Efesios 2,17–22

· by predigten · in 10) Epheser / Ephesians, 2. So. n. Trinitatis, Beitragende, Bibel, Current (int.), Español, Federico H. Schäfer, Kapitel 02 / Chapter 02, Kasus, Neues Testament, Predigten / Sermons

Sermón para 3º domingo de Pentecostés | 09.06.2024 | Texto: Efesios 2,17–22 (Leccionario EKD, Serie II) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos;

En nuestro país (Argentina) en los últimos años se viene hablando mucho de la “grieta” que presuntamente divide a nuestro pueblo. Básicamente se trataría de una divisoria de aguas en el campo político. Pero a ello se le podrían sumar aspectos sociales, económicos, culturales, etc. Analizando la cuestión más a fondo, descubriríamos que no hay solo una grieta, sino que habría varias, que no todas esas grietas coinciden. Sin embargo, esto es lo de menos. Lo de más es que el pueblo está desunido y esto no permite una convivencia en armonía y paz, ni el eficiente combate de la pobreza, ni su progreso y felicidad.

Esta falta de unidad desafortunadamente también se da en la iglesia cristiana, en muchas de nuestras congregaciones. Allí también se reflejan las grietas de la sociedad más amplia en la que estamos colocados, pero también diferencias internas propias, quizás por cuestiones administrativas o de poder y autoridad, por cuestiones referidas a la piedad o a la teología, quienes consideran estar más cerca de Dios y quienes están más lejos de él. Esto, por cierto, no favorece la realización de la misión que el Señor Jesucristo le ha encomendado a su Iglesia.

La primitiva iglesia cristiana tropezó con esta misma clase de problemas. Por un lado, estaban los cristianos de origen judío —al principio la mayoría, aunque una despreciable cantidad del propio pueblo judío— con sus características especiales: ser los primeros y principales destinatarios del mensaje de salvación cristiana, pertenecer por nacimiento al pueblo elegido de Dios, y considerarse por ello especialmente comprometidos a conservar las tradiciones de su nación. Por otro lado, estaban los cristianos de origen no-judío: griegos, latinos, árabes, etc., —que cada día irían a ser más para llegar a ser finalmente la inmensa mayoría— con sus características también especiales: tradiciones religiosas paganas, concepciones filosóficas diferentes, no ser miembros del pueblo del cual había surgido el Salvador, etc.

Los primeros problemas —si es que los cristianos de origen no-judío debían o no comprometerse previamente a cumplir las leyes judías— habían sido entretanto resueltos en el sentido de que no necesitaban ajustarse a las tradiciones judías. Sin embargo, al escribirse esta carta a los efesios, aparentemente continuaban las mutuas discriminaciones, por lo menos en esa comunidad. Por ello el autor exhorta a la unión orgánica de ambos grupos basada en la paz que surge de la obra salvífica realizada por Dios en Jesucristo y que se  debe manifestar en la iglesia, en la comunidad. Una iglesia que quiere ser honestamente casa en la que vive el Espíritu de Dios, que quiere ser familia de Dios verdadera, no puede guardar en su seno grupos cerrados en si mismos, aislados y autosuficientes, separados por prejuicios, políticos, raciales, culturales, etc.

Nuestras iglesias o congregaciones, y seguramente según sus respectivas constituciones, pretenden servir a todo el pueblo en el que están colocadas y no solamente a una parte de él, ya sea por su filiación política, sus características raciales, su nivel cultural, sus opciones de género. Obviamente respetarán a los adherentes de otras religiones o filosofías, pero no podrán realizar una misión honesta y efectiva, si en su propio medio hay desunión, grupos que se sienten incómodos, incomprendidos o no aceptados.

Jesús fue judío, no alemán —como en épocas gracias a Dios pasadas— algunos quisieron verlo. No podemos cambiarlo: Las buenas noticias de paz fueron dadas en primer lugar a los judíos y aunque hayan sido pocos los que las aceptaron. Y gracias a que de esos pocos algunos tuvieron la iniciativa de llevar el mensaje al extranjero, es decir fuera de las comarcas judías, griegos y romanos, árabes y africanos y más tarde también eslavos y germanos tuvieron la oportunidad de escuchar esas buenas noticias. Este hecho nos obliga al agradecimiento para con los cristianos judíos y nos compromete a la apertura hacia todos aquellos que nos rodean, ya sea en el país que sea.

Sabemos que las iglesias protestantes no son las únicas que tienen el mandato de anunciar las buenas nuevas de paz en nuestro medio, sino que compartimos ese mandato con la Iglesia Católico Romana y otras denominaciones con las que no compartimos el mismo techo, las mismas alabanzas, los mismos himnos, los sacramentos, etc. No obstante, nuestro compromiso de apertura también debe dirigirse a esos hermanos que están embarcados en la misma misión, en la misma causa, para apoyar y compartir la tarea. Todo el compromiso ecuménico y cosmopolita de la iglesia, que supera y busca de superar barreras idiomáticas, sociales, culturales, ideológicas, étnicas, elitistas, etc. se basa en el hecho de que Cristo —siempre presente en el Espíritu de Pentecostés— anunció las buenas noticias de amor y de paz a todos —a los que están, sea por la razón que fuere, supuestamente más cerca de Dios o más lejos de él.

T o d o s: judíos o griegos, anglosajones o latinos, pobres o ricos, jóvenes o mayores, negros o blancos, nos acercamos a Dios, Padre, por ese mismo Espíritu, por la misma fe en el único e indivisible amor de Dios demostrado en Jesucristo. Es el Espíritu de Dios que habla todos los idiomas, que comprende todos los pensamientos, que guía la historia, que gobierna todo el universo, el que hace posible esto. De ahí, todos, queridos por Dios con igual intensidad, deben poder sentirse cómodos en la comunidad de los hijos de Dios, en el seno de la familia de Dios. Todos, con los cuales Dios se ha reconciliado y ha establecido relaciones de paz, son ciudadanos con los mismos derechos en la jurisdicción del gobierno divino. Nadie debe sentirse como extranjero, refugiado, exiliado, discriminado, excluido, porque nadie es extranjero, ni refugiado, ni exiliado, ni discriminado o excluido en el Reino de Dios.

La comunidad eclesiástica, no solo la actual, sino también a través del tiempo, de la historia, es como un edificio de ladrillos bien construido. La base está puesta con los ladrillos que representan a aquellos que nos han transmitido las buenas noticias de paz originales: profetas y apóstoles. La piedra principal es la que está en medio del arco y lo cierra, en el medio de la cúpula, es la piedra que debe aguantar más tensiones y sin la cual todo el arco o cúpula se derrumbaría. Esta piedra representa a Cristo, imprescindible cabeza de la iglesia. Los demás ladrillos somos todos los cristianos bautizados, que trabados, ensamblados correctamente,      conformamos junto con los cimientos y la piedra angular aquella construcción, aquella casa en la cual vive Dios por medio de su Espíritu, que es la iglesia, la comunidad. En esa construcción no hay piedras o ladrillos de mayor o menor importancia. Todos son necesarios. Todos cumplen una función, un servicio. Todos soportan carga. Todos fueron puestos por Dios en el lugar en el que están emplazados.

En esa casa, entonces, se festeja también esa comunión, esa amistad, esa solidaridad en el servicio con mucha alegría y perdonando mutuos prejuicios y agravios. La Santa Cena es, pues, la celebración de esa unión entre todas las partes, entre todas las personas que componen la familia cristiana. Jesucristo, el amor de Dios hecho carne entre nosotros, se da en esa cena a sí mismo, justamente para ligarnos consigo y entre nosotros. Él es anfitrión y alimento a la vez. En la medida en que lo incorporamos en nosotros, ya no seremos nosotros los que actuemos, sino que será él quien afinará nuestra consciencia, quien dirija nuestros pensamientos y nuestras acciones para que seamos un solo cuerpo, la familia de Dios. Les invito finalmente en nombre de Dios a participar de esta cena! Amén.

Federico H. Schäfer

E.-mail: <federicohugo1943@hotmail.com>