Mateo 21, 1 – 17

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Mateo 21, 1 – 17

Sermón para domingo de Ramos | 02.04.2023 | Mateo 21, 1 – 17  | Federico H. Schäfer |

Texto Mateo 21, 1 – 17  (Leccionario Ecuménico, Ciclo “A”)

                                (Culto con bautismo)

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Hoy festejamos Domingo de Ramos. Pero, ¿Qué es esto del Domingo de Ramos?  Pues es una antiquísima tradición cristiana que tiene su origen en el relato que escuchamos recién. Conforme a la usanza de las recepciones —de los advientos—  de reyes y gobernantes, que en parte se conservan hasta hoy, donde se extienden alfombras y arrojan flores los anfitriones (a veces también tiran huevos y tomates podridos en señal de desagrado), el pueblo que viene a recibir a Jesús a los suburbios de la ciudad de Jerusalén lo hace extendiendo sus propias ropas y colocando ramas cortadas de los árboles del lugar —palmeras, olivos, higueras, plantas de uva— a falta de alfombras. Rememorando este hecho, es que en muchas iglesias en este domingo se distribuya entre los feligreses que asisten al culto o a la misa ramitas de olivo o palmas. También nosotros repartiremos luego a todos una ramita de olivo en recordación de esta celebración.

¿Pero cuál fue la razón para esta recepción tan festiva y triunfal?  Pues no solo se le hizo a Jesús un camino de ramas y túnicas, sino que el pueblo enfervorizado le gritaba: ¡Gloria al hijo del rey David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Gloria a Dios! Y quien sabe qué otras frases más. Las comparaciones no siempre son buenas, pero la onda era así como cuando llega al aeropuerto la selección nacional que viene de ganar alguna copa continental o mundial: ¡Muchachos, no se mueran nunca!, y estribillos por el estilo, les gritarían con gran ovación. Entonces, ¿Qué veía la gente en Jesús para recibirlo así?

Obviamente no eran los terratenientes, ni los ricos mercaderes, ni los funcionarios romanos, ni los militares encumbrados, ni los jefes de las sinagogas y del templo de Jerusalén los que fueron a recibir a Jesús con semejantes loas. Era más bien el pueblo simple que acompañaba a Jesús y que peregrinaba junto con él a Jerusalén para celebrar la Pascua allí, como lo prescribía la tradición judía, y el pueblo común de la ciudad de Jerusalén. Entre ellos había campesinos minifundistas, jornaleros, pescadores, artesanos, esclavos y sirvientes, comerciantes ambulantes, etc. Toda esa gente que siempre a lo largo de la historia y en todas las partes del mundo ha tenido que pagar las consecuencias de los abusas, de las opresiones, la corrupción, las injusticias, la impunidad de los poderosos.

Era a esos que Jesús se sentía enviado, era a esos que Jesús durante su ministerio trató de orientar, de apoyar, de sanar, de expresarles el perdón de Dios, pues eran los que lo movían a misericordia y que eran como ovejas que no tenían pastor. Era como lo percibimos nosotros hoy también. Los gobernantes no se ocupan del pueblo; a los grandes consorcios financieros y a los grandes empresarios tampoco hoy en día les importa el destino de sus empleados y del pueblo en general. De alguna manera siempre tratan de salvar su dinero, su poder, el nombre o renombre de su empresa, etc. Los Evangelios están llenos de ejemplos que nos dan testimonio de que ese Jesús de Nazaretth, con dones que solo podían ser divinos, ha sanado a ciegos, a paralíticos, a leprosos; se ha ocupado de los desdeñados cobradores de impuestos, de mujeres prostitutas, etc. en aras de cambiar sus vidas, de encaminarlos en un proyecto de vida que no dependía de los poderosos de esta tierra, sino de la bondad y el amor de Dios. De ahí que Jesús siempre también acompañaba sus acciones con el anuncio del perdón de pecados para aliviar a estas pobres gentes de la mala conciencia que pesaba siempre sobre ellos a raíz de ser acusados por los sacerdotes Estos consideraban que la pobreza, la enfermedad eran señales de castigo de Dios por pecados incluso cometidos por sus antepasados. Para Jesús muchas de estas acusaciones no eran valederas ante Dios.

En fin, Jesús se había hecho fama de líder, y viejas reminicencias proféticas se hacían presentes en los sueños de las personas, lo cual les llevaba a pensar: ¡Este debiera ser nuestro rey! Él podría ser un rey bueno, sabio, justo y poderoso como David. ¿No dijo él mismo que era enviado de Dios? Sí, él debe ser el mesías prometido por Dios por boca de los profetas. Es más, por esos tiempos habían surgido nuevamente grupos subversivos que planificaban acciones para sabotear la opresión romana de Palestina. Jesús fácilmente podía ser confundido como dirigente de uno de esos grupos. ¿No será, pues, que este sea quien con sus poderes nos podría quitar de encima a los romanos?  ¿Sí, así como el rey David les había sacado de encima a los filisteos?

Pero Jesús no aspiraba a ser dirigente, a ser rey, a convocar a una revolución para liberar al pueblo de Israel política y militarmente de la opresión y ocupación romana, ni tampoco aspiraba a encabezar una revolución social. La revolución que él proponía era una revolución de la mentalidad en aras de un reino, un gobierno, un manejo de la justicia que no obedece a los criterios de este mundo, que se fundamenta en Dios y básicamente por el concepto del no-poder, de la humildad de la mansedumbre, del amor y de la paz. Esto no lo comprendieron sus detractores, pero desafortunadamente tampoco la mayoría de sus seguidores.

Así es que Jesús echa mano de un artilugio para frenar las desmedidas expectativas del pueblo que lo ovaciona. Se hace traer un animal de carga, una burra, para montar sobre ella. No entra en Jerusalén sobre un caballo brioso como lo hacían los reyes y gobernantes de este mundo; los mejores y más elegantes y ágiles caballos. Se dice que Poncio Pilato solía hacer una parodia para la Pascua; aunque no era creyente judío solía entrar a Jerusalén con bombos y platillos de a caballo viniendo desde su sede en la ciudad de Cesarea. No, Jesús opta por entrar montado en un humilde y común burro. La imagen que así representa es casi una caricatura, una contradicción: un rey montado en un burro —un hazmereir.

Pero Jesús quiere dejar establecida una señal muy clara:

Él es, como hijo de Dios, la imagen del anti-poder. Y esto se revela en muchos de sus dichos y muchas de sus actitudes, que se nos transmiten en los Evangelios. Él dice, por ejemplo: El hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir; no vino a condenar al mundo, sino a rescatarlo; rechazó que lo hagan rey; inculcó a sus discípulos, que aquel que entre ellos quiera ser el primero, debe servir a los demás; resistió a las tentaciones y no se abusó nunca de sus poderes, etc.

En esta línea debemos ver también su actitud frente a los niños: “Dejen que los niños vengan a mi, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de los que son como ellos. En verdad les digo: él que no acepta el reino de Dios como si fuera un niño, nunca entrará en él”. El reino de Dios no es para los poderosos. Es más, los poderosos no tienen interés en el reino de Dios. Para ellos el reino de Dios es un cuento para niños, no una realidad a la que deban someterse adultos cuerdos, inteligentes, con conocimiento y roce de mundo. Sin embargo, justamente la inocencia, la espontaneidad, la pureza, la sinceridad de los niños es lo que a Jesús le sirve para explicar en qué sentido debe ir el cambio de mentalidad que es necesario hacer para entender que ante Dios no podemos esgrimir ningún poder, ningún merecimiento.  El eventual poder que podemos ejercer sobre otros seres humanos o sobre la naturaleza, ante Dios no vale nada.

Solo, entonces, quienes son como niños, es decir, débiles aún no tienen poder real, sencillos, puros de conciencia, agradecidos, inocentes, tienen las aptitudes para formar una comunión con Dios; están en condiciones para integrar la familia de Dios como sus hijos. Esto es lo que Jesús nos quiere decir en otra oportunidad cuando nos dice: “Qué para entrar al reino de Dios debemos nacer de nuevo”.  Obviamente, los adultos no vamos a tener que volver al vientre materno para volver a ser niños. Pero debemos iniciar un proceso de aprendizaje, que nos permita cambiar de mentalidad y adoptar un estilo de vida nuevo —0 Km, por decirlo así— que esté acuñado no por los valores que tienen circulación en este mundo, sino por los valores que son considerados un tesoro en el ámbito de Dios. Y estos valores son como las características de un niño, las características de un rey que viene montado en un burro: el n-poder, la humildad, la sinceridad, la mansedumbre, la pureza de corazón la justicia, la misericordia, la disposición a perdonar, la disposición a servir, el amor a los otros, la paz.

Con el bautismo Dios nos recibe como ciudadanos de su reino, pero debemos dejar atrás los valores mundanos y disponernos a ejercitarnos en las pautas de Jesús. Eso nos llevará toda una vida con la ayuda del Espíritu de Dios. Pero al inicio de la nueva vida necesitamos asimismo del apoyo responsable de los padres y padrinos, de los pastores y de toda la comunidad cristiana. Dios quiera que sepamos acompañar a nuestros bautizandos y confirmandos a ser buenos seguidores de Jesucristo y obedientes hijos de Dios. Qué las ramitas de olivo que hoy llevaremos a nuestras casas nos recuerden siempre que solo una vida sin ansias y luchas por el poder y la inocencia de un niño responden al amor de Dios. Amén


Federico H. Schäfer

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