5° domingo de Cuaresma

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5° domingo de Cuaresma

Sermón para 5° domingo de Cuaresma  | Jeremías 31, 31-34  | Federico Schäfer | 

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

 

Cada vez que iniciamos una celebración invocamos a nuestro Señor y Dios reconociendo que él es el creador del universo, de cielo y tierra. Más adelante en la liturgia repetimos esa aseveración cuando confesamos nuestra fe con las palabras del Credo. Los científicos nos brindan diversas teorías que buscan explicar cómo se formó el cosmos, pero nosotros confesamos qué Dios dio origen al mismo. Y ese Dios no deja sola a su creación, digamos librada a sus puras leyes físicas. Él la vigila y acompaña, sigue creando. Sí, así en ese proceso de formación se dieron en esta tierra las condiciones propicias para que se desarrolle la vida y finalmente el ser humano; un ser dotado de razonamiento y conciencia y por tanto de cierta libertad y responsabilidad, un ser capaz de tomar decisiones y entrar en relación personal con su creador. Y así como Dios acompaña a su creación, también está dispuesto a acompañar al ser humano y se preocupa por su destino.

Pero dadas las circunstancias de nuestra vida y las experiencias que en ella hacemos, nos preguntamos: ¿Podemos dar por sentado, que Dios nos acompaña a todos lados y en todo lo que hacemos? ¿Podemos esperar que Dios esté siempre a nuestro lado, cuando nosotros no permanecemos junto a él? En determinado momento de la historia Dios tomó la iniciativa de establecer un pacto con su pueblo. Lo consideró adulto para ello. Un pacto tiene obligaciones para cada una de las contrapartes. El Señor se comprometió a proteger y bendecir a su pueblo y a asegurarles un lugar en el mundo, un espacio donde vivir en esta bendita tierra. Los seres humanos, en este caso representados por el pueblo de Israel, se comprometieron por su lado a obedecer sus mandamientos, aquellos diez principios básicos que establecían la relación entre ellos y Dios y las reglas de convivencia mínimas para permitir una vida digna y armónica entre los propios humanos. Guardar este pacto significaba vivir en justicia, ser justo delante de Dios y ser justo con sus semejantes. Este pacto debía durar de generación en generación, debía durar para siempre.

Pero, como sabemos, el pueblo de Israel no permaneció fiel a su compromiso: no observaron los mandamientos, no hicieron lo que era justo. Esto forzosamente llevó el pacto con el Señor a la quiebra. Las guerras sostenidas sucesivamente durante más de un siglo con los imperios de Asiria y de Babilonia y que terminaron siempre con la deportación de las familias principales, así como de los gobernantes y funcionarios de los reinos de Israel y de Judá a la Mesopotamia (hoy Irak), fueron interpretadas por los verdaderos profetas y hombres y mujeres de fe como consecuencia de esta infidelidad, una demostración del fracaso del proyecto de vida del pueblo, que presumía ser pueblo de Dios. Para los cautivos que fueron trasladados por la fuerza para establecerse en la Mesopotamia como para la gente remanente a la que le fue permitido permanecer en los territorios de Palestina, la vida se hizo muy difícil. Altos tributos debían ser pagados a los imperios reinantes y ocupantes. Las cargas que debían pagar los reinos avasallados eran repartidas, exigidas al respectivo pueblo.

Pero Dios no deja a las gentes solas en su desesperación, en su desprotección, en su fracaso. Él las sigue acompañando. Dios está dispuesto a realizar un nuevo trato con las criaturas humanas; está dispuesto a comenzar nuevamente de cero sin tener en cuenta el pasado calamitoso. Y es precisamente esta buena noticia la que el profeta Jeremías es enviado a anunciar. Ya no habrá condicionamientos en este nuevo tratado. Dios “sabe con qué bueyes está arando”; Dios conoce la incapacidad de los seres humanos de permanecer fieles a él y realizar la justicia en base a sus propios esfuerzos. El nuevo pacto ya no estará fundado en el cumplimiento de un código legal que está ahí escrito en piedra, que hay que obedecer estrictamente, con esfuerzo, y es experimentado como un pesado yugo. En el nuevo pacto, la ley, los mandamientos, han de ser acuñados en los corazones y en las mentes mismas de las personas, de manera que estas puedan actuar impulsadas natural y libremente desde adentro. Se trata de un pacto espiritual inscripto en la conciencia de las personas y no escrito en papel, en un libro (o grabado en una estela de piedra o en un DVD).

Este nuevo comienzo de Dios con los humanos no es una promesa del profeta Jeremías y dicha al viento como tantas otras promesas humanas anunciadas por gobernantes y caudillos. Es verdadera promesa de Dios. Y lo que nos reconforta, alegra y anima a nosotros hoy, es saber que el Señor cumplió ya ésta su promesa. La misma historia de la salvación, la historia de Dios con los seres humanos así lo verifica. Dios inició ese nuevo pacto en la persona de Jesús de Nazaret, Jesucristo, divino y humano, pero nacido en esta tierra en lugar geográfico y momento histórico determinado. Cuando Jesús instituye la Santa Cena el Jueves Santo antes de su pasión, nos dice claramente en qué consiste el nuevo pacto: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que es derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados”.  La nueva relación que Dios comienza con los hombres se basa, pues, en el perdón.

Para poder retomar una relación fructífera con los humanos, Dios no toma en cuenta las maldades, las injusticias, el egoísmo y la indiferencia hacia él de parte de sus criaturas. Él se olvida de todo ello, justamente lo que a nosotros tanto nos cuesta poner en práctica: “hacer borrón y cuenta nueva”. Perdonar significa pagar uno las deudas que el otro ha acumulado para conmigo, significa dar, sacrificar algo de lo mío, de mis acreencias, de mis riquezas y derechos en función del desendeudamiento del otro. Dios sacrificó todo por nosotros. En Jesucristo, en la cruz, él mismo se sacrificó por nosotros, de su vida dio para que nosotros tengamos vida. En Jesucristo Dios nos da todo lo que necesitamos para poder vivir nuevamente y dignamente junto con él. Es decir: él mismo cumple todas las condiciones del nuevo pacto.

El domingo venidero, celebramos la entrada de Jesús a Jerusalén, el así llamado domingo de Ramos. En esa oportunidad Jesús es recibido con alfombras, palmas y flores. Pero esa entrada Jesús la hizo montado en un burro, señal de su humildad, de su total desprendimiento de poder, iniciando así su camino al sacrificio de la cruz. De acuerdo al antiguo pacto, para obtener el perdón, los culpables debían ofrecer un sacrificio a Dios. Ahora es Dios mismo el que se ofrece como ofrenda para lograr el perdón del pueblo. Es Dios el que en Jesucristo toma la iniciativa del desendeudamiento. No son los humanos que deben hacer malabarismos para “abuenar”, agradar a Dios y así obtener el perdón, la posibilidad de comenzar de nuevo sin deudas pendientes.

El domingo dentro de dos semanas celebraremos la Pascua, recordatorio de la resurrección de Jesús, con lo que Dios selló el cumplimiento de su promesa de un nuevo pacto. El Resucitado nos dejó su Espíritu, ese espíritu de paz que inscribió en el corazón y las mentes de sus seguidores y cuya palabra clave es perdón, reconciliación. Ese perdón que obtenemos sin nuestro merecimiento, por la pura gracia y misericordia de Dios, hace posible que nosotros los humanos no solo podamos vivir en paz y reconciliados con Dios, sino también en paz y reconciliados con nuestros semejantes. Ahora estaremos capacitados para perdonar a nuestros prójimos sin pedir nada a cambio. Y este perdón derivado de la gracia de Dios, hace posible el entendimiento entre quienes tenían culpas, hace posible el entendimiento de quienes estaban enemistados y hace posible la solidaridad, la inclusión, la comunión.

Así es posible que haya unión en una comunidad a pesar del origen diferente, del pensamiento diferente, del género diferente, de la cultura diferente, de las tradiciones diferentes, de la posición económica y social diferente de sus miembros. Solo porque Dios es el que acompaña siempre a su creación y da todo lo que necesitamos, especialmente el perdón de nuestras culpas, es que vale la pena tener la esperanza que también a nosotros nos ayudará a reconstruir una vez más nuestra vida, nuestra comunidad, nuestro municipio, nuestra provincia, nuestra nación…. En fin, el nuevo pacto ahora inscripto en nuestros corazones y nuestras mentes nos debe mantener para siempre en buena relación, reconciliados con nuestro creador, con nuestros semejantes y con nuestro entorno natural (llámese tierra o creación de Dios) hasta que Dios sea todo en todo (1°. Corintios 15, 28). A él sea la gloria por siempre. ¡Qué así sea!

 

Pr. em. Federico Schäfer

Buenos Aires – Argentina

federicohugo1943@hotmail.com

 

 

 

 

 

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