Orar sin y con sentido

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Orar sin y con sentido

 Sexto domingo de Pascua – 17.5.2020 | Mateo 6:5-15 | Michael Nachtrab |

Fue en una de las conferencias que anualmente solemos tener como cuerpo ministerial que estalló algo así como una pequeña bomba: un colega se levantó y señaló con cierta vehemencia de que en nuestras oraciones tratábamos a Dios como si no supiera que debe hacer. Hubo caras sorprendidas y ese silencio incomodo del cual fui parte porque de cierta forma nos horrorizó lo que señaló aquel colega. Pero hoy debo decir, que tal vez el silencio incomodo habrá sido comparable a aquel que invadió el pueblo del famoso cuento de Andersen: aunque todos vieron la desnudez del emperador igual se incomodaron frente a la exclamación del niño: «¡Pero si va desnudo!»

Efectivamente podemos y – tal vez debemos – preguntar: ¿qué sentido tiene la oración dirigida a un Dios omnisciente y todopoderoso? ¿Qué sentido tiene orarle a un Dios que ya de antemano sabe lo que necesitan los suyos? Si digo, debemos preguntarlo, lo hago pensando justamente en el cuento de Andersen: al no preguntar por el sentido de las cosas, corremos el peligro de preferir la apariencia por encima de la verdad. Y con ello caeríamos justamente en ello de lo que advierte Jesús – quien se proclama como Verdad – en su sermón del Monte: la hipocresía.

En esta porción de su sermón Jesús presenta tres formas de orar: una con un sentido muy restringido, otra totalmente sin sentido y una tercera con sentido.

La primera tiene que ver precisamente con la hipocresía, es decir con una sobrevaloración de la apariencia por encima de lo verdadero. Probablemente los hipócritas, los que oran potentemente en público y a las que hace referencia Jesús, estaban conscientes de cierto sinsentido de las oraciones a un Dios todopoderoso. Pero para no rescindir a la oración como practica de la piedad, cambiaron inconscientemente el destinatario primario de sus oraciones. La oración que debía ser hecha ante Dios ahora es hecha ante los seres humanos. Así logran recuperar cierto sentido de la oración, a saber: ser recompensado. Pero Jesús marca claramente lo restringido que es esa recompensación. No es Dios quién los recompensa por su piedad manifiesta sino son las personas que empiezan a estimar, admirar y santificar a los que oran así.

Una practica de la piedad que encuentra su sentido restringido de ser en esas oraciones públicas con recompensa instantánea es como el emperador desnudo que cree vestir la ropa más fina: mientras todo va bien y la gente recompensa con su “Me gusta” y dedo arriba, no importa la clara desnudez. Pero solo basta con que uno señale la verdadera desnudez de la piedad, que tantos admiran y recompensan, y entonces todo parece querer derrumbarse. Mientras el niño del cuento de Andersen no padece ninguna consecuencia por decir la verdad, aquellos que son tenidos por santos, piadosos y justos por el pueblo atentan contra Jesús – sí, atentan contra la verdad misma – por señalar su hipocresía y su desnudez.

Cuando, luego, Jesús advierte a la multitud que le sigue no orar con vanas repeticiones y palabrerías como lo hacen los paganos, entonces anticipa la observación de mi colega: no tiene sentido buscar convencer a un Dios que es todopoderoso de hacer lo que nos parezca a nosotros; no hay forma de influenciarle – por más palabras y repeticiones que hagamos – para que deje de hacer su voluntad. No tiene sentido porque si Dios dejaría influenciarse o cambiar su voluntad a base de la oración humana dejaría de ser Dios para convertirse en un ídolo: un dios hecho a medida y gusto del ser humano. Una oración hecha a un ídolo – por más que sea de oro o de plata – no tendrá ninguna recompensa porque los ídolos si bien tienen orejas, no son capaces de escuchar. Y si bien tienen boca, pero son incapaces de hablar (Salmo 115:4-8). Por ello, la oración frenética y duradera de los profetas de Baal, pidiendo por su ayuda, queda sin respuesta y solo recibe la burla del profeta Elías: “¡Griten a gran voz, porque es un dios! Quizás está meditando, o está ocupado, o está de viaje. Quizás está dormido y hay que despertarlo.” (1 Reyes 18:27)

Pero sería triste si realmente todo nuestro orar humano fuese un gran sinsentido o una mera hipocresía. El que es la verdad dice que la oración humana no es en vano; el Hijo afirma que el Padre escucha a quienes se dirigen a él; el que fue crucificado pero resucitó llama dichoso a quien se dirige al Padre porque será recompensado. Y no solo advierte como no orar sino es más: enseña a orar con sentido: palabras sencillas, peticiones cotidianas. Pero eso en si no es lo decisivo, por más que toda esa sencillez aporta una belleza sublime. Lo decisivo y distintivo radica precisamente en que aquí el ser humano se dirige como uno de los tantos hijos al Padre Nuestro. No es una oración para los demás seres humanos. Y seguido el ser humano pide aquí ante todo una sola cosa: pide a Dios que Dios sea Dios. No un ídolo hecho a gusto y medida humana, no un ídolo creado por el deseo humano y para satisfacer ese mismo deseo. Aquí el ser humano pide a Dios por Dios mismo. Y en este punto, hemos de darnos cuenta de algo muy maravilloso que le devuelve el sentido a todo: aquí el ser humano pide y clama a Dios pero esas peticiones y ese clamor llega a Dios como alabanza y casi – casi – como acción de gracias. Mientras los hipócritas buscan que los demás respondan a sus oraciones y los paganos que algún dios escuche y responda favorablemente, el que clama a Dios como a un Padre en realidad ya responde a lo que Dios hizo y dijo: a través de su Palabra encarnada, por la que podemos saber que Dios es nuestro Padre.

Cuanto sentido hay en esas sencillos Padrenuestros orados por tantas personas alrededor del mundo y a través de los tiempos, en la privacidad de sus dolores, luchas y desesperaciones. Cuanto sentido hay en las celebraciones sencillas donde la comunidad de hermanos y hermanas se sabe unido el uno con el otro, ellos como cuerpo con Cristo, y con los demás hermanos y hermanas alrededor del mundo y a través de los tiempos. Cuanto sentido hay cuando la criatura sufriente se dirige a Dios como Padre, dándole gloria a él y volviéndose hijo suyo. Y aquí vale lo mismo que con los cantos como respuesta de la criatura hacía el Creador: donde le es dado la gloria a Dios, el Dios que estaba en Cristo Jesús y reconcilió el mundo consigo mismo, el Dios que venció las puertas del infierno y del reino de los muertos mediante su amor hacía el mundo; allí donde le es dado la gloria a ese Dios, allí habrá paz en la tierra.

Por eso, queridos hermanos y hermanas, pidámosle juntos al Resucitado: Concédenos tu espíritu, mi Señor y mi Dios, y enséñanos a orar. Amén.

 

Pr. Michael Nachtrab

Hohenau – Paraguay

famnachtrab@hotmail.com

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