
3° domingo de Adviento
Lucas 1, 46 – 56 | Federico Schäfer |
Estimadas hermanas, estimados hermanos:
Seguramente no digo nada nuevo, si menciono que año tras año la celebración de la ya próxima fiesta de Navidad nos deja con una cierta insatisfacción. Insatisfacción que proviene probablemente de un sentimiento de culpa a causa de no celebrar la Navidad como nosotros, los que pretendemos ser cristianos, pensamos que debiera ser la correcta, y que por ello no obtenemos las bendiciones que esperamos. Nos vemos absorbidos por el ajetreo diario y arrollados por la vorágine mercantilista, que especialmente en estas semanas se cierne sobre nosotros y no nos deja tiempo y tranquilidad para la reflexión. De pronto nos encontramos frente a la celebración y debemos reconocer que nuevamente no hemos aprovechado el tiempo precedente, tiempo que nosotros, cristianos, hemos apartado especialmente en el calendario justamente para la preparación. Me refiero explícitamente a la estación de Adviento que en estos momentos estamos transitando. No hay una receta magistral que nos indique cómo ir al encuentro de esta carrera diaria y obtener un espacio para el recogimiento, la oración, la reflexión, la contemplación. En todo caso, nuestra fe nos debería impulsar hacia una cierta disciplina. (La eventual continuación de la cuarentena a la que nos obliga la pandemia del coronavirus, tal vez nos ayude en este año a dedicar algún tiempo a la preparación para la venida del Señor).
Estamos convencidos que Dios vino al mundo y se hizo ser humano de carne y hueso en la persona de Jesús de Nazaret; y que lógicamente un día hubo de nacer como niño de una mujer. Pero también sabemos que ese hombre de origen divino fue muerto en una cruz y que, a pesar de su maravillosa resurrección, no podría estar eternamente entre todos nosotros en ese cuerpo de carne y hueso. Con todo es necesario remarcar que ese Señor y Dios no está desaparecido, no está muerto. Fue ascendido al ámbito de Dios y a partir de ahí está siempre entre nosotros por medio de su Espíritu, que siempre de nuevo está dispuesto a venir a nosotros y acompañarnos en todo lugar. Y ese mismísimo Señor y Dios vendrá una vez más a este mundo para dar una terminación a su proyecto, a su obra.
Pero así como se nos hace difícil datar con exactitud la verdadera fecha de nacimiento del Señor; como se nos hace difícil apartar un tiempo para la preparación y la recepción del Señor en nosotros, se hará igualmente difícil obligar a Dios a manifestarse cuándo y cómo los humanos lo deseamos o imaginamos. Quizás sea una ayuda para nosotros, si comprendiéramos, que la venida de Dios a nuestros corazones y mentes es un regalo. Un regalo esperado, por cierto, pero cuya llegada o cumplimiento no podemos forzar.
Se trata de un regalo sorpresivo, sí, una sorpresa, un regalo inmerecido, completamente independiente de nuestras expectativas y especulaciones. Y es así como ese regalo divino genera verdadera alegría en las personas y comunidades que lo reciben con corazón y mente abierta, dispuesta, incondicionada, desprejuiciada.
Es precisamente así como lo recibió María y es precisamente por ello, que rebosando de alegría, puede alabar a Dios con máxima gratitud y satisfacción a través de las palabras que hemos oído hace unos momentos. Pero esa alegría no la podemos producir artificialmente con pomposos regalos de circunstancia, cenas fastuosas, luces intermitentes y toda esa cáscara que ofrece la calle.
No obstante lo dicho sobre el carácter sorpresivo e inesperado de la venida del Señor a nosotros, no significa que no debamos prepararnos para recibirlo. En ese sentido el calendario eclesiástico nos hace recordar en su reiteración anual, que no debemos olvidar este aspecto. Pero en realidad, toda nuestra vida debiera ser una preparación para recibir al Señor. Aunque nos consideremos creyentes, nunca terminaremos de haberlo recibido plenamente. No hay lugar, pues, para frustraciones navideñas. No somos perfectos – eso lo sabemos. Por ello nos confesamos pecadores. Si la paz familiar no alcanza el nivel esperado u otras adversidades nos acosan en estos días, acordémonos de ello. Importante no es lo que nosotros aportamos a la fiesta de Navidad, sino lo que Dios aporta, lo que él nos brinda.
Eso es lo que nos quiere transmitir la actitud de María. De su canto de alabanza justamente surge, qué es lo que Dios aporta, cuál es su regalo, cuáles son sus maravillosas obras. Él ha elegido una mujer sencilla, una mujer del pueblo para encarnarse. Con ello deshizo los planes de los orgullosos, de aquellos que ya tenían mentalizado todo un esquema sobre cómo y dónde debía llegar a cumplirse la promesa de la venida del mesías, de aquellos que ya tenían la “verdad comprada” en materia religiosa. Tales hubo en el Israel de aquellos días y hasta hoy en todo el mundo; y son frustrados porque no se cumple lo que habían esperado. Así el Señor también desautorizó la autoridad presuntamente absoluta y última de los gobernantes, de esos que creen ser propietarios de la vida y de la muerte de sus súbditos. Conocemos ejemplos suficientes de ellos a lo largo de la historia de nuestro mundo hasta nuestros días.
Así es como el Señor reivindicó a los humildes, a los pobres, a los oprimidos, a aquellos que por ser “simple” masa popular no cuentan para aquellos que se creen poderosos. Por ello para María también es importante que Dios no ha olvidado de ayudar a su pueblo y ser misericordioso con él. Y esa misericordia es, por cierto, el mayor regalo de Dios. Tomando conocimiento de los diabólicos manejos en todas las esferas de la vida en este mundo, no me resta otra cosa que maravillarme de la paciencia que Dios demuestra hacia nosotros. Y aquí retomo lo que mencioné antes acerca de nuestra condición pecaminosa, nuestra falta de perfección.
Lo que más me impacta de nuestro Señor es justamente su infinita capacidad de perdonar y tener paciencia. En fin: es su infinita capacidad de amar a sus criaturas. Y ello es lo que lo impulsa a solidarizarse con nosotros, a volverse siempre de nuevo hacia nosotros. Su encarnación a través de una mujer, una mujer como cualquiera de nuestras hermanas, es precisamente la demostración de ello.
En última instancia no hay razón para desesperar: ni porque presumamos que el mundo está en manos de los que pueden desencadenar el “holocausto atómico”, ni porque nos sintamos arrollados por el ajetreo diario. Ni el miedo a un rebrote de la pandemia del coronavirus, ni la miserable situación económica de nuestro país, ni el terrorismo del bando que fuere, debieran impedirnos poder alabar a Dios y sentirnos a buen resguardo en sus manos. Él es capaz de hacer maravillas en este mundo, tal como lo hizo con María.
Así, pues, aún en el ajetreo diario, vivamos este tiempo de Adviento con la esperanza y confianza de que el Señor siempre está dispuesto a venir a nosotros y obrar en nosotros. La vida en esa esperanza, confianza y alabanza es la correcta preparación que hará de ella un constante Adviento hasta que él Señor vuelva en plenitud y complete su proyecto de vida. Amén.
Pr. em. Federico Schäfer
Buenos Aires, Argentina
federicohugo1943@hotmail.com