Lucas 9, 46-51

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Gracia y paz sean con ustedes de parte de Dios, nuestro padre, y del Señor
Jesucristo. Amén
En Lucas 9, 51 nos dice el evangelista que Jesús ‘afirmó su rostro
para ir a Jerusalén‘, dando a entender que su visita a la ciudad del
templo y del culto iba a ser receptora de su última acción, pues
sabía que ‘había de ser recibido arriba‘ (Lc 9, 51a). El evangelista
nos hace así saber que Jesús conocía cuál era su
misión y que no iba a dejarse distraer incluso cuando sus propios discípulos
no la entendían (9, 45) ni podían recibirlas (9, 46-48) por ser
tan distintas a sus propias pretensiones de poder y reconocimiento.

En esta ocasión contemplamos a Jesús pasando por ciudades
y aldeas, enseñando, pero siempre de camino al final de su misión
(13, 22). ¡Qué tenacidad la suya, a pesar de conocer que
los que le acompañan no son tal compañía! En esta
ocasión vemos como uno fariseos, aparentemente amables con Jesús
en esta ocasión, le aconsejan que se vaya de la región
pues el rey Herodes quiere acabar con él. Sí, el poder
político, representado por el tetrarca, señor de aquellos
lares, quiere a este maestro y sanador fuera de su región, bajo
pena de muerte. La respuesta de Jesús es, así entendida,
de lo más sorprendente: « Id y decid a aquel zorro: „Echo
fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día
termino mi obra“ » (13, 32). Nadie va a interponerse entre
Jesús y la misión que ha de llevar a cabo. Podría
parecer que el verso 33 fuera una especie de excusa para que Jesús
huya de aquel lugar, como si temiera el enfrentamiento con el rey, pero
nada en el contexto del pasaje deja entrever esa posibilidad.

Jesús sabe de la astucia de Herodes, sabe que es un conspirador
y un asesino. Herodes, por su parte, tiene curiosidad en conocer a semejante
personaje (Lc 9, 9), pues al poderoso le atrae lo excéntrico,
lo inusual y llamativo. Sin embargo, Jesús tiene muy clara cuál
es su misión, ciertamente no la de entretener a uno que sin compasión
arruina la región. Cuando Jesús se presenta delante de
Herodes (23, 8-11), nos dice el evangelista que nada contesta a las
insinuaciones y vano interés que el tetrarca tiene en él.
Su misión no es de hacer de bufón de nadie, sino la de
dar su vida en rescate por la humanidad, una humanidad menesterosa,
hambrienta, sedienta y cansada de la explotación y el menosprecio.

Mientras el rey está disfrutando, en sus propios dominios de
su «pasión por la tranquilidad», como nos relata
Flavio Josefo ( Ant XVIII, 7, 2), Jesús está frente
al pueblo, llevando la buena noticia de la sanidad, de la restauración
física y espiritual del ser humano. ¡Qué contraste
de visión de la realidad entre ambos!

La actitud de Jesús, lejos de ser determinista, de claudicación,
demuestra entereza frente a la futura hostilidad que ha de encontrar
en la ciudad centro religioso del judaísmo. Jesús no se
adentra en el peligro como si se tratara de un intento desesperado de
alcanzar lo inalcanzable, lo imposible, sino consciente de que ha de
acabar allí su obra (13, 32).

Y ¿Cuál es su misión? La de reunir a Israel, un
Israel que aún anda en el exilio, apartada de los caminos de
Dios en su corazón. Por eso Jesús lleva a cabo su éxodo
personal para liberar de una vez por todas a esta nación que
dice conocer a Dios pero no reconoce a su enviado. He aquí, de
nuevo, la misericordia y gracia de Dios, quien como gallina quiere reunir
a sus polluelos bajo sus alas. Con esta imagen Jesús expresa
una de las dimensiones más profundas de su misión: el
cariño, el amor y la protección de Dios a todos sus contemporáneos.
Jesús aparece así como heraldo de esta nueva etapa en
el tiempo de la salvación de Dios. Jesús es consciente
de la dificultad y rechazo que entraña su misión, pero
se percibe indeleblemente unido a ella, fiel al pueblo que no es capaz
de reconocer en su acción, el dedo liberador de Dios. Pero ni
el rey ni el desánimo van dejar que el profeta cumpla su llamado.
Más cerca de su destino, Jesús siente la agonía
que se avecina, y es eso justamente lo que le afirma en su voluntad
de ir a Jerusalén, cuya culpa es grave y dramática, pues
le hace estar huérfana voluntariamente, fuera de la protección
que Dios anuncia.

«No me veréis hasta… que digáis: ‘Bendito el que
viene en el nombre del Señor’» (13, 35). Esta referencia
no sólo se cumple en los capítulo siguientes en su entrada
en Jerusalén, aclamado por unos pocos que luego gritarán
en su contra, sino que permanecen como palabra de ánimo y desafío
para aquellos que aún, como Herodes, quieren conocer de las curiosidades
y señales de Jesús, pero se niegan a conocerle a él
y lo que representa su misión, alcanzando así la protección
y salvación de Dios.

Quiera Dios que estas próximas semanas de cuaresma podamos entender
más profundamente el significado de la misión de Jesús
y podamos no sólo venir bajo sus alas para encontrar cobijo en
ellas, sino que así también nos identifiquemos con él
a favor de un mundo en tumulto, que busca la ‘tranquilidad‘ sin compromiso,
la seguridad sin Dios, el servicio sin el sacrificio. Que Dios tenga
misericordia de todos nosotros, que contemplamos en ocasiones a Jesús
desde la distancia, en adoración, pero desde la segura distancia.

¡Bendito seas Señor, que vienes en nombre de Dios a traer
paz y verdadera tranquilidad en medio de nuestras luchas!

Amén

Sergio Rosell, Madrid
sergio.rosell@centroseut.org