Pascua Cuatro
Cuarto domingo de Pascua | Hechos 2,14 + 38-47 | Federico H. Schäfer|
Estimadas hermanas, estimados hermanos:
Muchas veces ya hemos hablado sobre el significado del Bautismo y decíamos que es un acto en el que celebramos que una persona es recibida, aceptada por Dios en el seno de su comunión, como un miembro más de su familia, como un ciudadano más de su Reino. A la vez, decíamos, que es un acto en el que celebramos que una persona es recibida y aceptada como un miembro más de una congregación cristiana en este mundo. Como en nuestra iglesia consideramos que los niños, sea cual fuere su edad, son recibidos por nuestro Señor, también los recibimos en nuestra comunidad. Con ese espíritu es que celebramos mayormente el Bautismo de infantes, incluso de muy corta edad. Así es que la decisión personal y consciente sobre su adhesión a Dios —su verdadera confesión de fe— quedará postergada hasta el momento de la Confirmación, cuando las criaturas ya convertidas en jóvenes han adquirido un mínimo de madurez y entendimiento y han aprendido los contenidos esenciales de la fe.
Desafortunadamente nos hemos acostumbrado a celebrar el Bautismo como así también la Confirmación del Bautismo con relativamente poco compromiso, por lo que en general no se nota mucha diferencia entre el antes y después en la vida de la gente bautizada. Uds. saben que para nosotros, los cristianos, la tradición histórica del Bautismo se remonta a Juan, “el Bautista”, aquel profeta precursor de Jesús de Nazaret, que llamaba al arrepentimiento a las personas y las bautizaba en el Río Jordán, en Palestina. El baño en el río Jordán debía simbolizar la disposición de Dios de dar por perdonadas las culpas, de permitir la posibilidad de hacer “borrón y cuenta nueva” en la vida de las personas arrepentidas. Si bien el baño era exterior, debía simbolizar la limpieza de la persona entera. Las culpas, las malas conciencias acusadoras, los odios, los resentimientos, deseos de revancha, etc., debían quedar atrás para dar lugar a una nueva vida, sin todo ese lastre y en la que el amor a Dios y al prójimo fueran el parámetro directriz.
Pero culpas solo pueden ser perdonadas, si las personas previamente se arrepienten de sus actos erróneos y equivocados. Por ello es que Juan, el Bautista, llamaba antes que nada al arrepentimiento de las personas. En la misma línea sigue el apóstol Pedro, quien sin duda procede como discípulo que fue de Jesús. Antes que nada y con solemnidad también Pedro llama a las gentes al arrepentimiento: “Cambien de actitud delante de Dios…” dice. ¿Qué se debe entender por este cambio de actitud? Se trata de un giro de 180° —o si se entiende mejor, de media vuelta— en el rumbo de nuestras vidas. En vez de marchar en una dirección que cada vez nos aparta más de Dios, estamos llamados a dar vuelta y encaminarnos en la dirección que nos lleva a Dios, de manera que podamos ir acercándonos cada vez más hacia él.
En la práctica esto significa abandonar nuestra manera de ser y nuestro estilo de vida del pasado, en la que han prevalecido luchas por el poder, ansias desmedidas de riqueza, celos y envidias, temor a perder lo que acumulamos, rencillas y resentimientos, la costumbre de ver la pajita en el ojo ajeno, pero no ver la viga que se tiene en el propio, las corruptelas y mezquindades, la costumbre de no devolver lo que se toma prestado, la soberbia – esa costumbre de creer que se tiene comprada la verdad y que nos lleva a no escuchar a los demás en sus opiniones. En fin, Uds. saben que este catálogo podría ser aún más prolongado, pero lo dejaremos aquí.
El cambio de actitud, pues, significa dejar atrás toda esa manera de actuar y adoptar otra nueva en la que prevalezca el amor, la disposición a tener en cuenta a Dios, obedecer su voluntad, servir a nuestros semejantes en sus necesidades sin llevar cuenta de ello; una vida en la que prevalezca la generosidad, la solidaridad, la disposición a perdonar y sobreponerse a las ofensas que otros nos podrían causar, la apertura y amplitud de criterio, la disposición a escuchar a los demás, etc. etc.. Si hay una voluntad en el sentido de cambiar la dirección de nuestras vidas, de dar en adelante prioridad a las cosas de Dios, Dios bendecirá esa nueva trayectoria. Con gusto perdonará todas las fallas del pasado y enviará su Espíritu Santo a las personas para ayudarles a cumplir con las consignas de la nueva vida.
En tiempos apostólicos, el Bautismo era el acto en el que la persona se comprometía a esa nueva vida direccionada hacia Dios; y en tal sentido hacía una confesión de fe más o menos en los siguientes términos: “De ahora en más me comprometo a servir a Dios en Jesucristo”. Y este compromiso muchos lo han tomado tan en serio que hasta han dado su vida por permanecer coherentes con ese compromiso. Frente a todos esos grandes, que verdaderamente han hecho sacrificios por su fe, a veces siento vergüenza ajena cuando veo por qué poca cosa somos capaces de relegar a Dios: porque está lloviendo, porque nos cayeron visitas, porque tenemos cumpleaños, porque no nos queremos levantar de la cama, porque “no queremos perder tiempo… “.
Obviamente también están los “pesos pesados”, que cuando se les habla de Bautismo o Confirmación o simplemente de que hay un Dios que espera una respuesta nuestra, persisten en su soberbia desestimando o rechazando la posibilidad de religarse con Dios y a veces lo hacen incluso con malos modos. “No hay Dios”; “lo de Dios es un verso”; “Dios está muerto” u otras argumentaciones como: “A los curas no les creo nada” o “La Biblia está llena de contradicciones”, etc. etc., son estribillos archiconocidos. Sobre estos el apóstol Pedro dice dos cosas: Dios permanece abierto y dispuesto a recibir también a aquellos que están “lejos” de él. Por otro lado también nos advierte: No se dejen llevar por esta gente, aunque hoy en día parezcan ser la mayoría. No por ser la mayoría tienen razón. Al respecto nos dice: “Sálvense de esta gente perdida”.
Pero gracias a que los integrantes de las primeras congregaciones cristianas en Jerusalén y en otros lugares tomaban en serio ese mutuo pacto entre la persona y Dios en el Bautismo es que esas congregaciones podían por un lado resistir a los embates de su entorno y por otro lado ser –hoy diríamos—muy exitosas, tanto en el sentido de su crecimiento como en el sentido de su estilo de vida comunitario. Solo allí donde dejamos atrás el individualismo, el egoísmo y el temor a perder y estamos dispuestos a perdonar es posible compartir los bienes y convivir en paz y armonía. Estoy seguro que el crecimiento de aquellas primeras congregaciones no solo se daba porque los apóstoles tenían un discurso demagógico o “muy llegador” como se dice hoy en día. La gente se agregaba porque se sentía bien en las comunidades en las que eran recibidas. Y eso a pesar de que esas primeras comunidades tampoco eran perfectas. Por ejemplo, tardaron bastante en aprender y aceptar que para ser buen cristiano no forzosamente se necesitaba previamente ser buen judío, que también se podía ser buen cristiano siendo de origen griego, fenicio, sirio o romano.
En fin: si queremos crecer como comunidad cristiana evangélica, lo primero que debemos hacer es tomar nosotros mismos en serio nuestro pacto bautismal y dejarnos dirigir en nuestras vidas por el Espíritu de Dios. Solo si Dios ocupa un lugar importante en nuestras vidas, podremos dar testimonio de él y llevar un estilo de vida que atraiga a otros. Solo un cambio de actitud de toda la cristiandad en nuestro país puede garantizar una convivencia en paz y una gestión económico-social honesta, libre de corrupción, con salud, educación y bienestar para todos. ¡Qué Dios nos ayude! Amén.
Federico H. Schäfer,
Pastor emérito IERP,
Buenos Aires – Argentina
Email: federicohugo1943@hotmail.com