La fe en un Dios que…

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La fe en un Dios que…

La fe en un Dios que transforma las circunstancias | Ezequiel 37, 1-14 | Pr. em. Federico Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

 

Cuando leemos el diario o un semanario, cuando vemos informativos por televisión sobre lo que acontece en nuestro país y en el resto del mundo; cuando vemos y oímos lo que ocurre en nuestras familias, en las familias de nuestros vecinos y amigos, en los lugares de trabajo, en el entorno de nuestro barrio, en nuestra ciudad, nos sobreviene la depresión y a algunos les llega la desesperación.

 

Una y otra vez nos enteramos de situaciones de injusticia, oímos constantemente acerca del destape de actos de corrupción: Enormes sumas de dinero provenientes de las contribuciones impositivas del pueblo y que deberían ser aplicadas a servicios para el bien del pueblo, van a parar a oscuros destinos de empresas y personas privadas, de campañas políticas partidarias, etc. Oímos de la desocupación de cada vez más personas y en muchos casos sufrimos este flagelo en carne propia. Cuanta gente agredida sin adecuada defensa. Cuánta gente enferma sin adecuada atención médica. Cuántos niños mendigando por pan en las calles….

 

Ante esta realidad nos sentimos abrumados e indignados, a veces con ganas de trompear a alguien o de gritar desaforadamente para descargar esa bronca que venimos acumulando al ir tomando conciencia, que casi no podemos hacer nada para transformar esta realidad. Efectivamente, la impotencia es paralizante: No sabemos hacia a donde orientarnos, que decisiones tomar. Este malestar espiritual finalmente se traduce en un malestar físico y de pronto nos sentimos realmente como paralizados. Es como que nuestras coyunturas no tuvieran adecuada lubricación, sí, como que los huesos estuvieran secos, como que a nuestro cuerpo le faltaran fuerzas.

 

En una palabra: Nos sentimos más o menos como se sentían los israelitas a los que el profeta Ezequiel debía hablar. Esos israelitas andaban quejándose: “Nuestros huesos están secos; no tenemos ninguna esperanza, estamos perdidos…”  Los israelitas de los tiempos del profeta Ezequiel habían perdido una guerra contra el ejército babilónico y buena parte de ellos, justamente los más prominentes de la sociedad, habían sido deportados a Babilonia (lo que hoy es Irak), teniendo que vivir allí bajo circunstancias desagradables. Los soldados babilonios y sus oficiales no se caracterizaban precisamente por ser suaves y bondadosos para con sus prisioneros. Por otro lado, los israelitas que habían podido quedarse en Jerusalén y sus inmediaciones, tampoco la estaban pasando bien. Debían rebuscarse la vida en una ciudad hecha escombros y en campos arrasados por la guerra y bajo la ocupación del temido ejército babilónico. Había hambre, enfermedades y todos los sufrimientos que acarrea una guerra: familias disgregadas, personas baldadas, niños huérfanos, relaciones destruidas, etc. Es perfectamente comprensible, entonces, que esta gente tuviera fuertes sentimientos de impotencia ante las adversidades que estaban sufriendo.

 

A esto se sumó también una suerte de mala conciencia colectiva. El Señor a través de sus profetas —entre ellos Ezequiel, pero también Isaías, Jeremías y otros— había advertido al pueblo, y especialmente a sus dirigentes, sobre los hechos que acontecerían. El asedio del ejército babilónico era interpretado —y quizás con razón— como un castigo de Dios por la mala conducta del pueblo, especialmente de sus clases dirigentes.

Injusticia, corrupción económica y opresión de la clase campesina en aras de la concentración de la riqueza eran los pecados en que habían incurrido las clases dirigentes. El error más grave y que arrastró a todo el pueblo a la catástrofe de la guerra, sin embargo, fue la ingenua, pero obstinada soberbia de creer que el ejército egipcio les iría a cubrir las espaldas, por lo cual se aventuraron a dejar de pagar los correspondientes tributos al estado babilónico. Al respecto dice el profeta Ezequiel en otro capítulo de su libro, que fue la codicia del oro y la idolatría la causante de todos los males. Afianzados en su éxito material las clases dirigentes ponían su fe y confianza en los dioses de sus pueblos vecinos, desobedeciendo los mandamientos del Dios verdadero.

 

Hermanas y hermanos, es de no creer que a pesar de separarnos más de 2.500 años de los hechos relatados en el libro del profeta Ezequiel, nosotros hoy nos podamos encontrar e identificar perfectamente con estos relatos, como si Ezequiel nos estuviera hablando en nombre de Dios hoy mismo.

 

No acabamos de salir de una guerra, pero el deterioro de las estructuras sociales de nuestro país, la desocupación, la falta de contención de una porción importante de nuestros conciudadanos que no consiguen satisfacer sus necesidades más elementales, hacen que uno tenga la sensación como que estuviéramos saliendo de una guerra. Y todo lo que está aconteciendo tampoco es desgracia pura o maldición de Dios. Es lamentablemente también consecuencia del mal obrar humano, de la codicia desenfrenada de muchos, que han hecho que nuestro país quede endeudado como está, que los impuestos no vuelvan al pueblo y que la riqueza del país sea cada vez peor distribuida, al punto que haya gente que sufra a causa de la malnutrición o por no poder solventar los medicamentos más indispensables.

 

Reitero: Ante estas circunstancias también nosotros estamos paralizados y nos preguntamos cómo va a terminar todo esto. Muchos de entre nosotros estarán diciendo para sus adentros como los antiguos israelitas: “Nuestros huesos están secos, no tenemos ya ninguna esperanza, estamos perdidos”.

 

Pero lo más insólito no es la similitud de nuestra situación con la de los antiguos israelitas. Lo insólito es que sin ningún mérito de nuestra parte, el Señor nos permite reconstruir nuestra esperanza, reconstituir nuestro ánimo, nuestro espíritu de vida. Dios quiere revitalizar nuestros músculos y agilizar nuestras coyunturas. La visión que Dios brinda al profeta Ezequiel, mostrándole un campo con huesos secos que vuelven a cobrar vida transformándose en un ejército, es como una parábola. Y esta parábola debe dejarnos claro, que Dios puede transformar las circunstancias, puede convertir la muerte en vida, convertir nuestra parálisis, desánimo y desesperanza en nueva actividad, en ánimo renovado y nueva esperanza, a pesar de la impotencia que sufrimos ante las adversidades. Esta parábola de los huesos secos que son revividos nos debe convencer, que no está todo perdido, que vale la pena continuar luchando contra las adversidades, aun cuando parezca una lucha sin sentido. Es una lucha en la que tenemos al Señor a nuestro favor.

 

Con todo, existiendo una crisis como la que describimos al principio de nuestra reflexión y convencidos de que para salir de ella es necesario encarar una lucha, una lucha para la cual contamos con el apoyo del Espíritu del Señor, también es necesario detectar los errores en los cuales hemos incurrido y que llevaron a esta crisis. Ya dijimos, que esta crisis no es una maldición de Dios, sino tiene profundas raíces humanas. Si no se reconocen los errores y desaciertos cometidos y se toman las medidas indicadas para corregirlos, no se podrá emprender la lucha de la cual hablamos y para la cual el Señor nos quiere dar nuevas fuerzas. De las crisis surgen nuevas oportunidades, pero no sin antes evaluar las circunstancias

 

No por nada la Conferencia Ecuménica que organizó los textos bíblicos para el Leccionario Ecuménico por el que nos guiamos, colocó este párrafo del profeta Ezequiel en este domingo de Cuaresma que llamamos “Judica”. Lo llamamos así en virtud de que la antigua iglesia oraba a Dios en este domingo mediante el salmo 43, en cuyos primeros versículos se solicita a Dios que nos haga justicia y que nos defienda, pero juzgando también nuestra propia conducta, es decir, que se haga la justicia de Dios.

Entonces: aprovechemos esta estación de cuaresma para reconocer nuestras fallas y desaciertos y dejémonos guiar por el Espíritu de Dios para no recaer nuevamente en los mismos errores.

 

Es nuestra suerte, que el Dios del universo, el Señor que está por encima de la vida y de la muerte no se fija en nuestros yerros, no se fija en nuestros merecimientos, sino que de pura gracia nos quiere y sigue queriendo y por ello nos envía y continúa enviando siempre de nuevo su Espíritu para reconfortarnos, guiarnos y defendernos en la lucha, en la lucha que será siempre por la justicia. Si el Señor no querría ayudarnos siempre de nuevo, ya lo hubiera dejado de hacer hace mucho tiempo y la raza humana probablemente hubiera desaparecido. Pero Dios “no nos deja en la lona”, no nos abandona, quiere que podamos vivir en plenitud. Por eso siempre de nuevo ha enviado

su Espíritu de vida para mantener a su pueblo con vida aún en las peores adversidades permitiendo superar todas las dificultades que se oponían a la proclamación de su Evangelio. Así, no es casual que la iglesia cristiana haya sobrevivido hasta el día de hoy entrando ya en su tercer milenio.

 

El que nos infunde la vida al nacer; el que nos hace nacer de nuevo en cada nueva oportunidad de vida; ese Dios que nos resucita a la vida eterna, no quiere que bajemos los brazos y desesperemos por las adversidades que nos toca vivir. Por el contrario, él desea que crezcamos y avancemos en el camino hacia él. Así es que continuará asistiéndonos con su Espíritu de manera que podamos seguir luchando por la vida y por la justicia y cumplir sin temores, angustias, depresiones nuestra misión a favor del establecimiento de su Reino.

 

Por otro lado tengamos en cuenta: El Reino de Dios lo establece Dios. Nosotros no podemos cambiar el mundo aunque nos desesperemos por ello. Pero con la defensa, el apoyo y la ayuda de Dios podemos hacer muchas cosas pequeñas, sentar señales de justicia, de anticorrupción, de honestidad, de solidaridad, de inclusión, de esperanza y de amor, que sí pueden promover una salida paulatina de la situación desavenida e infeliz en la que nos hallamos, tanto para gloria de Dios como para beneficio nuestro y de nuestros semejantes. Amén

 

Pr. em. Federico Schäfer

Buenos Aires (Argentina)

federicohugo1943@hotmail.com

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