Marcos 13,31-37

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Sermón para último domingo del año eclesiástico (Culto con celebración de confirmación de oro) | 24.11.2024 | Marcos 13,31-37 (Leccionario EKD, Serie V) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Estamos viviendo tiempos de gran angustia. Unos ya hace años deben luchar para sobrevivir a causa de la desocupación; no tienen como alimentar a sus familias o pagar un alquiler. Otros viven con temor a ser víctimas de asaltos, robos a mano armada o les intrusen su vivienda cuando están ausentes de ella. La quiebra del pequeño empresario, que ya no sabe qué hacer con sus instalaciones, con su personal, con sus conocimientos técnicos adquiridos en larga y costosa trayectoria; la inflación que hace imposible el pago de cuotas para la cancelación de préstamos para la adquisición de vivienda; la sequía que ha generado grandes daños a la agricultura en los últimos años, llevan a la desesperación a otros tantos. Y ni hablar de la burla que son muchos procesos judiciales. Y la lista de calamidades podría prolongarse aún más. Es como que nos sentimos atrapados en un callejón sin salida, del que quisiéramos escapar, pero no podemos.

El relato que les acabo de leer del Evangelio según Marcos es el final de un discurso más amplio, en el que Jesús advierte a sus discípulos sobre las penurias y sufrimientos que les tocaría vivir, no solo como simples habitantes de Palestina, sino también como discípulos de él. También en esos tiempos se vivían circunstancias muy angustiantes, que hacían pensar a las gentes en el posible fin del mundo. Y Jesús no niega que en algún momento vendrá el fin, que en realidad en este mundo todo es transitorio y caduco. Los discípulos, por ejemplo, llegando a Jerusalén, estaban asombrados y admirados por lo imponente de la construcción del templo. Pero Jesús les dice: Aunque estos enormes bloques de piedra parezcan inamovibles y los edificios por tanto eternos, no quedará piedra sobre piedra de ellos. Y esto ocurrirá antes de que muera la presente generación. Efectivamente, ese templo y toda la ciudad de Jerusalén fue destruida años más tarde, y el pueblo judío hubo de soportar muchas penurias  – y los cristianos también.

Trazando un paralelismo con las circunstancias que vivimos hoy y ante el callejón sin salida en el que muchos se sienten presos, hay quienes hacen la reflexión, si no es que todas estas adversidades, no son acaso señales que anuncian el fin, del cual hablaba Jesús. A ello, y tratando de interpretar a Jesús de la mejor manera posible, yo diría: El fin tarde o temprano va a venir; el propio Jesús nos dice: “El cielo y la tierra dejarán de existir”. Y nuestra generación llegará a su fin, es decir: todos un día moriremos y finalizaremos nuestro periplo por este mundo. Asimismo, debemos asumir, que lo que nosotros construimos no es eterno, aunque así parezca en principio. Todo está sometido al deterioro. Lo vemos en nuestras personas, nuestras casas van envejeciendo y se pican las cañerías y se rompen las tejas. Los sistemas de jubilación, de los que imaginábamos poder vivir con tranquilidad durante nuestra tercera edad, colapsan y no nos pagan lo que esperábamos. Y nuestra empresita construida con tanto esfuerzo y aplicación a lo largo de años, ahora se quiebra por falta de encargos y clientes.

Y, por supuesto, toda esta destrucción no es solo causada por un proceso puramente natural, sino que en gran medida por culpa de los propios seres humanos: Ni el templo de Jerusalén ni las torres gemelas de Nueva York cayeron por causas naturales. Tampoco los que murieron en Jerusalén o en la implosión de las torres gemelas son culpables directos de su fin. Pero lo que hemos de entender es que, culpables o simples víctimas de la destrucción, tenemos cada uno nuestro fin del mundo, ya sea que terminemos por causas naturales o dolosas.

Pero, estimadas hermanas y estimados hermanos, este panorama no se los pinto con la intención de agregar aún más angustia a la que ya muchos sufren o sienten. En las palabras de Jesús también hay una veta positiva. Es verdad. “El cielo y la tierra dejarán de existir – dice Jesús –, “pero mis palabras no dejarán de cumplirse”. Dicho en otros términos: Más allá de todo lo que puede llegar a pasar en este mundo – quiebras, hambre, guerras, injusticia, catástrofes naturales, pandemias y enfermedades, muerte – la palabra de Dios permaneció, permanece y permanecerá firme, también permanecerá firme e inamovible su promesa de rescatarnos de este mundo, de perdonarnos nuestras faltas y de hacernos partícipes de su reino, de su ámbito de gobierno, que no es material, que trasciende este mundo, que pertenece a otra dimensión.

Nosotros, mientras transitamos por este mundo, no tenemos acceso a esa otra dimensión en la que se encuentra Dios. Pero él, el todopoderoso, promete conducirnos a esa otra dimensión. Tenemos que comprender, que la vida que Dios quiere que tengamos, no se agota con el peregrinaje que debemos realizar en esta tierra. Este tiempo que transcurrimos aquí, no es más que una parte, incluso menor, de una existencia mucho mayor, que llamamos vida verdadera o vida eterna. Como cristianos hemos creído y tomado en serio esa promesa de vida eterna, aunque no estemos en condiciones de describirla, de mostrarla, de imaginarla. Y a pesar de que otros se burlen de ello, tenemos todo el derecho de continuar creyendo y aceptando esa otra realidad. Jesús mismo nos reafirma en nuestra fe diciendo: aunque absolutamente todo se venga abajo, mi promesa se cumplirá, la verdad de mis testimonios se pondrá de manifiesto, se demostrará que no miento.

Y así creo, qué si somos coherentes con nuestra fe, y nos tomamos en serio a nosotros mismos, la muerte, ya sea que la suframos de jóvenes o de mayores, ya no nos debe angustiar más, pues será realmente “un pasaje a mejor vida” como dice el dicho popular. Y si estamos convencidos de ello, tampoco podrá abrumarnos ni angustiarnos ninguna de las causas que pueden llevar a la destrucción de nuestros cuerpos. Tampoco y mucho menos deberá angustiarnos la pérdida de alguna posición, alguna propiedad, el desmantelamiento de alguna de nuestras obras, de alguna de nuestras empresas, de alguno de nuestros medios de vida, alguno de nuestros derechos.

Por eso me alegro sobremanera, que hoy se hayan acercado tantos de aquellas hermanas y aquellos hermanos que hace 50 o eventualmente más años han dado su “SI” al proyecto de Dios, han confirmado su fe en ese Dios, que no nos deja solos y que siempre de nuevo nos ofrece la vida, la vida verdadera. Pues es una señal de que esa fe hasta el día de hoy les ha dado esperanza y fuerza para resistir los embates de la muerte, de las circunstancias adversas y destructivas. A ellos y a todos los que hoy estamos reunidos aquí, especialmente también a los jóvenes catecúmenos o confirmandos – que están allí sentados en primera fila – les digo: ¡Sigamos así, permanezcamos fieles a Dios, vale la pena ser amigos de Dios!

Jesús, por fin, también nos advierte que permanezcamos despiertos, que no nos durmamos en la indiferencia, en la dejadez, en la desesperanza. Porque los peligros de la muerte están a nuestro acecho. No el peligro de la destrucción de nuestro cuerpo, el riesgo de perder nuestros bienes, nuestro empleo, etc., sino el peligro de perder nuestra vida verdadera en comunión con Dios. Y sin duda el peligro de nuestra muerte a la vida eterna se producirá allí donde desestimemos la promesa, la ayuda de Dios; donde nos dejemos llevar por nuestra soberbia y nos demos más importancia a nosotros mismos que a Dios; allí donde confiemos más en nuestras obras y proyectos humanos, en nuestros logros tecnológicos, nuestros logros económicos, en nuestros sistemas. Pues en la medida en que así lo hagamos, nos perderemos, nos destruiremos como ellos y con ellos, que son todos elementos perecederos.

Una vez más, pues, permanezcamos despiertos y esperemos en el Señor, confiemos en su palabra, que no pasará, y podremos ser felices y bienaventurados aquí en este mundo, mientras él quiera que lo habitemos y allí en su reino, en los cielos, en su presencia, bajo su albergue y para lo que él nos mande entonces. ¡Que así sea!

Federico H. Schäfer,

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