Lucas 17,1–4

· by predigten · in 03) Lukas / Luke, 20. So. n. Trinitatis, Beitragende, Bibel, Current (int.), Español, Federico H. Schäfer, Kapitel 17 / Chapter 17, Kasus, Neues Testament, Predigten / Sermons

Sermón para el 20º domingo después de Pentecostés | 06.10.2024 | Lucas 17,1–4 (Texto fuera de agenda) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

El antiguo pueblo de Israel en su conducta frente a Dios y en el trato entre las personas debía guiarse por los Diez Mandamientos. Como Uds. bien saben, no es fácil cumplir estos al pie de la letra. Pensemos solo en el cumplimiento del primer mandamiento: “No tendrás dioses ajenos delante de mi” o lo que es lo  mismo: “Amarás al Señor, tu Dios, de todo corazón, con todas tus fuerzas, con toda tu mente”. ¿Quién observa este mandamiento sinceramente? Cuantas veces nos atrapamos poniendo nuestra confianza en otros dioses: por ejemplo: en el dinero —con el que presuntamente se puede todo. Acordémonos solo del dicho popular: “El que tiene dinero hace lo que quiere”. Cuantas personas ponen su entera confianza en el horóscopo, en el poder. Allí está también la fe ciega en los descubrimientos de las ciencias, o  nuestra manera de vivir dando la espalda a Dios, confiando, obviamente, más en nosotros mismos que en él.

Pero también los demás mandamientos no resulta fácil obedecerlos: “¡No matarás!; ¡No hurtarás!; ¡No hablarás falso testimonio contra tu prójimo!; ¡No codiciarás las cosas que son propiedad de tu prójimo!”. Es como que hay circunstancias que nos facilitan la transgresión. Cuando perdemos la paciencia con un semejante, decimos: “¡Me da ganas de matarlo! Cuando estamos en necesidad y vemos cuan mucho tienen otros, qué ganas nos da de apropiarnos algo de ello. Si estamos en necesidad grave y peligra nuestra supervivencia o la de nuestra familia, es como que quedarnos con algo ajeno ya pierde el carácter de transgresión, se transforma casi en un derecho. Más allá de las circunstancias, también es así, que los impulsos humanos muchas veces se tornan incontrolables. Están allí los famosos crímenes pasionales, donde un varón o una mujer cometen homicidio por celos.

Todos estos problemas no son solo actuales. En el antiguo Israel ya se conocía todo ello. Y es que la existencia de una ley por sí mismo todavía no garantiza la paz y el bienestar en la convivencia cotidiana. La existencia de reglas de juego no genera automáticamente su cumplimiento. Siempre está la posibilidad y la realidad de la desobediencia. Y aún la aplicación de sanciones por las transgresiones, no logran disuadir a los infractores. No por estar establecida y ser aplicada la pena de muerte en algún país, dejan de cometerse asesinatos. Pero, ojo, con esto no quiero dar a entender que se ha de dar rienda suelta a la impunidad. Solo quiero decir que, visto que Dios ha creado al ser humano otorgándole un amplio margen de libertad y con ello la posibilidad de desobedecer, es que con más razón es necesaria la administración de la justicia en un pueblo, en una nación. De lo contrario el desarrollo de la vida en este mundo sería casi imposible.

Visto que la desobediencia a los mandamientos era inevitable, es que los jueces y sacerdotes del pueblo de Israel fueron acrecentando los Diez Mandamientos con muchas otras normas complementarias. Por ejemplo: para que los pobres no estén obligados a robar, los que poseían campos no debían cosechar el 100% de sus cereales o viñedos. Debía quedar un resto para que los necesitados, los animales de trabajo y hasta los silvestres pudieran alimentarse gratuitamente. En general, para regular los daños generados entre las personas, se aplicaba la antigua regla o ley del talión: “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, etc. y vida por vida. El asesino era condenado a muerte. Esta justicia puede parecer dura, pero fue consecuencia de la desobediencia e irresponsabilidad humana y tenía el mérito de refrenar la venganza incontrolada en la que la violencia comúnmente escalaba.

Y la ley del talión, a pesar de dos mil años de vigencia del cristianismo, regula hoy todavía nuestra sensibilidad de justicia. Solemos decir: “El que las hace las paga”. Y esto se aplica desde la trompada que un niño le propina a otro en el patio de la escuela hasta el atentado contra las torres gemelas de Nueva York. Este razonamiento parece infantil, pero, acéptese o no, está fuertemente arraigado en la consciencia de las personas.

Jesús, sin embargo, rescata algo diferente, que realmente haga posible la reconciliación entre los seres humanos. No es que el concepto del perdón y la misericordia hayan estado totalmente ausentes en el Antiguo Testamento. Pero Jesús les da una nueva y radical vigencia:

No al resarcimiento calculado; no al ajuste de cuentas; no a la venganza; no al “quien las hace, las paga”. Sí, en cambio, a dar expresión al amor a la otra persona, que hace posible la misericordia, la paciencia con el prójimo, el perdón. En este pasaje del Evangelio de Lucas Jesús recomienda perdonar siete veces. En otro lugar (Mateo 18, 21-22), recomienda perdonar setenta veces siete veces, o sea cuatro cientos noventa veces, con lo que quiere significar que el perdón no puede tener límites, no puede calcularse de antemano. Todo su quehacer, toda su predicación va en esta dirección: descargar a las personas de sus ataduras, de sus fardos, de tanta mala consciencia y culpabilidad, de manera que se vislumbre nuevamente algo de la libertad con que Dios creo a los humanos. Libertad de ese inexorable mecanismo que es la venganza.

Pero a pesar del perdón que Dios está dispuesto a conceder a los seres humanos y que él espera que los seres humanos concedan a sus semejantes, la ley continúa vigente. Y debe ser así, pues de lo contrario, careceríamos de medida que nos indique dónde está el límite entre el bien y el mal; o, dicho de otra manera: dónde queda nuestra responsabilidad. Pues el ser humano, a pesar de ser perdonado y justificado o hecho justo por Dios, tiene la tendencia de volver a caer en la desobediencia, en la tentación de dejarse llevar por la soberbia y la autojustificación. Por eso Jesús no solo expresa el perdón, sino que en muchas ocasiones también acusa y denuncia. Es necesario que alguien autorizado nos advierta, si estamos desviando el camino.

Y hoy Jesús advierte especialmente a aquellos, que no solo pecan, transgreden la ley por sí mismos y para sí mismos, corriendo ellos mismos con las consecuencias de su proceder, sino que facilitan o arman las circunstancias que llevan a transgredir a otros. Pienso en aquellos empresarios que en aras de optimizar sus ganancias no hacen otra cosa que racionalizar, automatizar y robotizar sus procesos de producción para despedir personal y ahorrar sueldos y aportes sociales. Allí están luego los desocupados que son obligados a tomar fábricas con violencia, asaltar supermercados, organizar manifestaciones que obstruyen el tránsito, etc. Nos rasgamos las vestiduras por la violencia en los espectáculos futbolísticos. Pero hoy día ya no es un secreto que las “barras bravas” no son solamente grupos de fanáticos defensores de la bandera de su club, sino gente paga contratada por los dirigentes de ese club. Y no nos olvidemos de la manipulación que se hace de la opinión pública mediante los medios de comunicación, que se las rebuscan para justificar hasta una guerra santa.

Esos, dice Jesús, que tientan a otros o que los impulsan a contravenir, tratando de tontos, imbéciles, desubicados o lo que fuere a los que no aceptan entrar en negocios corruptos o arreglos cuestionables, etc., etc., esos sería mejor borrarlos de la faz de la tierra. No es que de pronto Jesús abogue por la pena de muerte o incite a los humanos a buscar justicia por mano propia o ir a la “caza de pecadores”. Jesús solo quiere crear una sensibilidad para la gravedad diabólica a la que puede llevar el incitar a otros a cometer delitos, a crear asociaciones ilícitas, etc.

Dios perdona y perdonará a quienes pecan ingenuamente, por ignorancia, por falta de responsabilidad, por necesidad, por celos, etc., pero no perdonará a los que no se arrepienten

o, a sabiendas y hasta en forma premeditada y programada, incitan a otros a cometer infracciones, a veces de gravedad, como asesinatos, suicidios, estafas, etc., esperando ellos mismos permanecer incólumes.

¡Qué Dios por el amor de su Hijo y la ayuda de su Espíritu Santo nos quiera mantener al margen de hacer que otros caigan en pecado! Pidámosle que sea paciente con nosotros, nos regale la cuota necesaria de humildad para conformarnos con su gracia y nos dé la paciencia suficiente para ser muy generosos en perdonar a nuestros semejantes. Amén


Federico H. Schäfer