Lucas 19,41–48

· by predigten · in 03) Lukas / Luke, 10. So. n. Trinitatis, Beitragende, Bibel, Current (int.), Español, Federico H. Schäfer, Kapitel 19 / Chapter 19, Kasus, Neues Testament, Predigten / Sermons

Sermón para 11º domingo después de Pentecostés | 04.08.2024 |Texto: Lucas 19,41–48 (Leccionario EKD, Serie I) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

El relato de la “purificación del templo” es, sin duda, uno de esos pasajes bíblicos que a muchos cristianos deja con sentimientos encontrados. Por un lado, nos muestra acción que nos mueve a pensar: Por fin se muestra algo de la autoridad de Jesús, algo de su celo divino. Por fin combate a los verdaderos pecadores y muestra quién es el que manda en el templo. Por otro lado, nos choca un Jesús armando un látigo con cuerdas (asocio aquí un detalle que sobre este evento nos cuenta el evangelista Juan) y volcando mesas, pues él debiera ser pacífico según la imagen que de él nos fuimos haciendo. Y tanto más nos choca, cuando nos enteramos que esos cambistas y vendedores de palomas y otros animales no estaban más que cumpliendo un servicio “necesario” para el funcionamiento ordenado del templo. Los cambistas cambiaban dinero romano o griego por monedas de cuño judío, las únicas que podían ser depositadas en las arcas del templo; las otras monedas lo hubieran profanado. Los vendedores de animales suministraban las ofrendas adecuadas para el sacrificio a quienes viviendo en la ciudad no se dedicaban a la cría de los mismos o a peregrinos, quiénes viniendo de lejos, incluso de ultramar, no los podían traer consigo.

Con todo, no creo que la intención del evangelista, al transmitirnos este relato, haya querido ser en primer lugar, motivarnos a debatir sobre la violencia y la no-violencia. Sin embargo, no quiero escapar al desafío y es por ello que me permito una pequeña digresión: Antes que nada, debemos quitarnos de encima esas imágenes de Jesús azucaradas, que nosotros mismos nos fabricamos, para darle paso al espíritu del Jesús verdadero, del Hijo de Dios, de ese Dios, cuya voluntad nosotros no podemos juzgar y bajo cuya gracia y amor vivimos. Por otro lado, no podemos elevar la no-violencia a un principio absoluto dentro de la ética cristiana. La medida máxima de nuestro comportamiento será en todo caso el doble mandamiento del amor, esto es el amor a Dios por encima de todas las cosas y el amor al prójimo como a nosotros mismos, y todo esto como respuesta al amor que Dios nos ha brindado a nosotros primero.

Sin embargo, en este contexto habrá situaciones y circunstancias extremas en las que, por amor al prójimo, que es la manera más propia de amar a Dios, tengamos que aplicar oportunamente la violencia. Esto ya comienza cuando tenemos que arrastrar en contra de su voluntad a uno de nuestros hijos al dentista. Esto no es, por otro lado, una justificación para la crueldad. Sé el riesgo que implica pensar como lo acabo de exponer, pues de ahí a la malversación de la violencia hay apenas un pelo de distancia. Sólo en nuestra conciencia y en profundo diálogo con Dios podremos decidir, si en alguna circunstancia determinada haremos un justificado empleo de violencia, sabiendo de antemano, que la bendición de Dios está con aquellos que son pacificadores.

Ahora, cerrando este paréntesis, pasaremos a lo que a mi entender sí es el motivo central de este relato o sea el motivo “extremo” que llevó a Jesús a hacer uso de violencia. El hecho de que él considerase necesario aplicar violencia en este caso, quizás nos dé la pauta de la importancia del asunto en cuestión.

No cabe duda que los negocios que se realizaban en los patios anteriores del santuario, por más necesarios que hayan sido al rito del mismo, eran también un medio más para expoliar al pueblo, máxime estando en relación con exigencias rituales que eran más humanas que divinas. Cuando Jesús manifiesta por qué está expulsando a los cambistas y comerciantes diciendo: “Dios dice en las Sagradas Escrituras: Mi casa será casa de oración, pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones” está haciendo referencia a pasajes veterotestamentarios de Isaías 56, 7 y Jeremías 7, 11. Y por qué no pensar en la posibilidad de que Jesús haya tenido en mente también al profeta Oseas, por a través de quien Dios exige

“misericordia quiero y no sacrificios” (6, 6) o al salmista que en el Salmo 40, 6 dice que a Dios no le agradan sacrificios ni ofrendas.

Para Jesús lo central y más importante es el amor y no los ritos, los sacrificios y toda la multiplicidad de derivaciones que estos tenían y que apartaban más de Dios, de lo que acercaban a él. Por el amor sin concesiones a Dios y a los hombres que él predicaba es que se ganó la enemistad de quienes no estaban interesados en semejante honestidad para con Dios. La constatación de que buena parte de la población de Jerusalén y sus dirigentes no estaban dispuestos a reconocer el amor de Dios y la oportunidad de corresponderle es lo que mueve a Jesús a llorar sobre Jerusalén (Luc. 13, 37ss), máxime vislumbrando los acontecimientos que tarde o temprano se desencadenarían sobre esa ciudad (Luc. 21, 5ss). Me refiero a la destrucción de Jerusalén y su templo por parte de los romanos como represalia de intentos de liberación perpetrados por los judíos allá por el año 70.

No sé si con razón, pero los primeros cristianos interpretaron este hecho, que terminó con el esparcimiento de muchos judíos por todo el mundo, como una condena divina por no haber aprovechado esa oportunidad en la que Dios se ofreció en Jesús a su pueblo. También aquí la violencia, presuntamente aplicada por Dios a través de un acontecimiento histórico, estaría indicándonos con vehemencia la importancia que tiene dar prioridad en nuestras vidas al desafío divino del amor y no tanto a las exigencias puramente humanas.

Todo lo expuesto nos lleva a pensar seriamente en las prioridades existentes en nuestras iglesias, en nuestras congregaciones, precisamente en estos tiempos de crisis y transición. Seguramente nos tendremos que hacer algunas preguntas críticas. ¿Qué es lo central en nuestra iglesia? Ciertamente nadie podrá afirmar acerca de nuestra iglesia —al menos en términos generales— de que es un refugio de ladrones.  Es más, se puede decir, que nuestra iglesia goza de cierta confianza por la honestidad en el manejo de su administración. Sin embargo, cuando veo la burocracia que se interpone ante la realización de nuevas experiencias, modalidades de trabajo y proyectos de misión y diaconía —y no me refiero solo a eventuales conflictos con autoridades sinodales, sino a toda la onda legalista que está presente en muchas de nuestras congregaciones— me surge la pregunta, si estamos dejando a Jesús ser su Señor. Los estatutos de nuestra iglesia rezan en ese sentido, pero cabe preguntar, si los mismos se verifican en la práctica cotidiana.

Esto no es nada nuevo, pero me pregunto una y otra vez hasta qué punto pautas culturales, tradiciones étnicas, pruritos sociales, discriminaciones diversas y falencias muy humanas no están impidiendo, que nuestras iglesias sean verdaderas casas de oración a Dios para muchas más personas. Desafortunadamente en nuestras congregaciones todavía hay mucha gente que dice ser cristiana, pero que aún no ha comprendido que el objetivo primordial de una iglesia cristiana es predicar a Cristo y practicar el amor, y que todas las demás actividades deberán estar sujetas a este objetivo. La práctica del amor es la práctica de nuestra fe, es el testimonio de ella. Un cambio, una conversión debe atravesar nuestras iglesias, si no queremos volver a crucificar a Cristo y, por el contrario, pretendemos ser un instrumento idóneo en manos de él para llevar el Evangelio mucho más allá de las puertas de nuestros templos. Estoy pensando en la misión que el propio Señor nos encomendó. Urge realizarla ante los desafíos que presenta una humanidad desorientada —como Jesús mismos lo constata: “están como ovejas sin pastor…” (Mat. 9, 36 y Marc. 6, 34)— y encaminada a enfrentar grandes catástrofes, si no se convierte a la voluntad divina.

Esto no es fácil, no quiero ser simplista. Los cambios de mentalidad no se logran de la noche para la mañana. Es un proceso de aprendizaje en el que debemos capacitarnos y en el que tenemos que ensayarnos con ahínco. En ello se inscribe la práctica de la generosidad y solidaridad, de la disposición al perdón y a la reconciliación, al respeto por la vida del otro, la lucha por la justicia y en contra de la corrupción, la lucha por la paz y la integridad de la creación. La realización de todo esto tiene su costo; supone la negación de uno mismo, de los intereses propios y la disposición a asumir riesgos; la inversión te tiempo y dinero. Sabemos demasiado bien, que solos y sin la ayuda del Señor no podemos hacer nada. Pero él está dispuesto a ayudarnos y también lo puede. El Señor ha vencido a los que querían terminar con él: Él ha resucitado y vive!

Nuestras iglesias y capillas serán verdaderas casas de oración, de adoración, de consolación, de capacitación, de comunión, y lo serán mientras Jesucristo, nuestro Señor resucitado, esté presente en ellas a través de su palabra y su sacramento. Pero luego y acompañados por su Espíritu debemos salir de ellas para llevar al mundo su buena nueva de amor. Toda nuestra vida, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, estará basada sobre el fundamento de nuestra buena relación con Dios. Pongamos nuestra fe por obra, demostremos que tomamos en serio nuestra fe, antes de que el Señor nos eche fuera a latigazos por holgazanes, desobedientes y desagradecidos o deba llorar por nuestra incorregible terquedad. ¡El Señor nos ayude y nos ponga en marcha! Amén.

Federico H. Schäfer

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