimiento de la ley mosaica y sus correspondientes rituales. Desafortunadamente tenían una cierta inclinación a la autosuficiencia, que llevaba a despreciar a aquellos que no eran tan puntillosos con el cuidado de su religión. Discriminaban a enfermos y pobres, pues entendían que enfermedad, pobreza o desventura eran señales del justo castigo de Dios por transgresiones cometidas por ellos mismos o acaso sus antepasados.

El anuncio de Jesús de un Dios misericordioso, por el contrario, ponía en radical tela de juicio esta conducta legalista y autosuficiente. No pocas veces Jesús contradecía su exposición de la ley, lo que consideraban una blasfemia desvergonzada. Igualmente consideraban inaudito, que una persona que afirmaba ser enviada de Dios, ingresara a las casas de los así considerados pecadores y comiese con ellos. Que Jesús curara enfermos, tampoco les agradaba, pues eso no significaría otra cosa que interrumpir el merecido castigo establecido por Dios. Y si estas curaciones eran realizadas nada menos que un sábado, ya era el colmo de los colmos.

Una vez más los Fariseos rezongaron por el contenido de las enseñanzas y la actuación de Jesús. Como respuesta a sus objeciones, Jesús les relata esta parábola: Un rey quería festejar las bodas de su hijo y organizó una gran fiesta. A ella invitó a sus amistades más prominentes, gente de su confianza y de su misma estirpe. Estos, por lo visto, no tenían ningún interés en la invitación y la rechazan, como si se hubiesen puesto de acuerdo entre ellos. El rey enojado, pero sin cejar en su intención de celebrar las bodas, invita, pues, a cualesquiera otras personas, que se caracterizan por ser todo lo contrario que aquellas invitadas en primer lugar; son rejuntados de la calle. Estos sí acceden y de esta manera el rey demuestra a los primeros invitados, que no necesita de sus dignidades para realizar una fiesta.

Al escuchar este ejemplo, los Fariseos se deben haber admirado. Seguramente hayan deplorado la actitud de los primeros invitados y apoyado la actitud del rey. Sin embargo, les tiene que haber caído como un balde de agua fría, cuando Jesús los identifica con esos primeros invitados: ¡Así son ustedes! ¡No se dan cuenta que ustedes reaccionan frente a la invitación de Dios igual como los primeros invitados de mi ejemplo! Ustedes que se consideran los más prominentes de la sociedad, que creen ser los depositarios de la ley de Dios y pretenden ser tan fieles a ella; justamente ustedes los santos de Israel, en los que Dios había puesto su confianza, ustedes rechazan la convocatoria de Dios. No se extrañen, si ahora Dios dirige su invitación a aquellos que ustedes desprecian, a todos esos miserables de vuestro pueblo que consideran pecadores. Vean, estos aceptan la invitación de Dios y se alegrarán junto al Señor. El Señor no va a dejar de celebrar su comunión con los humanos por causa de ustedes.

Hasta aquí habremos comprendido lo que Jesús quería explicar a los Fariseos con esta parábola. Pero ahora debemos preguntarnos, cuál es el mensaje para nosotros hoy. Estoy convencido, que Dios tiene también para con nosotros un programa de salvación. Él quiere también nuestra alegría, nuestra felicidad, integrarnos a su comunión, así como lo quería entonces con su pueblo escogido. A través de Jesús, su hijo, nos convida a participar de la alegría y felicidad divinas, nos invita a participar de su comunión, de su amistad. No olvidemos en este contexto, que la fiesta de bodas es una celebración en la que se festeja el establecimiento de un vínculo de perpetua comunión entre dos personas que se aman.  Ella significa, o por lo menos en la antigüedad significaba, el punto culminante de la vida humana. En nuestro caso se trata de la comunión, del restablecimiento de nuestra relación con Dios. De ahí la palabra “religión” —que proviene del verbo latino “religare” = volver a atar. Sí, se trata de la comunión entre el ser humano y su creador, comunión ésta que es la que nos permite llevar adelante una vida digna y verdadera. A formar esta comunión nos convida el Señor.

Siendo la comunión con Jesucristo lo más grande, lo más importante y lo mejor para nuestra vida, todos los demás aspectos de ella deberían aparecer como secundarios y estar sometidos a ella. Desafortunadamente aquí es donde surge la contradicción, la protesta del ser humano. El que está convencido y enamorado de sí mismo, de la buena, meritoria y justa conducción de su vida, de su cosmovisión, de su actividad profesional, de sus programas y planes futuros, no presta oídos al llamado de Dios, no puede dedicar tiempo a Dios. Tal como lo habíamos visto en la parábola: Sin hacer caso de la invitación del rey, el uno se fue a su labranza, el otro a sus negocios, etc. En estas condiciones la invitación de Dios se torna algo molesto e incómodo en medio de nuestro quehacer cotidiano.

¿Quiénes son hoy en día los que rechazan el llamado de Dios?  ¿Los obsesionados con sus múltiples ocupaciones? ¿Los fanatizados por el fútbol? ¿Los cómodos que no hacen otra cosa que estar sentados frente a la televisión? ¿Los indiferentes que no tienen tiempo y ganas de ser recibidos por Dios? ¿A quiénes pertenecemos nosotros? ¡A los que aceptan el convite de Dios o a los que lo rechazan? Desde el púlpito no me puedo aventurar a abrir un juicio, pero quiero asumir, que, por lo general, los que nos reunimos para celebrar, pertenecemos o pretendemos pertenecer a los que han accedido a la invitación del Señor. A nosotros, pues, está dirigida la segunda parábola de nuestro texto de predicación, el ejemplo del huésped sin traje de bodas, del que decíamos que era una advertencia contra la interpretación equivocada de la primera.

Esta segunda parábola nos quiere indicar, que tal como el rey, Dios invita a todos los humanos, sean estos buenos o malos, sin acepción de personas, rejuntados de todas partes, que se hallan en las más diversas situaciones de la vida. Dios nos llama allí donde estamos y cómo estamos, con nuestros gastados vestidos de uso cotidiano, es decir, prescindiendo ahora de imágene figurada, con nuestras amarguras y problemas, con nuestras dudas y rencores, con nuestros egoísmos y miedos. Pero participar de la comunión con Dios implica la necesidad de un cambio de vestido, de cambiar todo nuestro ser, de un cambio de rumbo de nuestra vida. Quien cree poder sentarse a la mesa del rey luciendo sin vergüenza sus ropas viejas, en realidad se encuentra en la misma condición, que aquellos que rechazaron el llamado.

De la primera parábola podríamos obtener la impresión de que para religarnos con Dios bastaría con la mera aceptación superficial de la existencia de Dios. Esto es malinterpretar el ejemplo de las bodas del rey. Esta segunda parábola nos indica que la invitación de Dios exige de nosotros una decisión de todo corazón, con todas nuestras fibras, con toda nuestra mente. Dios no quiere solamente una parte de nosotros, los pocos minutos dedicados a la oración, el domingo de mañana dedicado al culto, nuestra tarde dedicada al grupo de mujeres o nuestra esporádica donación. Dios nos requiere totalmente, en los momentos recién mencionados y durante la totalidad de nuestra vida, de manera que también en nuestro lugar de trabajo, en el campo de juego, en el baile, en casa junto a la cocina, al conducir un vehículo, etc., actuemos como personas que están en buena y justa relación con Dios, esto es amables, generosos en amor hacia los semejantes y dispuestos a servirle de buena voluntad.

Aun cuando la comunión con Dios recién será plena y total, de cara a cara, en el futuro, en la consumación de los tiempos, ella ya comienza aquí y ahora cuando aceptamos su mensaje, nos dejamos poner en duda por su misericordia y amor infinitos. Esta comunión con Dios comienza allí donde nos decidimos a darle a nuestra vida un nuevo rumbo, donde nos disponemos a corresponder al amor que Dios nos prodiga, actuando de acuerdo con su voluntad. Nuestra vida en este mundo es el período de prueba, durante el cual debemos verificar nuestra fe, nuestra fidelidad, nuestra esperanza de que no solo fuimos llamados por Dios, sino también seremos escogidos por él para participar de su comunión eterna. Amén.

Federico H. Schäfer,

E.mail: <federicohugo1943@hotmail.com>

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