Una confesión de fe terrícola

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Una confesión de fe terrícola

 Genesis 2:5b.7.15 | Pr. Michael Nachtrab |

Relata Eduardo Galeano en su libro “Espejos” que “según creían los antiguos sumerios, el mundo era tierra entre dos ríos y también entre dos cielos. En el cielo de arriba, vivían los dioses que mandaban. En el cielo de abajo, los dioses que trabajaban. Y así fue, hasta que los dioses de abajo se hartaron de vivir trabajando, y estalló la primera huelga de la historia universal. Hubo pánico. Para no morir de hambre, los dioses de arriba amasaron de barro a las mujeres y a los hombres y los pusieron a trabajar para ellos.”

Si uno comparase esta creencia proveniente del antiguo Oriente Medio, donde según estudios se forjó la primera civilización del mundo, con el testimonio de fe del pueblo de Israel acerca de la creación de la humanidad, obviamente uno podría constatar algunas coincidencias. Fijémonos nada más en los versículos 5b, 7 y 15 del segundo capítulo de Genesis, en la versión de Martin Buber y Franz Rosenzweig del año 1929:

         No había ser humano alguno – adam – para atender al campo – adama.

         Él, Dios, formó al ser humano, polvo del campo, sopló en sus fosas nasales aliento       de vida, y el ser humano se volvió un ser viviente.

         Él, Dios, tomó al ser humano y lo puso en el huerto de Edén, para que lo atendiera       y lo guardara.   

Una lectura rápida de este testimonio de fe y la creencia sumeria llegaría a la conclusión que tanto el Dios de Israel – y por ende: el Dios de Jesucristo – como los dioses sumerios crean al ser humano como peón agrícola, destinado a hacer lo que Dios – o los dioses – no quieren o no pueden hacer.

El ser humano, ya sea como mero barro o como polvo del campo lleno de aliento de vida, es puesto en el mundo para trabajar por y para Dios – o los dioses. Muy probablemente muchos entre nosotros, y no solamente los paganos entre nosotros sino más aún quienes se consideran cristianos, suscribirían esta frase. ¿Pero nuestras obras realmente tienen tal valor religioso? ¿Realmente Dios no tiene otras manos que las nuestras? ¿Realmente hay algún mérito ante Dios – o los dioses – en nuestras buenas obras?

Volvamos a los versículos citados de Genesis 2 y hagamos una lectura atenta a lo que se confiesa allí:

  1. Una comunidad de un común destino

Hay un juego de palabras que en todas nuestras traducciones pasa desapercibida pero que es fundamental para comprender la creación del ser humano. Ser humano en hebreo significa “adam” y campo “adama”. Aunque, tal vez, deberíamos ser más precisos aún: adam, en este sentido más que ser humano significa terrícola. Por eso, es buena la traducción de Buber y Rosenzweig: no había adam para atender al adama y esa era la razón – junto a la falta de lluvia – porque el adama era un desierto.

Si luego consideramos también lo que confiesa el v. 7a, a saber: que Dios formó al adam, haciendo uso del polvo del adama, entonces no es difícil de ver que el ser humano, adam, y el campo, el adama, formamos una comunidad de un común destino. Sin la atención del ser humano el campo es destinado a ser desértico. Y como el ser humano es hecho de polvo del campo su muerte significa volver al polvo (Gen. 3:19).

Somos, tú y yo, creados por Dios como terrícolas. Sin excepción todos lo somos, los que habitan en sus palacios cerca de las estrellas al igual que los que habitan en casas de barro, cuyos fundamentos están en el polvo. No lo olvidemos, porque Dios tampoco lo olvida. Y gracias a Dios, no lo olvida (Salmo 103:14) porque su memoria significa misericordia para nosotros, los terrícolas, y para la tierra de la cual hemos sido tomados.

El pecado terrícola trajo maldición sobre la tierra. Todos los Caín entre los terrícolas le dan a beber a la tierra la sangre de todos los Abel entre los terrícolas, y la tierra se vuelve contra unos y otros como una fiera salvaje. Pero la misericordia y justicia de Dios, en Cristo Jesús, se volvió para esta nuestra comunidad de un común destino razón de esperanza: si bien hemos de volver al polvo de la tierra y esta tierra ha de dejar de existir, nos es prometida una nueva creación, un nuevo cielo y una nueva tierra, donde no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor.” (Apocalipsis 21:4) Y nosotros habitaremos en esta nueva tierra sin mal como resucitados en incorrupción, con gloria y poder. (1 Corintios 15:42.43)

  1. El Creador da lo que el ser humano no se puede dar a si mismo

Es verdad que varios interpretadores del v. 7bc sostienen que el hecho de que Dios sopla en las fosas nasales de los terrícolas demuestra que de ahí en adelante son divinizados o que por lo menos están llenos del Espíritu Divino. Sospecho que esta interpretación se debe más bien a una consciente o inconsciente negación de ser meros terrícolas. En la creencia egipcia – la otra gran civilización al lado de la sumeria – fueron únicamente los faraones quienes llevaban dentro de si el soplo divino. Todos los demás eran simples mortales y terrícolas.

Pero si nos fijamos bien, no dice nada de eso en nuestro texto. El pequeño pueblo de Israel, que primero vivió tanto a la sombra del gran imperio egipcio como a la sombra del imperio babilónico, proveniente de la región sumeria, ni siquiera intenta construir una confesión de fe que estaría a la altura de esos imperios y sus creencias. Para el pueblo, del cual habría de provenir el Señor y Salvador de todos los pueblos, el Creador formó a todos los seres humanos son terrícolas y a la vez todos son beneficiados con ese soplo, que no pretende hacernos semidioses. El texto es claro: es “aliento de vida” que vuelve a los terrícolas seres vivientes, o para ser más precisos aún: almas vivientes.

Lo repito: el “aliento de vida” nos vuelve “almas vivientes”. No es que somos cuerpo y dentro de nosotros habita en algún lugar de nuestro cuerpo un alma. Somos “almas vivientes”. Lo que para el polvo seco del campo es la lluvia, es para nosotros, polvo también, el “aliento de vida”. Como una lluvia puede convertir a un desierto en un campo lleno de flores y sabores y aromas, así “el aliento de vida” nos vuelve “almas vivientes” con sus sentimientos, pensamientos y sueños.

Lo que confiesa este versículo, es que el Creador nos da algo que nosotros no nos podemos darnos a nosotros mismos. En este sentido es coherente con lo que confiesa el salmista en el Salmo 100: “¡Canten alegres al SEÑOR, habitantes de toda la tierra! Reconozcan que el SEÑOR es Dios; él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos.” Esa confesión de fe es un gran Si a la obra vivificadora del Creador y un gran No a todo intento de divinizar al ser humano o de volverse artífice de la vida humana, ya sea de la propia o de la ajena.

  1. El trabajo del ser humano es destinado a la tierra, y no a Dios

El origen del ser humano, según los sumerios, está relacionado con la necesidad de los dioses de encontrar alguna mano de obra barata y que no pudiera sublevarse como lo hicieron los dioses menores. Según ese mito, los terrícolas trabajan en representación de los dioses y en beneficio de los dioses, para que ellos no padecieran hambre. Los dioses son los patrones y los terrícolas son los peones. De ese modo, los sumerios, y toda civilización que funda su visión del trabajo en mitos parecidos, ya revelan que sus dioses no son nada más y nada menos que meros ídolos. Es decir, objetos de devoción, temor y sacrificios que dependen rotundamente de quienes los adoran, teman y les sacrifican. No son los terrícolas que dependen de los dioses, sino son los dioses cuales patrones que dependen del trabajo de sus peones.

Cuan diferente es nuevamente la confesión de fe bíblica. Cuando el Creador coloca al “alma viviente” en el huerto de Edén para que lo atendiera y guardara, lo hace en beneficio del huerto, en beneficio del campo, y en fin en beneficio de la comunidad de un común destino. No lo hace en beneficio propio. Esa es la gran diferencia entre Dios y los ídolos.

El apóstol Pablo predica valientemente esa diferencia ante los atenienses: mientras los ídolos son servidos por manos humanos, porque necesitan de ese servicio para ser quienes son, el Dios de Jesucristo “no es servido por manos humanas como si necesitara algo, porque él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas.” (Hechos 17:25)

Lo que significa eso realmente es maravilloso. Nuestro trabajo, todo nuestro trabajo no carga con algún peso religioso. No hay nada que nosotros pudiéramos dar a Dios mediante nuestro trabajo. De ese modo, Dios libera nuestro trabajo para que podamos ponerlo al servicio de nuestra comunidad de un común destino. Para ello ha de servir nuestro trabajo, todo nuestro trabajo: para la paz y el bienestar en la tierra. De ese modo el trabajo que no busca atender a Dios, paradójicamente se vuelve la buena obra, por medio de la cual es glorificado Dios. Porque eso es así, lo describe de modo sencillo el pastor y teólogo Hans Joachim Iwand:

“Dios libera mi obrar para que lo pueda poner al servicio del prójimo. Arrastra     mis obras del cielo a la tierra, enviando a Cristo. Él quiere, que el amor sea   destinado a la tierra, porque Él se contenta con la fe.”

Por ello, amados hermanos y hermanas terrícolas, alabemos a Dios, nuestro Creador; bendigamos, nosotros las almas vivientes, a su Hijo, nuestro Señor y Salvador, y no nos olvidemos de ninguno de sus beneficios; gimamos a una, toda la tierra y todas sus habitantes, por medio del Espíritu Santo por la manifestación misericordiosa y justa de la buena voluntad de Dios, perseverantes en la esperanza de la nueva creación. Amén.

 

Pr. Michael Nachtrab

Hohenau – Paraguay

famnachtrab@hotmail.com

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