Juan 13, 31 – 35

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Juan 13, 31 – 35

Sermón para Jueves Santo 2023 | 06.04.2023 | Juan 13, 31 – 35  | Federico H. Schäfer |

Texto: Juan 13, 31 – 35   (Leccionario EKD, Serie I)

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Cuando Judas, el discípulo que traicionaría a Jesús, había salido del recinto donde se hallaban reunidos Jesús y sus discípulos celebrando las vísperas de la Pascua; Jesús exclama: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida lo glorificará”. Jesús, al hablar así del Hijo del Hombre, se refiere a sí mismo y a la pronta muerte, que él suponía, le esperaba, en virtud de que Judas ya había salido para cumplir su macabro cometido de entregarlo en las manos de los sacerdotes de la comunidad judía. ¿Pero cómo debemos interpretar esto de que Jesús es “glorificado en su muerte?

Aunque la muerte para muchos seres humanos sea cualquier cosa menos un acontecimiento glorioso ni un medio para llegar a ser glorificado, y aún cuando entre ellos hay quienes incluso ya han sido glorificados en vida, por otro lado, también debemos constatar que para muchos otros la muerte es efectivamente el momento de entrar en la gloria. Todos conocemos el hecho, de que una vez fallecidas, las personas de repente se tornan buenas. Sólo los rasgos positivos de sus vidas son resaltados por sus conocidos; y así nos quedan grabados en la memoria. Lo humano y defectuoso parece desaparecer con el momento de la muerte y el sentimentalismo entonces desplegado. Hay personas que con la muerte se han transformado en verdaderos héroes, pasando así a la historia. Otras han debido morir para que sus obras recién se tornaran de conocimiento público, lo que ocurrió con no pocos poetas, filósofos, músicos, científicos. Algunas personas hasta llegan a ser objeto de glorias y honras especiales al punto que se les levantan monumentos y colocan retratos de ellos en edificios públicos.

La glorificación que Jesús anuncia de sí mismo, de ninguna manera la podemos comparar o encuadrar dentro de las recién mencionadas manifestaciones demasiado humanas. A Jesús no lo glorifican los humanos movidos por sus sentimientos o su posterior arrepentimiento por lo ejecutado. Es Dios que lo hace por su amor y poder infinito. Durante su vida terrenal Jesús no fue glorificado de manera alguna. Bien sabemos que fueron más sus enemigos, que sus amigos; más los que se escandalizaban de él, que los que lo comprendían y apreciaban. Pero a través de esta su vida llevada en absoluta obediencia a Dios hasta la misma muerte –podríamos decir voluntaria—, Dios fue glorificado en él. Ahora con la muerte había llegado el momento de que Dios también glorificara a su Hijo.

La glorificación de Jesucristo habría de ocurrir específicamente por su resurrección el primer día de la semana después de la Pascua y su posterior ascensión al Padre, donde volvería a formar nuevamente una unidad con el Altísimo, como fuera antes de su venida al mundo. La muerte voluntaria y la resurrección a manos de Dios no le reportó gloria alguna por parte de los seres humanos, antes bien escándalo y rechazo. El testimonio de los discípulos acerca de la resurrección generaba burlas en muchas gentes. Cuando Pablo predicó a los atenienses sobre la resurrección, estos le replicaron: “Ya vendremos a escucharte sobre esto en otra ocasión” (Hechos 17,32). Sí, concluimos una vez más, que Jesucristo no es glorificado por los humanos, sino por Dios.

Sin embargo, para que esta glorificación se pudiera cumplir, la muerte era inevitable y con ello también inevitable la separación del Maestro Jesús de sus discípulos, de la pequeña comunidad que se había formado alrededor de él. Jesús se iría y ellos quedarían nuevamente solos; librados a su suerte. Surgiría en ellos la angustia de la soledad espiritual y el deseo de buscarlo, seguirlo, elevarse con él hacia Dios. Jesús, sin embargo, les da a entender que esto es imposible: “A donde yo voy vosotros no podréis ir”. Pues para ir a donde fue Jesús es necesario pasar por la muerte. Pedro estaba dispuesto a morir junto a su Señor, así lo había declamado. Pero, como sabemos, terminó por negarlo. Así probablemente ocurriría con la gran mayoría de nosotros también. Es que en este punto llegamos al límite de las posibilidades humanas. No podemos elevarnos a Dios por nuestros propios medios. No podemos glorificarnos   ni salvarnos a nosotros mismos. Nuestra salvación tan solo es posible gracias a la obra de Dios realizada en Jesucristo, a través de su muerte y resurrección, a través de su glorificación.

Por qué Dios eligió la muerte en la cruz y la posterior resurrección para glorificar a Jesús; y por qué Dios eligió la muerte en la cruz y la resurrección de Jesús para salvarnos a nosotros, para reconciliarnos con él, es un misterio que no podemos explicar con elementos de la razón, sino tan solo acercarnos a él en un acto de fe, de confianza. Nuestro entendimiento es demasiado estrecho, simple, primitivo para comprender los planes y las estrategias de acción de Dios. Como criaturas humanas no podemos seguir el camino que transitó Jesucristo. Somos demasiado débiles como para hacerlo.

Con todo caemos siempre de nuevo en la tentación de querer salvarnos y glorificarnos a nosotros mismos por nuestros propios medios, cosa que no logramos y solamente Dios puede hacer. En esto también queremos ser como Dios y olvidamos al verdadero Dios, manifes-tando de esta manera el orgullo y la soberbia que nos caracteriza y aleja cada vez más de Dios y es el origen de todos nuestros males. No podemos ir a donde se dirigió Jesús, pero tampoco necesitamos imitar el camino que él siguió. Jesucristo murió y resucitó en lugar nuestro. Dios glorificó a Jesucristo para nuestra salvación una vez para siempre.

Pero esto no significa que nos quedemos con los brazos cruzados frente a Dios y nuestros semejantes. Está en nosotros responder y agradecer a Dios por lo que él realizó en favor nuestro con la muerte y la resurrección de Jesús. Y esa respuesta la damos precisamente confiando y aceptando su obra. Así mismo esa confianza en la obra redentora de Dios nos brinda una enorme paz y tranquilidad frente a la muerte y todos los sufrimientos que solemos padecer en nuestra trayectoria por este mundo. Y como señal visible, como testimonio de nuestra confianza y fe en Jesucristo, cumpliremos el nuevo mandamiento que él nos dejó, el mandamiento del amor.

Amarnos los unos a los otros es una acción que sí podemos realizar, pues Jesús nos amó primero. Ya no podemos excusarnos argumentando que no podemos entregar siempre amor a nuestros prójimos, cuando nadie nos ama a nosotros. Jesucristo ya nos amó, y nos amó tanto que entregó hasta su vida por nosotros en esa brutal e ignominiosa cruz.  Este amor que Dios demostró en su Hijo hacia nosotros, podemos reflejarlo, demostrarlo hacia nuestros semejantes en todo momento. Y esto, por cierto, podemos ejercitarlo de una manera muy práctica todos los días de nuestra vida. No solamente cuando un pordiosero toca a la puerta de nuestras casas, sino en todas las circunstancias de nuestra vida. Por ejemplo, cuando un patrón trata con sus empleados o cuando un empleado trata con su empleador; cuando los padres tratan con sus hijos o cuando los hijos tratan con sus padres; cuando el dueño de un negocio trata con un cliente, cuando el maestro enseña a sus alumnos; etc.

Esto, claro está, son circunstancias normales. Especialmente, empero, será puesto a prueba el amor que tendremos en circunstancias más desagradables o hasta extremas, cuando las relaciones interpersonales se ponen tensas, como por ejemplo cuando los jóvenes se tornan insoportables para los mayores, cuando el empleado exige un aumento de sueldo que al empleador le parece desmedido; cuando hay desacuerdo entre los esposos, cuando el cliente compra por poco dinero, cuando cometimos una infracción de tránsito que produjo un accidente. En estas circunstancias más exigentes se demostrará si somos seguidores de Jesucristo, si nuestra fe es una fe viva o solo declamada. Según procedan del amor o no, el mundo reconocerá a partir de las actitudes que tomemos en nuestro proceder cotidiano, si somos o no discípulos de Jesucristo, si somos los verdaderos cristianos que pretendemos ser.

Finalizando podemos resumir lo expresado en dos puntos:

  • No podemos ir a donde va Jesús. No podemos pagar nuestras culpas y reconciliarnos con Dios por nuestra iniciativa y propias acciones. Antes bien, Dios, quien nos ama infinitamente, asume la iniciativa y realiza el pago de nuestras deudas en lugar nuestro, mediante la obra redentora efectuada en la cruz y sellada con la resurrección de Jesús.
  • Algo, empero, si podemos y debemos realizar nosotros: agradecer a Dios por el amor que nos demostró en su obra de salvación. Este agradecimiento lo realizamos cumpliendo su voluntad, la cual consiste en que nos amemos los unos a los otros, como él nos amó, dando así testimonio frente al mundo de nuestra confianza en él.

Que Dios vele siempre sobre nosotros y nos de la fe necesaria para aceptar la obra que hizo por nosotros en Jesucristo y podamos cumplir con el mandamiento que él nos ha dejado, de manera que el mundo vea que somos sus discípulos. Amén.


Federico H. Schäfer

E.Mail: federicohugo1943@hotmail.com

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