
Sermón sobre Génesis 2…
Sermón sobre Génesis 2:7-9, 15-17 y 3, 1-7, por Federico H. Schäfer |
Queridas hermanas, queridos hermanos:
Los relatos bíblicos sobre la creación son complejos y han sido y aún son un rompecabezas para muchos cristianos. Damos testimonio cada vez que proferimos el Credo de aceptar que Dios es el creador del universo en el que fuimos colocados, y que también nosotros, los humanos, por tanto somos criaturas de Dios. Pero más allá de adherir a esta verdad genérica, nos gustaría conocer más sobre los detalles de cómo se generó todo este mundo en el que vivimos. En este contexto hay preguntas que no nos cierran, como que los resultados arribados por la investigación científica no coinciden con lo que se describe en la Biblia; y que nos resulta difícil – al menos en la vida cotidiana – verificar la presencia de Dios detrás de su presunta creación. Y en este sentido es justamente la cuestión de la entrada del pecado en el devenir de este mundo que no alcanzamos a comprender. Solemos argumentar entonces: Si Dios es perfecto, su obra debe ser también perfecta. Por tanto: ¿Cómo pudo permitir que se filtrara – por decirlo de alguna forma – el virus del pecado, de la imperfección en su creación?
Sin querer abarcar ahora toda la problemática relativa a la interpretación de la Biblia o de otros textos antiguos en general, pienso que un aspecto importante en la dilucidación de nuestro problema radica en la valoración que demos a la Biblia. Si la entendemos como un código legal, como conjunto de verdades eternas e inamovibles, sancionadas de puño y letra por Dios y estamos convencidos que debemos defender a rajatablas cada como de su texto, seguramente nunca podremos resolver el rompecabezas.
Pero la Sagrada Escritura no es una colección de leyes y reglamentos, es mucho más que eso. Se trata de un conjunto de libros bastante diferenciados y que mayormente nos acercan testimonios de fe de personas y grupos —sin duda inspirados por el Espíritu de Dios— que antes que nada nos quieren transmitir la buena nueva, que ese Dios, que es el creador de todo, también está preocupado por nuestra vida y su sentido, y por tanto restablece el contacto con nosotros (de ahí la palabra “religión”), es decir nos rescata de la inconsciencia, nos devuelve nuestra dignidad, nos valora, nos pone nombre, nos perdona nuestras culpas y errores y nos da pautas necesarias para una mejor vida, para rehacer nuestra vida como individuos y como sociedad. Y lo más grande de esta buena nueva, es el hecho que, para realizar todo lo recién descripto, se sacrificó a sí mismo por sus criaturas a través de Jesucristo.
Ante esta valoración de la Biblia como mensaje de buenas nueva, queda relegado a un rango secundario, si el mundo fue creado realmente en siete días, si esos siete días mencionados son tan solo una cifra simbólica alusiva a la perfección de la creación o está en representación de muchos miles de años, aludiendo a la posibilidad de que para Dios los días tienen otra duración que para nosotros, o finalmente apenas representa el entendimiento que acerca de la creación del mundo pudieron tener los autores que dieron origen al relato. Lo principal del relato de la creación, y ello no entra en contradicción con ningún informe científico, es que Dios es el patrocinante de la creación. Si para ello dio lugar a un inicial “big bang” o a otra forma de llamar al mundo a su existencia no es relevante para nuestra fe.
Continuando en esta línea y volviéndonos ahora al relato que nos toca analizar hoy, tampoco es relevante, si al crear al ser humano Dios efectivamente tomó una porción de barro para, como verdadero artista plástico, dar forma a una estatua, a la cual luego mágicamente infundió el espíritu de vida, o si la creación del ser humano es el producto de un largo proceso de evoluciones físico-químicas. Lo que el relato quiere asegurar es, que el ser humano es creado, creado con los elementos físicos y químicos transfor-mables – o sea perecederos – de este universo, que está sujeto a las condiciones y circunstancias de este mundo, pero también que no es resultado casual de una evolución, sino que en todo caso es producto querido por Dios y para el cual Dios fue acondicionando específicamente su creación y en su proceso de formación le ha otorgado características y derechos especiales que lo hacen un ser privilegiado: un ser consciente de sí mismo.
La metodología de las ciencias naturales no puede aceptar ni negar la intervención de Dios en el proceso de la creación. Con ello no quiero decir que todos los científicos son ateos. Es que la fe y la ciencia se mueven por andariveles diferentes, pero no necesariamente se necesitan excluir, pueden perfectamente complementarse. Ya un erudito medioeval, Pedro Abelardo, afirmaba que “creía para entender”. Poco sentido, entonces, tiene oponer a los informes científicos textos bíblicos irrelevantes, que no hacen a la esencia de nuestra fe. Los textos bíblicos que son esenciales para nuestra fe son aquellos que tratan la buena nueva de todo aquello que Dios hizo a través de Jesucristo a favor de los humanos.
Avanzando con nuestro relato, vemos que Dios, el creador, se preocupa por el bienestar y bien andar de sus criaturas. El ser humano se ve rodeado de plantas de las cuales se puede alimentar y de otros seres vivientes a los que puede dar nombre (esto es ejercer poder sobre ellos). También recibe pautas y responsabilidades que van de la mano con su cuota de conciencia y libertad. Hay un árbol que sugestivamente es el que da frutos que dan conocimiento sobre el bien y el mal. De ese árbol el surgente ser humano no debe comer y Dios le advierte, que, si lo hace, morirá.
Dios otorga al ser humano – digamos en un proceso evolutivo – creciente conciencia de sí mismo y como consecuencia de ello un creciente marco dentro del cual ejercer su arbitrio, tomar decisiones, es decir gozar de libertad. El teólogo Jürgen Moltmann en ese sentido afirma, “qué los humanos somos los primeros seres de la creación dejados en libertad”. Esa libertad nos permite salir, escapar, zafar de nuestro nicho ecológico y modificar la creación. Para esto Dios, sin embargo, nos impone límites, que tienen por finalidad – a mi entender – protegernos; protegernos de los peligros que significa hacer uso de un grado de libertad que no sabemos manejar.
Pero existe la tentación. En nuestro legendario relato, la tentación es externalizada del ser humano y personificada en otro animal de la creación. El ser humano una y otra vez siente el desafío a lanzarse a cosas nuevas, aunque su sentido de la responsabilidad le advierta con alerta amarilla o roja. Pero a pesar de las advertencias, se lanza a emprender lo deseado, a veces por ignorancia de las eventuales consecuencias de su actuar, a veces por negligente y a veces en franca oposición a toda responsabilidad y razonabilidad, en contra de su propio mejor entender y saber. Y sin lugar a dudas, Uds. me acompañarán en el pensamiento, que muchos males evitables se han volcado sobre la humanidad a causa de este tipo de transgresiones.
El desafío a transgredir límites pautados, generalmente proviene de una suerte de sospecha de que el límite aconsejado es arbitrario o consecuencia de la conveniencia o ventaja del que pone el límite. La serpiente expresa claramente esta sospecha: “No van a morir, si comen del árbol prohibido. Lo que pasa es que a Dios no le conviene que Uds. obtengan tanta sabiduría”. Pero la tentación de transgredir límites también proviene de la expectativa de obtener una ventaja o recompensa. Con claridad vemos esto en la tentación de Jesús en el Evangelio según Mateo, cap 4, vers. 1 al 11. Por ejemplo: Yo sé que existe el mandamiento “no matarás” y que la justicia pública castiga al homicida, pero como tengo la promesa de un jugoso soborno, me sobrepongo a las prohibiciones y advertencias y cometo el homicidio. (Luego logran detenerme y paso a tras las rejas, pero según el caso el acto puede también quedar impone). Jesús se resistió a la tentación. Otros seres humanos muchas veces también resisten a la tentación, pero muchas veces también sucumben a ella.
También los científicos están sometidos a la tentación de seguir experimentando con objetos de estudio vedados, ya sea por razones éticas o de responsabilidad ante eventuales consecuencias peligrosas e imprevisibles de dichos experimentos. Es obvio que cuando las transgresiones tienen resultados negativos, comienzan las inculpaciones contra los transgresores y por parte de estos la mayoría de las veces el traslado de culpas a terceros involucrados o ajenos.
Por otro lado, es cierto también que los científicos han tenido que luchar en todos los tiempos contra prohibiciones de estudio caprichosas, arbitrarias u originadas en intereses creados o ideológicos, siendo muchas veces sus “transgresiones” causa de gran beneficio para la humanidad. Solo pensemos en Galileo Galilei, Kopérnico, Cervet, o los médicos que experimentaron con “krotoxina” contra el cáncer aquí en nuestro país.
Kopernico no se conformó con aceptar la cosmovisión descripta en los primeros capítulos del Génesis. “Transgredió” los límites impuestos por la iglesia cristiana de sus tiempos a riesgo de ser condenado a la hoguera. Pero a partir de sus descubrimientos se dio todo un cambio en la cosmovisión, primero de astrónomos y luego paulatinamente de mucha gente hasta la aparición de la teoría del big bang y la posibilidad de viajes interplanetarios en la actualidad.
¿Fue mala la decisión de Adán y Eva –representantes de la humanidad genéricamente—de comer del fruto del conocimiento del bien y del mal? ¿Sabemos hoy mejor que los antecesores de Adán y Eva qué es bueno y qué es malo? Es difícil opinar sobre ello. Qué es mejor: ¿Decidirse a favor de un estilo de vida consumista o a favor de un estilo de vida que rechaza consecuentemente el mismo? Ambas posiciones tienen favorecedores con fundamentaciones de peso. ¿Por qué idea me dejo “tentar”? ¿Por la que exige de mi el menor esfuerzo? Adán y Eva – toda la humanidad a lo largo de la historia – fueron castigados por su transgresión, aunque no con la pena máxima, no murieron. Dios en su misericordia no tuvo en cuenta su inculpación o autoinculpación. Pero tuvieron que asumir las consecuencias de su actuar. Dios perdona, pero por a través del asumir las consecuencias de nuestros actos, nos obliga a aprender de los errores y corregir nuestra conducta; nos da siempre de nuevo la oportunidad de nuevos comienzos y un paulatino perfeccionamiento.
Este proceso de aprendizaje exigirá de nosotros vivir la vida con plena conciencia y en constante reflexión, no por último también de reflexión sobre la palabra de Dios. Por esta transgresión de Adán y Eva – humanidad toda – la propia Biblia interpreta que se modifica la condición de la humanidad: Ella ahora es pecadora, es consciente de sus actos, esto es, tiene la tendencia a transgredir, a errar, a arriesgarse. Y esto todo debido a su ansia de llegar a ser como Dios, poderoso como Dios, o sea por una increíble soberbia.
Nefasta es – a mi entender – la interpretación que por muchísimo tiempo se le dio a este relato relacionándolo con el deseo sexual, o sea la idea del “pecado original” que se transmitía de una generación a la próxima por el acto sexual de la procreación, acto este generado por la tentación o codicia sexual.
Finalmente agrego lo siguiente: No todas las tentaciones son malas. Muchas veces nos ayudan a avanzar. Pero cuidémonos de la soberbia frente a Dios y frente a nuestros semejantes, de la soberbia de creernos a nosotros mismos semidioses, personajes imprescindibles, “ombligos del mundo”. Han surgido y surgen siempre de nuevo muchos males en este mundo a causa de la soberbia. Dios no está contra la ciencia, contra la sabiduría, pero espera de nosotros un uso responsable de nuestra libertad. Para poder discernir claramente entre el bien y el mal, aún necesitamos de su ayuda y asesoramiento. No vivamos como si Dios no existiera. Aceptemos que él nos quiere y que nos quiere íntegros, por ello nos busca y nos ofrece su ayuda. Amén