1° corintios 12,12 – 27 

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1° corintios 12,12 – 27 

Sermón para 3° domingo de Epifanía | Texto: 1° corintios 12,12 – 27  (Leccionario Ecuménico, Ciclo “C”) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

¿Será que el texto recién leído les dice algo en vuestra situación de vida actual? La respuesta no la voy a poder dar yo; cada uno deberá encontrar su propia respuesta en sincera meditación y reflexión. Quien sabe, si en nuestra comunidad existen aquellas dificultades como las que padecía la congregación de la ciudad de Corinto a la cual el apóstol Pablo escribe esta parábola. Desafortunadamente casi no existe agrupación humana en la que no hayan desavenencias internas.

La parábola de la que se vale el apóstol ya era vieja y conocida en sus tiempos. No obstante, a pesar de no estar muy acostumbrados a reflexionar admirados acerca de la maravillosa constitución y funcionamiento de nuestro cuerpo humano, es lo suficientemente clara para que también nosotros podamos interpretar sin mayores dificultades lo que Pablo le quiere enseñar a los miembros de la comunidad cristiana de Corinto y sin duda también a nosotros.

Por otro lado, hoy, y a pesar de la fuerte tendencia individualista de nuestra cultura actual, hay suficientes ejemplos de organización humana, especialmente en el campo laboral, en los que se destaca el “trabajo en equipo”. Es casi una perogrullada decirlo; se trata de un grupo de personas que tienen a su cargo la solución de un problema o la realización de una tarea en conjunto, en mutua colaboración. Este sistema parte de la premisa, que un grupo de personas trabajando cada una en un sector determinado de acuerdo a su especial capacidad, podrán llevar adelante un objetivo común con mayor certeza, éxito y rapidez, evitando extremos, parcialidades y errores en los cuales posiblemente caería aquel individuo que fuese a realizar todo el trabajo solo.

En una fábrica encontramos asimismo una cantidad de obreros, cada uno de ellos desarrollando una tarea diferente, especial, de acuerdo a las distintas operaciones a realizarse en dicha industria y a la distinta capacidad y vocación de cada uno. Hay de esta manera matriceros, torneros, soldadores, armadores y también capataces e ingenieros. Pero todos ellos colaboran para la obtención de un mismo producto. Pero, podría funcionar esa fábrica, si todos los colaboradores fueran matriceros? O si todos fueran pintores o supervisores? De ninguna manera! Sería un completo sin sentido. En una industria,  existen tareas más elevadas unas y más humildes otras, unas más limpias, otras más sucias, pero todas ella imprescindibles para el funcionamiento de ella. Es tan necesario el auxiliar de limpieza como el técnico supervisor. Ninguno de ellos puede faltar sin alterar el orden en la línea de producción.

Como en una fábrica, en un hospital, en una construcción civil, etc., así también en una comunidad eclesial cada miembro tiene su función específica: uno es pastor, otro es diácono, otro es organista, unos cantan en el coro, otros realizan obra social voluntaria, etc., etc.. Aquí se nos presente nuevamente la pregunta: ¿Funcionaría bien la congregación, si todos fueran organistas? ¿O si todos fueran pastores? ¿Quién  dirigiría el grupo juvenil, si todos se dedicarían solamente a la obra social? Vemos como también en una comunidad cristiana hay diversas funciones que cumplir, unas más elevadas, otras más humildes, pero todas ellas imprescindibles para el buen desenvolvimiento de la misma.

Como ningún operario de una fábrica podría trabajar sin la colaboración de los demás, así también en la comunidad ningún miembro puede desempeñar bien su tarea sin la ayuda de los otros. De la práctica bien sabemos, que un pastor no puede realizar solo todas las tareas necesarias en una congregación, por más que muchas veces así se lo espere de él. Cada miembro realiza una función de acuerdo a un don que le fue conferido por la gracias de Dios. Y todos han recibido un don y un llamado. Por cierto, cada uno tiene un don diferente del otro; pero todos tienen el mismo objetivo y todos tienen su importancia imprescindible en la consecución de ese objetivo común, que es nada menos que glorificar a Dios, predicar el Evangelio de Jesucristo y practicar el amor al prójimo.

Aquí llegamos al límite de nuestra comparación moderna. Evidentemente, nada nos podrá mostrar mejor que la parábola del cuerpo humano la necesaria unión, esa interdependencia y armonía orgánica, que debe existir entre los miembros de una comunidad de fe. A esto es necesario agregar, que detrás de esta simple parábola, Pablo trae un trasfondo místico innegable. El apóstol lleva su pensamiento más allá de los límites de una mera parábola. La comunidad cristiana no se asemeja simplemente a un cuerpo, sino que ella es verdadera-mente un cuerpo, y no un cuerpo cualquiera, sino el cuerpo de Cristo.

Los miembros de una congregación son un cuerpo no solamente por las diferentes funciones que desarrollan dentro de ella. Son un cuerpo a través del Bautismo y de la Santa Cena. Los sacramentos son los medios por los cuales recibimos el don del Espíritu Santo. Y es por ese Espíritu de Dios que se produce la comunión entre los miembros de una congregación. A través del Espíritu somos partícipes del sacrificio que Jesucristo asumió por nosotros en la cruz, que no fue sacrificio para uno solo, para unos elegidos especiales,  sino para muchos, como lo atestiguan los diversos relatos del Nuevo Testamento. A través del Espíritu tenemos asimismo comunión con Jesucristo resucitado. En estas condiciones somos cada uno un miembro de su cuerpo. Siendo todos miembros de su cuerpo, necesariamente debemos constituir una comunidad, cuyos miembros funcionan armónicamente y de acuerdo a los criterios de él, que es la cabeza que dirige el cuerpo.

En este cuerpo, a pesar de la diversidad de dones, no debe haber lugar para disensiones, ni de orden social, de orden religioso, de orden político, de orden étnico, de género o cualquier otra razón. Judío o griego,  de lengua anglosajona o de lengua castellana, blanco o negro, varón o mujer, obrero o empresario, ninguno tiene privilegio alguno sobre otro. Todos tienen la misma dignidad. Si hay diversidad de dones es porque en la comunidad es necesario que así sea en virtud de sus diferentes funciones y tareas. Para Pablo la diversidad en la unidad del cuerpo no es un fenómeno que tiene lugar por acaso, sino un orden establecido por la libre voluntad de Dios. Así dice el apóstol en el versículo 18 de su texto: “Pero el caso es que Dios puso los miembros cada uno de ellos en el cuerpo como él quiso” Nadie se crea más que el otro porque tiene un don presuntamente más grande, y nadie se sienta menos porque tiene un don presuntamente más humilde. ¿Quién es el que define cuál es la importancia o dignidad de un don? Por cierto, no somos nosotros, los humanos. Los dones son un regalo, son un presente, una dádiva de la infinita gracia y bondad de Dios para con sus criaturas. Todos los dones provienen del mismo Espíritu de Dios y todos deben ser empleados con el mismo objetivo: Servir al Señor, esto es trabajar para la unión de la comunidad en amor y mutua intercesión, para una comunidad en la que todo es vivido, sufrido y experimentado conjuntamente.

Participando de la muerte y resurrección de Jesucristo fuimos liberados para una nueva vida en la que en obediencia a ese Señor somos animados a llevar a cabo en la práctica esa unión comunitaria. Por otro lado en una congregación siempre habrá miembros más fuertes y otros más débiles. No existe en ella el ideal de la igualdad de dones de acuerdo a criterios humanos. Pero tampoco hay lugar para la sobreestimación de los “fuertes” en dones espirituales, ni para sentimientos de inferioridad de los “débiles” en dones espirituales. Tal como en el cuerpo los miembros que consideramos menos presentables y débiles, pero imprescindibles, los vestimos y cuidamos con mayor dedicación; como los obreros que desempeñan tareas sucias, insalubres, peligrosas generalmente reciben un salario mayor, así también los débiles en espíritu tendrán su dignidad especial. Por nada en el Evangelio según Mateo, cap. 5 vers. 3 no dice el Señor: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Y esto no es poca cosa.

El apóstol Pablo siempre está consciente del momento escatológico; esto es de la tensión que experimenta el creyente al vivir en medio de este mundo a pesar de que en realidad ya no pertenece más a este mundo. También la congregación como cuerpo de Cristo  debe ser entendida como incluida dentro de esta tensión. Es claro que la “comunión de los santos” recién se realizará en su plenitud con la nueva venida de Jesucristo al mundo, cuando Dios le dé su terminación final a su creación. Mientras la comunidad tenga su lugar en este mundo, no estará libre de tentaciones, de discordia y de errores.

Pero Dios nos dio en Jesucristo la seña, el anticipo de aquello que nos heredará en los días postrimeros. Gracias a este anticipo podemos cumplir ya, en fe y esperanza, el indicativo que nos da el apóstol Pablo, de procurar una comunidad perfecta, de constituir verdaderamente el cuerpo de Cristo. Amén

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Federico H. Schäfer

Mail: federicohugo1943@hotmail.com

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