Isaías 43,1–7

· by predigten · in 23) Jesaja / Isaiah, 6. So. n. Trinitatis, Altes Testament, Beitragende, Bibel, Current (int.), Español, Federico H. Schäfer, Kapitel 43 / Chapter 43, Kasus, Predigten / Sermons

Sermón para 7º domingo después de Pentecostés | 07.07.2024 | Texto: Isaías 43,1–7 (Leccionario EKD, Serie V) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

No sé hasta qué punto repercuten en esta congregación los acontecimientos mundiales, cuyo desarrollo también afecta a nuestro país. Lo cierto es que nuestro mundo está atravesando serias crisis, ya sea en el orden político, económico, social, como así también espiritual. Todos nos hemos anoticiado entretanto de la guerra que azota la nación de Ucrania y de los

peligros que ella encierra, desde el momento que compromete a potencias mundiales, cuyas armas bastarían para desencadenar el mismo fin del mundo. Hemos oído de los conflictos religiosos que afectan a varios países de Asia y de África. Sabemos que en otras partes del mundo, especialmente en regiones de África, miles de personas mueren anualmente porque no pueden satisfacer sus necesidades alimentarias mínimas. Por esta misma razón otros son empujados a emigrar de su patria emprendiendo riesgosas travesías a otros países con la esperanza de lograr allí la sobrevida, pero no son siempre bien recibidos. La lista de calamidades podría continuar incluyendo el descalabro económico de nuestro propio país.

Mientras en esta era de los vuelos a reacción, de las comunicaciones televisivas vía internet y telefonía celular, el mundo exterior se ha vuelto tan estrecho, que nos lanzamos a la conquista del espacio, no somos capaces, por otro lado, de llenar el enorme vacío existente en nuestro mundo interior, que en muchos casos se desarrolla aún dentro de un primitivismo correspondiente al de los albores de la historia. A todo esto la mecanización, la automatización, la organización electrónica, en una palabra la moderna tecnología y su gran aliada la propaganda avanza inconteniblemente invadiendo todas las esferas de nuestra vida, despojándonos de nuestra personalidad.

Las consecuencias de los mencionados hechos se ciernen sobre los seres humanos apresándolos y angustiándolos, estén o no conscientes de ello. Como individuo el hombre no puede hacer mucho en contra del desenvolvimiento de esta realidad, que pareciera alimentarse de extrañas fuerzas impersonales. Es evidente, qué al sentirse impotentes frente a las mencionadas circunstancias, el ser humano entra en un proceso de adaptación a las mismas, perdiendo por último hasta la conciencia de la existencia de dichos males. Pero estemos o no conscientes de la situación crítica en que se encuentra nuestro mundo, todos estamos comprometidos en su marcha, también aquí en esta comunidad de……………

Queridas/os hermanas y hermanos, ustedes se preguntarán a qué viene toda esta introducción. Pues bien, en el pasaje bíblico que hemos leído hace unos momentos, el autor, un profeta del siglo VI antes de Cristo, habla y transmite una promesa consoladora de parte de Dios al pueblo judío. Este pueblo estaba transitando en aquel entonces asimismo por circunstancias muy angustiantes. Luego de varias tentativas vanas de desligarse de la opresión del imperio Asirio, finalmente debieron capitular y sufrir el dominio de este. Pero como que esto no hubiera bastado, un nuevo imperio ganó la supremacía en la Mesopotamia, y en el año 586 antes de nuestra era, después de dos años de sitio conquistó también la ciudad de Jerusalén y destruyó el templo de Salomón. Me refiero al imperio babilónico, que bajo el gobierno de su rey Nabucodonosor, hizo deportar hacia Babilonia a la elite política, religiosa, militar y terrateniente del pueblo judío.

A este pueblo pisoteado y saqueado, despojado y esclavizado, falto de toda esperanza de ganar nuevamente la libertad, convencido de que Dios lo había olvidado, el profeta anuncia la buena nueva de Dios: “No temas, pueblo de Israel, yo Jehová, tu creador, yo te redimí, yo te puse nombre, mío eres tu”, y la consiguiente promesa de devolverlos a la tierra patria. No debemos olvidar, que el exilio babilónico fue interpretado por los profetas como castigo de Dios por la desobediencia del pueblo (podemos releer esto en el cap. 42, vers. 25ss). Cabe, entonces, la pregunta, si nosotros no debiésemos interpretar nuestros tiempos de la misma manera. ¿O acaso las circunstancias mencionadas al principio de nuestra exposición se desarrollan en un plano tan diferente de nuestros yerros y soberbia? ¿No deberíamos considerarlos también como productos de nuestra indiferencia u oposición a Dios?

Pero a pesar de nuestra indiferencia, desconsideración y oposición a Dios, ese Dios nos estima y nos ama. Es increíble y asombroso, pero cierto. En virtud de ese su amor inaudito hacia el ser humano, hacia su creación, Dios nos rescata de nuestra conducta soberbia y errada y nos rescata de las angustiosas consecuencias de la misma.

Lo que anuncia el profeta no es una promesa vana dicha al viento, al estilo de la palabra humana. Es palabra de Dios poderosa en acciones. Así como a través de ella fue puesta en marcha la formación del universo, la promesa es palabra de Dios que obra su cumplimiento. Como portavoz de Dios, el profeta también tiene un mensaje para nosotros. Nos anuncia una promesa, que también tiene validez aquí y ahora en medio de nuestra indiferencia y angustia, tal como la tuvo en aquellos lejanos tiempos para el pueblo de Israel.

Sabemos que en la segunda mitad del siglo VI. antes de Cristo otro pueblo apareció en el escenario político mundial de aquel entonces: el reino persa. Su rey en ese momento, Ciro I, luego de obtener varias victorias, venció finalmente también al imperio babilónico allá por el año 538 a.C., permitiendo poco después a los judíos exiliados volver a Jerusalén y las tierras de Judea. Sucesores de Ciro hasta apoyaron la reconstrucción del templo en Jerusalén.

Así, pues, como en aquellos tiempos Dios dio cumplimiento a la promesa dada al pueblo de Israel, permitiendo el regreso a su territorio, irrumpiendo concretamente en la historia, así también cumple su promesa para con nosotros. El cumplimiento de su promesa nos la brindó al enviar a su hijo Jesucristo en representación suya a este mundo. A través de él, Dios también actúa concretamente en nuestra historia. En Jesucristo nos ofrece el rescate de las estructuras del pecado, es decir de todas aquellas circunstancias de las cuales hablábamos al principio, que nos tienen enajenados y oprimidos.

A través de Jesucristo, que es la palabra de Dios hecha carne y hueso entre nosotros, Dios nos llama y nos da un nombre. El llamado a seres por su nombre nos recuerda el relato de la creación en el libro de Génesis. Como originariamente Dios nombrara a cielo y tierra, llamándolos así a la existencia, al ponernos nombre, como prácticamente acontece en el bautismo, él nos vuelve a crear, es decir nos devuelve nuestro ser humanos auténticos a la semejanza suya. Asimismo, al nombrarnos por nuestro nombre, Dios postula su dominio sobre nosotros. De esta manera la nueva creación recibe su sentido. Somos re-creados para vivir en comunión con él para siempre; somos su pertenencia; pertenecemos a él.

En Jesucristo Dios nos llama a ser el verdadero pueblo de Israel, su pueblo elegido. Este pueblo, o sea la comunidad cristiana no es una suma amorfa de individuos, sino un organismo viviente, en el que cada uno participa de esa nueva creación. Al ponernos nombre, Dios se dirige a cada individuo personalmente, sacándolo así del anonimato, de la individualidad dada en las estructuras impersonales del mundo de hoy, para colocarlo en una nueva relación con su prójimo en una comunidad viva y orgánica. De esta manera nuestras vidas cobran nuevamente sentido en este mundo desorientado, y es llenado así nuevamente el vacío interior del que antes hablábamos.

Queridas hermanas, queridos hermanos, evidentemente el cumplimiento de la promesa de Dios en Jesucristo la tenemos de hecho, pero todavía no de derecho. El hecho que hace dos mil años atrás Jesucristo haya muerto por nosotros en la cruz, no significa que por ello nosotros seres humanos del siglo XXI automáticamente vivamos en un paraíso. Bien sabemos, que la experiencia diaria nos dice otra cosa. Recién cuando somos confrontados con Jesucristo a través del Evangelio, de su Palabra, y lo aceptamos y lo seguimos con plena confianza, podremos comprender la realidad de dicho cumplimiento. El Evangelio de Jesucristo es la buena noticia de que la batalla decisiva contra el pecado está ganada, pero ello no implica que la lucha ya haya terminado.

El cumplimiento de la promesa de Dios al enviarnos a Jesucristo, nos revela una nueva dimensión, una nueva perspectiva hacia el futuro. Nos señala hacia el cumplimiento de los tiempos, hacia la segunda venida de Cristo, donde el cumplimiento de la promesa de Dios tomará su carácter pleno y definitivo. Hasta tanto Dios nos llama a luchar en medio de este mundo, perseverando en la fe y confianza hacia él. Pero esta realidad no debe afligirnos ni desanimarnos en nuestro vivir cotidiano. Jesucristo nos dijo claramente que él nos enviaría su Espíritu, y que a través de él estaría con nosotros siempre, acompañándonos hasta el fin del mundo.

Y ese Espíritu él nos lo concede siempre de nuevo. Oremos por él y abramos nuestras mentes y corazones para recibirlo sin reticencias; y dejemos que él obre en nosotros y nos dé las fuerzas necesarias para vencer nuestras angustias y nuestras dudas y no permita que caigamos nuevamente en la indiferencia, sino que, por el contrario, sigamos con buen ánimo como criaturas renovadas en la lucha hacia el cumplimiento del Reino de Dios. También el antiguo pueblo de Israel, al volver de su exilio hubo de luchar para la reconstrucción del templo, de la ciudad de Jerusalén, para volver a poner en marcha sus campos y vides abandonadas, etc. Sí, el Señor espera también algo de nosotros. Para ello él nos ha otorgado dones cuando nos puso nombre. Pongámoslos al servicio del cumplimiento del proyecto de Dios, de su Reino. Y veremos el cumplimiento de su promesa. Amén.

Federico H. Schäfer

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