Gálatas 3:1-10

Gálatas 3:1-10

Gracia y paz sean con ustedes de parte de Dios, nuestro padre, y del Señor Jesucristo. Amén

Juan no quiere dudas. Desde el principio es muy insistente señalando, a lo largo de su evangelio, que quien muere es Jesús de Nazaret: La Palabra vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. La perícopa en la que se basa esta reflexión es una de las más claras a este respecto: “Pilato mandó escribir y poner sobre la cruz un letrero con esta inscripción: <Jesús de Nazaret, el rey de los judíos>” . Es Jesús de Nazaret el que está clavado en la cruz.

Su propia cruz. La soledad, primera carga del sufrimiento. No aparece ningún Cirineo que le ayude a llevarla. Su propia cruz, experimentada en la soledad del abandono de los amigos, en la burla de la gente, en la mentira del proceso, en la indiferencia de quienes le rodean en ese momento. Es la soledad del que siente que se aproxima el fin. El hombre es el único ser que sabe de su propia muerte; no sabe el día y la hora, pero si conoce la certeza del hecho. Jesús hizo de su final, un elemento integrante de su vida. La vida es un borrador y no se nos permite pasarla a limpio. A Jesús, tampoco. Solo ante el dolor. Solo ante la duda. Solo en el último acto de confianza. En medio de toda esta soledad, el silencio, el silencio de Dios. Jesús no busca la cruz, pero tampoco la rehuye. Muchas veces espiritualizamos en exceso el dolor, como si el dolor del cuerpo fuese ajeno al sufrimiento. La cruz de Jesús, era de simple madera. Es la única caricia que le queda a quien fue repartiendo amor y ternura con caricias y salud con el tacto. La última caricia que sentirá sobre su cuerpo, será el roce con la áspera madera, con las astillas de la cruz.

Fuera de la ciudad, como un apestado. Lejos de todo, simplemente abandonado. Fuera de la ciudad, es una manera de alejar de la vista la injusticia cometida. ¡Que lo vean los otros! ¡Que vean que se ha hecho ¿justicia?! Pero que lo vean fuera de nuestra vista. La crucifixión era un castigo frecuente en la época, casi todo el mundo habría visto una, alguna vez. El espectáculo no es agradable, por eso cuanto más lejos de la mirada mejor. Mirar y ver. Esa es la clave. Por mucho que imaginemos atrocidades en el mundo, lo que impacta es ver una imagen, eso revuelve los sentimientos, provoca reacciones. Podemos construir un entorno bello, donde nuestros ojos nunca se estremezcan viendo dolor, sufrimiento, desgracia… Pero eso sólo nos convierte en seres cobardes, en seres que ponen muros en su vida para vivir aislados, en un mundo bello, pero aislados, fuera de la ciudad de la realidad.

Lo crucificaron y con él a otros dos. El sufrimiento acorrala, no deja escapatoria. Ni al volver la cabeza, puede Jesús perder de vista el sufrimiento. Porque Jesús sufre en su persona, pero sufre, también, en y con los otros crucificados. Los tres siguen en soledad; están juntos, pero solos. Ven su dolor y el de su prójimo, por el que nada pueden hacer. ¡Qué sufrimiento añadido el de Jesús al verse privado de tocar y acariciar a los otros en su sufrimiento! Es toda una lección de libertad, porque sufrir con alguien, es sufrir desde la libertad de elegir. Y Jesús, además de todo el sufrimiento físico y psíquico que soportaba, sufre con quien tiene al lado. Pero, ¿dónde está el Dios todopoderoso, que convirtió el agua en vino, que hizo andar al paralítico, que multiplicó el pan para alimentar a la multitud? Está ahí, en la cruz, porque ser todopoderoso, quiere decir que se ocupa de todo, que hace suyo todo, también el sufrimiento. Es la renuncia al poder y la gloria divinas. Y ya no cabe preguntarse por la existencia del mal, del dolor, como algo ajeno a Dios. Dios está en el dolor, porque ama con absoluta pasión, porque como dice el Cantar de los Cantares, “el amor es más fuerte que la muerte”. Incluso en este momento, Jesús nos hace un regalo maravilloso, porque desde ese instante, el sufrimiento está lleno del amor de Dios.

Pilato mandó escribir un letrero. Pilato sigue desentendiéndose de los “detalles”. El es la autoridad. Pocas veces sus manos estarán literalmente manchadas de sangre, ni manchadas de nada. El también experimenta la soledad, la soledad del poder, una soledad querida muchas veces. En realidad el no hace nada…, “manda escribir”. ¡Que postura tan confusa! No hay acción en su vida, pero hay decisión; no hay acción, pero hay responsabilidad máxima. Es la neutralidad más culpable de la historia. ¡Y cuánto hemos aprendido de ella! El miraba, pero no quería ver. Todos tenemos en la memoria una situación concreta en el tiempo y en el espacio, donde no hemos hecho, donde no ha habido acción, pero si palabra y hemos dicho: ¡ese no es mi problema! Y así, hemos tranquilizado la conciencia. ¿Seguro?

La inscripción fue leída por muchos… “Vivimos en permanente despedida” decía Rainer Maria Rilke en uno de sus poemas. Pasamos por ciertas realidades de la vida como de puntillas, por falta de tiempo, diciendo: ¡adiós, ya nos veremos! Fijar la mirada es pararse. Fijar la mirada al leer significa prestar atención, es mirar y ver dónde está el texto. En este caso en un cartel sobre la cruz. Imposible levantar la vista y ver el letrero sin ver al hombre que cuelga bajo él. Aquí es más que mirar el texto. Es traspasar el texto. Se traspasa con la mirada al hombre que sufre y llama la atención, porque los otros crucificados no tienen letrero, son anónimos, Jesús no: Jesús de Nazaret, el rey de los judíos . Esa es la causa esencial de la acusación. ¿Miramos al crucificado y creemos? ¿Miramos al crucificado y vemos al Rey?

… En hebreo, latín y griego. Para que no quedaran dudas. En los tres idiomas oficiales, para que todo el mundo se entere de la razón política por la que fue crucificado Jesús. ¡Amenaza contra el Imperio Romano! ¡Amenaza contra el orden establecido! Un hombre es sometido al castigo reservado a esclavos y rebeldes. Es un castigo atroz y, además, discriminatorio. Incluso en este momento trágico, Jesús se opone a la salvación de unos pocos. La salvación es de todos y para todos. A todos ayudó, todos se pueden enterar, ahora, de la injusticia. ¿Aceptamos ser salvados por un fracasado?

Los jefes de los sacerdotes se presentaron ante Pilato… Siempre en la sombra, siempre moviendo los hilos, siempre queriendo dejar las cosas muy claras para que no haya malas interpretaciones. Son parte muy interesada en la muerte de este inocente; la ficticia paz que mantienen con los romanos se basa en tirar la piedra y esconder la mano. Saben que Jesús hablaba con autoridad y no podían consentirlo; el pueblo no puede albergar dudas: ¡sólo ellos hablan con autoridad! No tienen capacidad jurídica para matar; lo saben por eso acusan sobre motivos falsos. Que se cumpla la ley, dicen, aunque sea la del Imperio Romano, que nos tiene sometidos, pero que se cumpla la ley que nos permita mantener la tranquilidad…¡para seguir viviendo sometidos bajo el imperio de la ley!, pero con muchos privilegios.

Quede escrito lo que mandé escribir. El autoritarismo, no puede someterse en lo más mínimo. La firmeza, aunque sea manifestación de orgullo, tiene que ser visible hasta el final. Pilato no puede, no quiere, cambiar ni una palabra. Lo escrito, escrito está. Jesús rechazó la injusticia, no a los injustos, a quienes trató con dureza pero sin rechazo. Pilato es víctima del puesto que ocupa, de su apego al poder. Ni siquiera contra él, lanza una palabra en contra Jesús.

Este mensajero de la buena nueva murió como había vivido, según había enseñado, no para rescatar a los hombres, sino para mostrar cómo hay que vivir. Es la práctica lo que deja en herencia a la humanidad: su comportamiento ante los jueces, ante los esbirros, ante los acusadores y ante todo tipo de calumnias y escarnios, y su comportamiento en la cruz. No se resiste, no defiende su derecho, no da paso alguno para rechazar el mal gravísimo que le amenaza; más aún, lo provoca… Y suplica, y sufre y ama por quienes le hacen mal. Las palabras al ladrón en la cruz compendian todo el evangelio. ¡Este ha sido realmente un hombre divino, un hijo de Dios! dice el ladrón. Y el redentor le responde: Si así lo sientes, estás ya en el paraíso, eres tú también, un hijo de Dios. No defenderse, no irritarse, no buscar responsables… Y ni siquiera resistir al malvado, sino amarle. (F. Nietzsche)

Es urgente recuperar la experiencia del estremecimiento, porque solo así podremos experienciar el contenido del Viernes Santo. Ha muerto un inocente, Jesús de Nazaret. Cuando leemos el texto, aunque lo hagamos en voz alta, lo leemos en silencio. Sería necesario crear en nuestra imaginación “efectos especiales” de ruido, de voces, de gritos, de luces y sombras, de olores y de sabores. El ambiente en el que murió Jesús, era estremecedor. ¿Somos capaces sólo de imaginar el esfuerzo que haría por respirar y el sonido que esto produciría? El tiempo tiende a mitigar el dolor, pero si el tiempo produce ese efecto en nosotros, todo lo más, podremos exclamar: ¡Qué barbaridad! La Pascua de Jesús, en cuyo camino estamos hoy, es mucho más que una barbaridad. Han matado a nuestro hermano. Y hoy, sigue muriendo.

Tristeza, dolor, sufrimiento. ¿Se ha muerto, también, la esperanza? ¿Han clavado en la cruz el futuro? ¡No! Se está empezando a crear el nuevo hombre, gracias a la vida del Hombre Nuevo.

En el Viernes Santo, nos está gestando el amor de Dios ¡otra vez!…Las manos que nos amasaron con arcilla al principio de la creación, nos amasan ahora, con amor y perdón. Los brazos de nodriza con los que Dios nos acunó en aquella primera infancia, nos mecen ahora. La compasión de Dios en el Viernes Santo hacia nosotros, la señalamos con dirección única hacia nuestro comportamiento de pecado, de vida rota. Si, ciertamente es eso, pero hay mucho más y mucho más cercano, tal vez por eso no lo vemos. Dios nos ama, se compadece, nos amasa de nuevo y nos acuna porque somos sus hijos. Primero nos ama, luego nos perdona. Sin amor, no hay perdón.

Ya estamos en el camino de la Pascua. Está oscuro, la luz vendrá poco a poco. De ella disfrutaremos el Domingo de Resurrección.

Cristina Inogés Sanz. Zaragoza
crisinog@telefonica.net

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