Salmo 139

Salmo 139

Sermón para 2º domingo de Adviento (Culto con bautismo) | Salmo 139 (El texto no responde a ningún leccionario establecido. Fue electo por los padres y padrinos del bautizando) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Según el calendario de las iglesias cristianas en estos momentos estamos transitando la estación de Adviento. Este lapso incluye las cuatro semanas que preceden a la celebración que recuerda el nacimiento de nuestro Señor. Adviento significa en buen español “venida”. Saber de la venida de alguien implica espera y esperanza en que la venida de quien se ha anunciado se cumpla. También implica preparación. Dada la esperanza que abrigamos, de que quien se ha anunciado venga, nos preparamos para recibirlo. Esto es así en cualquier nivel de nuestra vida. La falta de preparación puede resultar en sorpresas desagradables, frustraciones y quejas. Los antiguos judíos durante siglos antes de Cristo han expresado la esperanza de que Dios les enviara por fin un rey que los gobernara en paz, fomentara la prosperidad para todos y garantizara una sana administración de la justicia. Y muchos judíos piadosos se han esforzado en prepararse adecuadamente para cuando llegara ese rey, desde que se creía que Dios cumpliría su promesa, cuando todo el pueblo cumpliera las leyes por él establecidas.

Desafortunadamente, el exceso de celo en esta preparación, no les dejó ver el momento en que Dios decidió cumplir su promesa. Nosotros, quienes decimos creer que Dios ya ha enviado al rey esperado en la persona de ese Jesús nacido en Belén de Judea y damos testimonio de su nacimiento en cada Navidad, estamos nuevamente inmersos en una espera. Es decir: tenemos la esperanza de que ese Hijo de Dios vuelva a este mundo a completar, a dar terminación final a su obra iniciada, conforme a su propia promesa. Con la esperanza colocada en esa nueva venida del Mesías, pero cuya fecha no conocemos, toda nuestra vida se transforma en una nueva época de preparación, en una época de Adviento más allá de las cuatro semanas previas al aniversario del nacimiento de Jesús. No obstante, estas semanas de Adviento que guardamos anualmente, nos deben servir de recordatorio de que esperamos al Señor. Pero, aunque no pensemos en esa venida del Señor al final de los tiempos, quizás sea útil recordar la necesidad de que venga y se instale en cada uno de nosotros, en lo íntimo de nuestro ser ahora.

En rigor de verdad, no se trata solo de la venida de Dios a nosotros, a nuestro pueblo, a este mundo, sino más que nada, de que nosotros le demos cabida a Dios en nuestras vidas. Y que hagamos esto en base a una decisión libre y voluntaria; una decisión que nazca de nuestro convencimiento y disposición al compromiso. Pues Dios ya está alrededor nuestro. El autor del salmo que hemos leído como fundamento de este mensaje y como lema para nuestros bautizandos, nos da testimonio muy claro de ello. Estamos en manos de Dios desde que nos hemos formado en el vientre de nuestra madre. Y, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, Dios conoce nuestros pensamientos, nuestras andanzas y acciones. No hay manera de escapar de él; zafar de su vigilancia y su preocupación. Vayamos a donde queramos, él estará allí antes que nosotros.

Y es precisamente el Bautismo, el acto en el cual en forma pública y oficial ratificamos ante la comunidad de los creyentes, que nosotros también queremos dar cabida a Dios en nuestras vidas, aceptar su gracia y bendición, su perdón y voluntad, y nos comprometemos a brindarle nuestra total confianza y obediencia. Dios nos ha creado con un amplio don de libertad, al punto que nos podemos dar el lujo de desestimar la gracia de Dios y probar una vida a espaldas de él. Y, de hecho, incluso los que han sido bautizados ya, pueden recaer nuevamente en la duda, en la falta de fe y la deslealtad a Dios. Por ello el Dr. Martín Lutero insistía en el hecho de que el Bautismo debía confirmarse diariamente.

El Bautismo es también el acto por el cual un nuevo creyente es integrado a la comunión de los seguidores de Jesús, la congregación cristiana, la familia de Dios. Allí estará presente el Espíritu de Dios, que nos dará la necesaria contención y el espacio y marco de referencia dentro del cual desarrollar y expresar nuestra fe, adorar y agradecer a Dios por el amor que nos brinda y el cuidado que nos prodiga.

Cuando traemos niños y niñas de corta edad al Bautismo, lo hacemos a pesar del hecho que dichos infantes no están en condiciones de tomar una decisión libre y voluntaria frente a Dios y la comunidad. Pero lo hacemos en el convencimiento que Jesús no desestimó a los niños; y por la libre decisión y voluntad de sus padres, que quieren dejar sentado ante Dios y la comunidad, que tienen interés que sus vástagos, desde el inicio de sus vidas, sean considerados miembros de la comunidad cristiana. Ellos, y junto a los padrinos, asumen el compromiso transitorio de acompañar a las criaturas y educarlas en las enseñanzas del Evangelio hasta que, habiendo crecido en entendimiento y raciocinio, estén por su cuenta en condiciones de confirmar libre y voluntariamente su Bautismo.

Considero de suma importancia que en esta época de preparación tengamos presente la oportunidad que nos da nuestro Señor de reencontrarnos con él; de asumir honesta, abierta y conscientemente, qué sin el acompañamiento de su Espíritu, nuestra vida corre el serio peligro de perderse en la desorientación. Pero gracias a Dios, no necesitamos hacer de nuestra parte grandes méritos, sacrificios y complicados malabarismos para acceder a él y solicitarle que se instale en nuestros corazones. Él, por el contrario, viene a nosotros por propia iniciativa. Como dice el salmista, él ya está alrededor nuestro y ya nos conoce a fondo antes que nosotros mismo conozcamos nuestros secretos más íntimos. No necesitamos presentarle profusos historiales de nuestra vida, tratando de sacar a luz las facetas más positivas de nuestras vidas. Es tan solo necesario que nosotros nos abramos para que él pueda actuar en nosotros: No ofrecer resistencia Dios, sino disponernos a servirle y obedecerle.

Dejarnos abarcar por Dios y tener la certeza de formar parte de su familia, tiene el beneficio de compartir la esperanza en una vida perdurable, que no acaba con el deterioro de nuestro cuerpo, con el fracaso de nuestra economía, con la pérdida de nuestro lugar de trabajo, etc., sino que nos da la expectativa y perspectiva de participar de una vida, qué si bien se inicia aquí en este mundo con todas sus vicisitudes, continuará aún más allá de la muerte; con lo cual la muerte y el tener que abandonar esta existencia, pierde su horror y su tristeza. Con el Bautismo nos hacemos partícipes en el sacrificio y muerte de nuestro Señor Jesucristo, pero a la vez también partícipes de su resurrección.

En virtud del futuro que nos espera en el Reino de Dios y sabiendo que ya aquí Dios está junto a nosotros, perderemos el temor a la muerte y podremos desarrollar en el lapso de tiempo que Dios nos otorga para realizar esta etapa de la existencia en este mundo, una vida distendida de las presiones de este mundo, de los ajetreos en la lucha por el progreso, por el poder, por alcanzar una posición, por el rendimiento de nuestro trabajo, etc. Dios nos libera de todo ello. Estamos en sus manos; él nos sostiene.

Aprovechemos, pues, esta época de Adviento para recibir a Dios; y preparémonos para recibirlo dignamente. El Bautismo que hoy celebramos no es más ni menos que sellar ese pacto con Dios: “Sí, queremos recibirte, queremos ser tuyos y que nuestros niños también sean tuyos; ayúdanos a ser tus fieles servidores; queremos permanecer en tus manos, aquí en este mundo y para siempre”. ¡Qué así sea!

Federico H. Schäfer

E.mail: <federicohugo1943@hotmail.com>

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