1° Corintios 12,12–31

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Sermón para 3º domingo después de Epifanía | 26.01.2025 | 1° Corintios 12,12–31 (Leccionario Ecuménico, Ciclo “C”) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Por ocasión de su despedida de este mundo, el Señor resucitado dio a sus seguidores el mandato de hacer discípulos a todos los pueblos y enseñarles todo lo que él les había encomendado (Mateo 28, 19-20 y par.). Ese es el mandato que todos y todas recibimos con el Bautismo y por cuya puesta en práctica responsable nos hemos comprometido al ratificar nuestro Bautismo el día de nuestra Confirmación.

Toda la iglesia está así comprometida a realizar la misión. Y esto es precisamente lo que los Reformadores acuñaron en el conocido concepto del “sacerdocio universal de todos los creyentes”. Lutero incluso llega a decir, que cada cristiano es como un pequeño Cristo para con su semejante.

No obstante este mandato que nos toca a todos, desde los principios de la iglesia cristia-na hubo una suerte de división de tareas y delegación de responsabilidades. En esto la iglesia fue bien moderna desde el vamos. Cuando los apóstoles se sintieron rebasados de trabajo –que incluía diversos servicios, también la atención de los pobres, especial-mente de las viudas–  pidieron a la comunidad que eligieran diáconos –justamente para la distribución de alimentos (Hechos 6, 1-6).

El apóstol Pablo, un hombre eminentemente práctico, en varias de sus cartas (además del texto de predicación ver Efesios 4, 4-7.11-13 y Romanos 12, 4-8) nos da a entender que, si bien todos y todas estamos comprometidos en la obra y misión de Dios, y todos y todas formamos como comunidad un solo cuerpo, y todos y todas han recibido dones y capacidades por medio del Espíritu Santo; no todos y todas han recibido los mismos dones y capacidades, y que por tanto estamos llamados a complementarnos. Estos dones y capacidades están dados en función de los diversos tipos de actividades y servicios que hacen a la vida de una comunidad, una comunidad misionera. Para ejemplificar esto, Pablo usa la figura del cuerpo humano, donde Cristo es la cabeza y la comunidad cristiana es el cuerpo con sus diversos miembros y órganos, cada uno desempeñando una función específica. El apóstol Pablo menciona diferentes tareas que se desarrollaban en aquellos primeros tiempos en la iglesia y para las cuales se necesitaban:

Apóstoles (mensajeros = proclamación de la palabra)

diáconos  (para el servicio de amor, distribución de los alimentos)

maestros (para la enseñanza de la doctrina)

profetas (para la advertencia a pueblos y gobernantes)

además administradores, sanadores/médicos, intérpretes de lenguas, etc., etc.

Todos debían cooperar  juntos en orden y armonía como los órganos de un cuerpo en el cual ninguno es prescindible, aunque parezca el más pequeño e insignificante. No todos tienen capacidad para hacer todo, ni tiene sentido que todos hagan todo, pues sería un gran desorden y despropósito. Todos conocemos el dicho que reza: “Muchos cocineros en un plato, hacen grande garabato”. Y como Pablo entiende que Dios es un Dios del orden y no del caos, propone una suerte de organización del trabajo y de las funciones en la comunidad: –qué unos se dediquen a la enseñanza, otros al cuidado de las personas, otros a la proclamación de las buenas nuevas, etc., de acuerdo a los dones que cada uno ha recibido del Espíritu Santo. Y todos y todas, por cierto, han recibido un don!

Pero para que la realización de la misión no quede librada a la casualidad y a la buena o mala voluntad del ser humano, que siempre es falible y tiende a apartarse de la voluntad de Dios y eludir sus responsabilidades, los Reformadores –Martín Lutero especial-mente–  dicen que para garantizar la existencia de una comunidad cristiana y su conti-nuidad en el tiempo, debe haber por lo menos un ministerio, una función impres-cindible: la función de proclamar la palabra de Dios  –o sea, transmitir las buenas nuevas de amor y perdón–  y de administrar los sacramentos –es decir, el Bautismo y la Santa Cena. El Dr. Martín Lutero dice: Dónde hay proclamación de la Palabra de Dios, allí se forma una comunidad.

Es por ello que en nuestras congregaciones, continuadoras de una tradición nacida en la Reforma Protestante del siglo XVI, elegimos antes que nada a ministros para la pro-clamación de la Palabra, y recién después vemos como conseguimos colaboradores para desempeñar las demás funciones necesarias para el buen desenvolvimiento de la comunidad. Es verdad, que esta modalidad puede redundar en el vicio de privilegiar el servicio de los pastores frente a los demás ministerios y vocaciones. Con todo, no es que a partir del momento en que una comunidad elige a un pastor, todos los demás miem-bros pueden quedar de brazos cruzados; no, hay muchas otras tareas importantes que realizar: catequesis, visitación, diaconía, música, sacristanía (cuidado del templo), administración, etc., etc.

Seguramente y mientras que en la comunidad no se pongan todos y todas en pleno movimiento, al pastor no le quedará más remedio que realizar muchas más tareas que tan solo la proclamación de la Palabra. Y seguramente la mayoría de los ministros con gusto hacen todo lo que está a su alcance, para lograr el crecimiento de la comunidad a la que fueron llamados. Pero es necesario advertir, que cuanto más se carga a un pastor con tareas que no forman parte de su función esencial, que –repito– es básicamente la transmisión de las buenas nuevas, la administración de los sacramentos, la catequesis y la visitación,  no debe extrañarnos que luego la membresía, que es la sustancia de la congregación, se reduzca y corra peligro su sustentabilidad. Hay muchas cosas que los demás miembros de la congregación pueden y deben desarrollar, de manera que el pastor pueda dedicarse de lleno a sus tareas específicas. Para ello la iglesia también prevé cursos de capacitación para las distintas tareas que deben ser realizadas, como ser, por ejemplo, la proclamación de las buenas nuevas a los niños. Entre todos y todas deberíamos animar y animarnos unos a otros para descubrir nuestras vocaciones, capacitarnos y asumir tareas vacantes en la congregación.

Sé que muchos miembros de esta comunidad tienen la mejor buena voluntad y que mi advertencia, tal vez, no corresponda. Pero sin perjuicio del hecho que sin duda todavía se podría hacer mucho más, también es una advertencia para el propio ministro, para mi mismo en este caso, para evitar el vicio de la dispersión de sus energías y favorecer su concentración en las funciones específicas de su vocación.

Pero finalmente quiero hacer incapié en la armonía y sinergía que debería reinar entre las actividades del o los ministros y los diferentes colaboradores de una comunidad, a fin de que se puedan lograr los objetivos esperados sin desinteligencias. Solo colabo-rando mancomunadamente los unos con los otros vamos a poder dar testimonio cohe-rente acerca de nuestro Señor. No nos olvidemos, que junto con el Señor formamos un solo cuerpo. Yo sé que para ello no basta solo con la buena voluntad. Hace falta una coordinación sabia e inteligente, pero más que nada obediencia al Señor y su Espíritu Santo y dejar que él guíe los quehaceres de la misión en su iglesia. Oremos para que a través de su Espíritu, el Señor se haga más presente en nuestra comunidad e inspire abundantemente al pastor, a la Comisión Parroquial, a los colaboradores y a todos los miembros de la misma, a fin de que entre todas y todos podamos dar mucho fruto, crecer en número, pero también en la calidad de nuestra fe y testimonio, cumpliendo así con el mandato que nos encomendó nuestro Señor. Amén.


Federico H. Schäfer