Juan 17, 20-23

Juan 17, 20-23

Sermón para séptimo domingo de Pascua (Exaudi) | Texto: Juan 17, 20 – 23.  (Leccionario Ecuménico, Ciclo “C”) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Vamos a profundizar hoy el tema de la unidad de los cristianos en base a este relato del evangelista Juan, en el que nos transmite una oración de Jesús dirigida a su Padre, Dios, en favor de sus discípulos. Se trata de una larga oración que Jesús formuló como despedida de sus discípulos, sabiendo que su hora había llegado, y que en cualquier momento lo detendrían y lo condenarían a muerte. De alguna manera tuvo conciencia de que su ministerio, su misión en este mundo había llegado a su fin y que finalmente volvería a aquel que lo había enviado. Después de dar instrucciones finales, Jesús pide a su padre una serie de cosas para sus discípulos y la comunidad de sus seguidores. Pero lo interesante es que él no pide solamente por sus seguidores contemporáneos, sino que pide también por todos los que se agregarían a la comunión de los creyentes en el futuro, como consecuencia de la proclamación de sus seguidores, como consecuencia del mandato que él mismo había dado a sus seguidores de transmitir las buenas nuevas a todos y todas hasta los confines del planeta. Por todos sus futuros discípulos, el maestro se adelanta a orar ya ahora. Y vamos a ver que esto también tiene que ver con la unidad de todos los creyentes.

Pero, sin duda, lo que más impacta de esta oración de Jesús es su insistencia en el tema de la unidad; como que la unidad de las personas que conforman la iglesia cristiana fuera una seña fundamental de ella. Y creo que efectivamente es una seña de la iglesia cristiana: Jesús pide, que los que creen en él, estén completamente unidos, que sean una sola comunión, para que las demás personas de este mundo crean también, es decir, se convenzan de que Jesucristo es realmente el enviado de Dios. 

En efecto: si observamos las dificultades que tienen los mismísimos cristianos para tolerarse entre sí, para planificar juntos la misión de la iglesia toda, ni hablar de la posible unión orgánica de las iglesias particulares, ni siquiera de aquellas que participan en el Movimiento Ecuménico Mundial, tenemos que concluir que no estamos dando el mejor testimonio de nuestro Señor. Es más, durante la historia hubo suficientes guerras, que se desataron precisamente por desacuerdos religiosos y llevaron a muchas personas a la muerte. Además, está la incómoda pregunta que siempre de nuevo surge entre los no creyentes, o los aún no creyentes: ¿Por qué Uds. que hablan siempre del mutuo amor no pueden amarse lo suficiente como para ponerse de acuerdo? ¿A quién debemos creer? ¿Quién finalmente tiene la verdad? ¡Cada denominación proclama su verdad! ¿Cuál de ellas dice la verdad? Es, por cierto, difícil para los propios creyentes no caer en confusión ante tanta oferta de denominaciones presuntamente cristianas, pero distintas; ¿Cómo, entonces, no será confuso para los no creyentes? O sea: vemos que por simples razones prácticas la unión entre los cristianos es fundamentalmente necesaria, si queremos dar un buen testimonio de nuestra fe en Jesucristo.

Pero esta unidad no se da por el hecho de que nosotros los humanos busquemos uniformar la fe de todos nuestros semejantes. Durante la Edad Media y aún después se torturó y condenó a muerte a miles de personas por tener concepciones diferentes acerca del Evangelio de Jesús, lo cual es una página verdaderamente vergonzosa y anticristiana de la historia eclesiástica, que nos llenó de culpa. La unidad no se da porque todos los creyentes —o por lo menos los que integran una congregación— tengan de pronto los mismos objetivos, las mismas metas misioneras o desarrollen tareas y proyectos comunes. Esto apenas puede ser una ayuda externa y a veces hasta un medio para enmascarar la desunión, la división existente al interior de una comunidad.

La verdadera unión, la comunión entre los creyentes entre si, solo se puede dar allí donde existe unión y comunión con Jesucristo plena y completa, de manera que, así como Jesucristo y Dios Padre son una unidad inseparable, también los fieles a Jesucristo, quien nos revela a Dios Padre en este mundo, podamos tener una unidad inseparable con él. Dada esta unión con Jesucristo —acordémonos de la parábola de la planta de uvas y sus ramas (Juan 15, 1-9)—  puede darse también la unidad de los creyentes entre sí. En la medida, pues, que el Espíritu de Jesucristo viva y esté presente en nuestros corazones y mentes, y nosotros estemos “injertados” en Jesucristo como las ramas lo están al tronco de la vid, será posible también una unidad entre los distintos individuos cristianos. La unidad se dará en la medida en que estemos invadidos por el Espíritu del Señor y le obedezcamos. Allí se irá descubriendo la verdad y perderán importancia las diferencias surgidas en la incapacidad humana de ver las cosas de forma más inclusiva, de abandonar nuestros egoísmos y mezquindades, nuestras ambiciones de poder.

Ahora, esta unidad que se plantea entre los creyentes contemporáneos de un período histórico determinado, se puede dar también a lo largo de la historia. Recordemos que Jesús le pide al Padre también por los cristianos futuros, por aquellos que van a creer en base a la futura proclamación del mensaje evangélico. El Padre envió a su hijo en determinado tiempo histórico a este mundo para proclamar su Reino. Pero, así como el Padre envió a su Hijo, Jesucristo, Jesucristo envía a sus discípulos a proclamar el Reino, es decir nos envía a nosotros a realizar esta tarea. Unidos a Jesucristo estamos involucrados en esta misión de proclamar el mensaje de la verdad. Así se establecerá también una unidad entre generación y generación. 

Esta unidad plena en tres dimensiones: vertical con Dios, horizontal con nuestros semejantes actuales y transversal a lo largo de la historia, es la unidad de la iglesia prometida, que se consumará cuando Dios complete su proyecto de historia con toda la humanidad. Mientras tanto y desde este mundo no hay posibilidad de medir o evaluar quién es verdaderamente creyente, quién está completamente unido al Señor, quiénes están plenamente unidos entre sí ya aquí en la tierra. No estamos en condiciones de forzar este proceso. Solo podemos ver aquí o allá algunos frutos, algunas señales de unidad, que nos indican que Dios no nos deja solos librados a nuestra suerte, sino que nos acompaña en esta historia, en la que él siempre de nuevo nos alcanza una mano, nos brinda una posibilidad de acercarnos a él y estar en comunión con él.

Pero las señales que aquí o allá se puedan percibir como frutos de nuestra unión con Dios y nuestros hermanos en la fe, serán señales de esperanza para continuar en este camino hasta que él nos lleve consigo. Además, esas muestras de unidad serán testimonio para que otros se sumen a la familia de aquellos por los cuales Jesucristo murió y resucitó, y ya ha orado e intercedido ante su Padre hace ya más de dos mil años atrás; a la familia de los que se dejan amar por Dios, que Dios ama tanto como a su propio Hijo.

Finalmente permítanme agregar aún un pensamiento más. El nombre del domingo de hoy es “Exaudi”, que en latín significa: “escúchame”, haciendo referencia al Salmo 27, vers. 7, dónde el salmista solicita a Dios que escuche sus ruegos.  Jesús en diversas oportunidades nos alienta a orar —por ejemplo en la parábola arriba citada, Juan 15, 7—, asegurándonos que el Padre en los cielos escucha nuestras súplicas y que otorgará lo que pedimos, si lo hacemos con sinceridad y en su nombre. Así también enseñó a rezar el “Padrenuestro”, una oración ejemplar, breve pero completa, cuando los discípulos le solicitaron, que les instruyese cómo orar. Así creo que no está demás, si siempre de nuevo solicitamos a Dios, que se haga presente con su Espíritu entre nosotros, que favorezca las conversaciones y encuentros ecuménicos y prospere la unidad de su iglesia, brindándonos cordura y entendimiento, amplitud de pensamiento y verdadero amor a nuestros hermanos para superar las diferencias que innecesariamente nos separan. El señor no desatenderá nuestro pedido: ¡Que todos seamos uno, y uno en el Señor!     Amén.

Federico H. Schäfer

E.Mail: federicohugo1943@hotmail.com

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